El capitán permaneció largo rato frente a la ventana, casi soñando, sin escuchar nada, enajenado, sosteniendo tímidamente la traducción. Las palabras burbujeaban torpemente en su boca mientras el juego de luz y sombra en toda la estancia se transfiguraba en su cabeza; sus ideas iban y venían sin orden en medio de toda suerte de recuerdos. La nueva luz se transmutaba en su interior, hasta llegar a él en un brillo solar reflejado sobre agua suavemente movida y que daba la sensación de un líquido crepúsculo perfectamente tangible en el que todo se transfiguraba. Seis meses habían pasado ya desde el incidente de La Casa del Paraíso, seis meses de silencio; y en medio de esa brevedad, su memoria, como un ente incontrolable, parecía haberlo cambiado todo, distorsionando los hechos a su antojo. Pero ahora que de nuevo todo regresaba, podía ver aquella casa con claridad, alta, magnífica, completamente de madera encajada allí en medio del bosque saturado de niebla: ahí estaban de nuevo frente a él aquellas paredes mudas y desposeídas, aquel pequeño mundo de oscuros pasillos y silencio…, silencio, como un agujero por el cual el tiempo se escabullía hacia otro lado.

El capitán volvió a tomar la traducción sin verla siquiera y la puso de seguido en su escritorio, y luego, como si retomara algo olvidado o confuso en el galimatías de la rutina, se estremeció violentamente al recordar el gesto de horror en el rostro de Wolfgang, seis meses atrás, cuando revisaron La Casa del Paraíso. «Wolfgang», quiso decir, pero aquella palabra no llegó hasta su boca, algo le obstruyó la garganta, por lo que salió a tomar agua al lavabo. «Wolfgang» pensó otra vez y logró pronunciarlo al mirarse al espejo, una y otra vez: «Wolfgang, Wolfgang, Wolfgang». Desde el espejo venía ahora su imagen como si de repente fuera a materializarse de cuerpo entero ahí frente a él, transparentándose desde la suya, una imagen ajena a él mismo, propia de otro momento, otro lugar, no de ahora y de aquella pequeña oficina, en aquella pequeña ciudad en la que nada pasaba y donde el pasto crecía a sus anchas y el musgo se amontonaba en las frías veras de los ríos y los húmedos troncos. No allí, no era posible. El hombre del espejo era otro, veinte años más joven, saludando aquel caballero alto, espigado, de exquisita presencia e impecable en su traje blanco y sus zapatos blancos en los jardines saturados de orquídeas.

Todo había sido distinto seis meses atrás, cuando penetraron en la casa: la puerta cerrada con llave, las maderas levemente chamuscadas, protegiendo las miles de fotografías, periódicos y revistas, las pilas de viejas y raras monedas, lámparas, estampillas, cartas sin abrir y una exótica colección de origamis de las más inauditas e inverosímiles formas, intactos, entre el polvo que cubría las mesas. Era una casa singular, casi sin ventanas. El mobiliario se reducía a numerosos anaqueles, mesas de varios tamaños, unas cuantas sillas, una cama y en general, lo indispensable para vivir de un modo más bien austero que pobre. Objetos de valor quedaban pocos: un antiguo reloj de péndulo, botellas de vidrio soplado, restos de vajillas de porcelana y de plata. «No, no habían flores, a Wolfgang no le gustaban las flores dentro de la casa». Y aquel aroma de cedro, penetrante, que se confundía con los barnices, los aceites medicinales, las esencias en los cientos de viales y frascos ámbar, daba a ratos la sensación de sequedad o de humedad.

Aquella tarde veinte años atrás, miró la casa y se preguntó cómo de un hombre, del que nadie sabía nada concreto, se rumoraba que era dueño de una respetable fortuna. ¿Quién lo decía? Y ahora, más misterioso que el origen de la fortuna, era el de su pérdida.

«Wolfang» volvió a decir y se concentró en el movimiento de sus labios en la imagen del espejo. Gruesas gotas de agua le bajaban desde su cabello empapado, rodando por todo el rostro, el cuello, la camisa a la altura del pecho. Su gesto de pronto se confundió con aquella mueca en el rostro de Wolfang, y un escalofrío le bajó por la espalda.

El capitán subió los escalones que daban a la habitación principal. Luego, de un vistazo contó los mosaicos del piso, «doce de fondo y ocho de ancho, cuarenta y ocho blancos y cuarenta y ocho negros», pensó. Revisó cada detalle hasta darse por satisfecho. Tuvo un vago recuerdo de la casa veinte años atrás, con todo el esplendor de entonces, al par que cuatro de sus hombres pasaban frente a él con el cadáver de Wolfgang, un hombre entrado en los cincuenta. «Es todo» dijo, y los hombres abandonaron el lugar. Luego fue hasta el respaldar de la cama y recogió el diario que estaba en la mesita de noche, no sin cierta inquietud por saber si estaba sólo y nadie lo veía. Miró la cama largamente, hasta recordar el gesto en el rostro de Wolfgang en un avanzado rigor mortis. ¿Pero por qué aquel rostro, aquella máscara de horror congelada en el momento de la muerte? Una y otra vez durante la semana del hallazgo las dudas fueron saliendo de cada rincón del enigma, sofocándose en la simplicidad con que el forense había escrito paro cardíaco, para luego callarse, perdiéndose en la rutina de los días, entre los miles de papeles y los anaqueles de la burocracia .

Alexander regresó al salón principal de la comisaría, cerró la ventana por enésima vez y miró nuevamente la traducción y el diario original allí sobre el escritorio, e incluso el rostro de Robert Mainz diluyéndose entre las sombras de los muebles, más bien como si solapadamente se ocultara para escuchar los pensamientos del capitán. El crepúsculo volvió a deshacerse en su memoria lleno de peces y una extraña quietud.

—Marielos, ¿ha soñado usted con peces?

—¿Con peces, señor?

—Sí, peces. Esta madrugada soñé con un estanque lleno de peces. Arriba, en la superficie, había pequeños, y en el fondo nadaban los más grandes.

—Es lo normal. ¿Y les daba usted de comer migas de pan?

—No, sólo los miraba, con dificultad, porque el agua estaba un poco turbia.

El capitán observó que Marielos le contestaba algo, pero el zumbido dentro de su cabeza le impedía escuchar. De pronto unos ojos se fijaban vivamente en él...

—¿Y qué piensa de los príncipes? (dijo sin controlar las palabras que salían de su boca, más bien como si hablara por otro dirigiéndose a un interlocutor que no estaba allí en realidad), ¿sabía que aquí hay varios? Exiliados, claro está, nominales… Herederos de reinos que ya no existen. Imagínese, completamente anacrónicos.

Aquellos ojos continuaban allí, fijos, fríos, tratando de recuperar el verdadero color que los años habían desteñido...

—¿Es posible?

—¡Absolutamente!— exclamó con el énfasis de una sentencia irrevocable. Y de repente ahí estaba de nuevo la casa (no ya simplemente los ojos del anfitrión o su mano extendiéndose en señal de bienvenida), el aire, la mañana húmeda, el rumor del bosque llenando toda la atmósfera de un halo de atemporalidad, de un espacio en donde todo era siempre lo mismo. Esa tarde, veinte años atrás, el príncipe Alberto de Prusia estaba de visita con su madre, la princesa Agnes Catalina y su esposa, cuyo nombre no se conoció, una dama de la realeza húngara digna de los mejores sueños de lujuria.

—Alberto de Prusia—, se limitó a decir el príncipe.

—Encantado.

—Su señora madre, la princesa Agnes Catalina, y su esposa, la princesa…

—Encantado. Su invitación no sólo me honra, sino que también me sorprende.

—Alguien que frecuenta mis antigüedades es digno de almorzar conmigo, e intercambiar impresiones, ¿no le parece?

La princesa Agnes Catalina y Wolfgang parecían unidos por una vieja amistad, y al sargento Suárez se le antojó imaginarlos de la mano, viajando en carroza por las calles empedradas de Viena, la princesa muy joven, acaso de catorce años. Ahora empero, la princesa Agnes Catalina se había reducido a una pequeña mujer de tez blanca y arrugada, cabello cobrizo y llorosos ojos azules, con un pálido rictus de reticencia en aquella ajada máscara de monarquía que llevaba siempre con decoro. Durante el almuerzo el príncipe comió muy poco de cada platillo. Probaba una ostra, sorbía algo de champaña, luego daba un bocado por aquí y otro por allá, y así iba de un lado al otro del menú de un modo diplomático y mesurado. Tendría unos cincuenta años, a primera vista coetáneo con su anfitrión, delgado, no muy alto, de manos pequeñas, cabello castaño y rostro inteligente. Su esposa, con más apetito, disfrutaba de una nobleza distinta, algo más frívola. Aquel era el discurrir que precedió a la escena del café, cuando el príncipe recomendó la monarquía en América. Tomaba té con flores de jazmín, el café lo hallaba grosero.

«Una notable ventaja de la monarquía», repitió el príncipe más tarde con vehemencia, más bien inflexible, y por alguna razón, el entonces recién ascendido sargento soltó la taza de café y la vio (como si cayera en cámara lenta) chocar con la mesa y arrojar (casi vomitar) su contenido y seguir rumbo al piso mientras las gotas se suspendían en el aire movidas por una suerte de maromero dentro de ellas.

—¡Qué torpeza la mía!

—No se aflija amigo Suárez, tengo más tazas. Esa sólo tenía sesenta años.

A la princesa Agnes Catalina sólo la vería una vez más, y así la recordaba, en el balcón de su casa, tocando una trompeta de oro, único vestigio de su reinado.

Al príncipe, en cambio, varias veces lo vería en su apiario en Barranca y en diversos cafés capitalinos, o sólo bajo la lluvia, con su paso imperturbable y su nobleza intacta. Lo había visto apenas el año pasado en una cafetería. Dos hombres hablaban hebreo frente a la caja en la que ordenó un cappuccìno. A éstos pronto se les unió otro más y casi de inmediato dos mujeres que acababan de entrar. Por curiosidad el capitán se sentó en una mesa frente al grupo de judíos y sorbió su café a poquitos, de una manera rendidora. Otra pareja se unió al grupo que ya conversaba, saludaron, pidieron repostería y se unieron a la discusión. De modo que ya eran cuatro hombres y tres mujeres. «Abraham, Josué, Benjamín, Jacobo, Ruth, Miriam y Ester» susurró el capitán caprichosamente. De pronto y sin preverlo habían veintiún judíos vociferando en hebreo entre carcajadas. Poco después fue que descubrió al príncipe sentado dos mesas a su derecha, tomando té. «Seguro no me ha visto».

—¡Príncipe, príncipe Alberto! —exclamó, y el anciano lo miró desde su mutismo—. ¿No me recuerda?

El príncipe le echó una mirada entre condescendiente y enfadado.

— Sinceramente no, joven.

—¡Cómo no, cómo no…, Wolfgang!, articuló el capitán con su mejor acento alemán.

—¡Ah, es usted, Wolfgang! ¿Por qué no me ha vuelto a llamar? Mi madre murió; quería que lo supiera. ¿Pero qué se ha hecho usted?

—No, no soy Wolfgang.

—¿Eh? Perdóneme, perdí el oído derecho, venga, hábleme por este lado.

—Que no soy Wolfgang; míreme y recuerde, en la casa de Wolfgang —gritó el capitán. ¿Me recuerda?, soy Alexander, A-le-xan-der, ¿recuerda?

—¿No es Wolfgang?

Los ojos del príncipe tomaron un nuevo brillo, casi de infante. Luego apartó su té y juntó las manos como queriendo aprisionar su memoria antes de que los recuerdos se le fueran.

—No, lo siento. Me tengo que ir. ¡Suárez, Suárez! —gritó otra vez el capitán alejándose, y el príncipe se quedó viéndolo muy confundido desde sus ojos inteligentes en los que ahora más que nunca revivían coronaciones, palacios, principados, guerras mundiales y un exilio forzado en una tierra en la que vivía al cuido de sus abejas—.

Nota

Manuel Marín Oconitrillo. De bestiis. Editorial Sapere Aude.