Kandinsky, un viaje del sonido al color y del color a la música. Para él, el color no es un adjetivo, un atributo secundario, sino un objeto en sí, que además tiene vida, musicalidad y movimiento. La trayectoria de Kandinsky es la siguiente: descubrir los colores como parte de una sinfonía que nos habla de la vida, la naturaleza y nuestra existencia, más allá de la forma, y, al mismo tiempo, crear formas nuevas para hacernos ver el movimiento. El blanco con su potencialidad infinita, el amarillo luz, el rojo vida y el negro que todo lo niega. Para apreciar sus pinturas e imágenes hay que alejarse de todo, vaciar la mente y escuchar lo que nos dice en una nueva lengua, que sintetiza los sentidos, el sonido, el color y la textura. Esta última, cuando trabaja con madera.

Kandinsky vivió las dos guerras y después de vivir en Alemania, al estallar la primera guerra mundial regresó a Moscú para nuevamente regresar a Alemania y por segunda vez tuvo que volver a su patria para morir en Francia un año antes del fin de la segunda guerra. Nació en Rusia, se nacionalizó alemán y posteriormente francés. Sus obras y arte se distancian más y más de los objetos presentes en la naturaleza. Se inicia con un arte naturalista. Posteriormente prosigue bajo la influencia del impresionismo francés, especialmente de Monet y a partir del uso de la luz se desplaza hacia un estilo más abstracto, donde el arte insinúa sensaciones y habla directamente a los sentimientos. En este desplazamiento del lenguaje hacia representaciones más abstractas, observamos una geometrización de los objetos figurativos y, como siempre en sus obras, triunfa el color. El elemento portante en su expresividad emotiva.

Kandinsky afirmaba que los colores son un poder que nos altera el alma y por esta última entendía nuestros estados de ánimo, como lo hace también la música. Él se imaginaba el alma como un instrumento musical, un piano, que los colores hacían vibrar y pensando así, insinuaba que sus composiciones eran música. Se cuenta que Kandinsky era sinestésico y al escuchar música percibía colores. Esta sensibilidad, en cierta medida, nos ayuda a entender su relación viva con los colores, que sin lugar a dudas es el elemento más importante de su arte, que podríamos entender como un viaje de la imagen, a la forma, a la impresión y, desde allí, al color y el movimiento en una abstracción progresiva, donde lo que queda como lenguaje es sólo el color en una búsqueda sistemática de auto-descubrirse mediante un diálogo que prescinde de la figura.

Kandinsky consideraba como su misión explorar el alma, lo profundamente humano, reflexionando sobre cómo el mundo nos hace sentir y como este sentir mismo altera la percepción del mundo. Su búsqueda era espiritual y a la vez estética; Kandinsky quería entender la espiritualidad mediante el movimiento y los juegos cromáticos, porque su mensaje era hacer sentir, resonar en lo más profundo del espectador el valor de la contemplación y reflexión personal. Para él, la guía por excelencia era la música y su objetivo artístico era hacer una sinfonía con los colores. Sabía que el camino para hacerlo era llegar al átomo mismo de cada elemento visto desde la percepción y el sentimiento o, en otras palabras, la resonancia que ese elemento mismo nos causa y por esto afirmaba: «la forma en sí, aún en su expresión más abstracta, tiene un sonido». Kandinsky fue un chamán de los colores y así, completando el viaje, volvemos a sus inicios, su viaje en Siberia y la pintura naturalista de sus primeras pinceladas, después de haber abandonado su carrera de abogado para dedicarse al arte y viajar a Alemania, siguiendo un llamado existencial, estítico y espiritual a la vez.