La participación de Laida Lertxundi en el ciclo A L I E N T O se dividió en dos momentos. El pasado mes de noviembre, su película Autoficción se incorporó durante unas semanas a la exposición de Beatrice Gibson. Ahora, después de Céline Condorelli y June Crespo, reaparece su trabajo en una exposición individual. Esta discontinuidad quiere subrayar una doble interrupción. A escala personal, la artista decidió dejar Los Ángeles y volver al País Vasco después de casi veinte años en Estados Unidos. Una de las principales motivaciones de esta decisión fue la insostenible ausencia de sanidad pública en el país. La insuficiencia del ObamaCare, la elección de Trump así como la maternidad de la artista precipitaron su vuelta ante la incapacidad política de garantizar ningún tipo de forma de cuidado. Pocos meses después la pandemia iba a poner de nuevo sobre la mesa, con más crudeza, la relación cuerpo-Estado. El corte a escala individual se solapó así con el que produjo la pandemia a escala planetaria. En noviembre mostrábamos lo último que Lertxundi rodó en Los Ángeles, una película llena de esa preocupación por la relación cuerpo-estado. Ahora, se estrena en NoguerasBlanchard lo primero que ha hecho desde que se instaló en el País Vasco. Un conjunto de trabajos que rinde cuentas de cómo sobrevive una práctica artística al ser trasplantada de un espacio a otro y, de manera más general, de las estrategias que se ponen en obra para seguir funcionando dentro del reducido perímetro de acción que deja la pandemia.

La exposición está marcada por un deseo de reencuentro con el paisaje. Sin embargo no queda claro si es una nostalgia por un paisaje perdido en particular –que podría ser el desierto californiano, que ocupa un papel central en la filmografía de la artista–, o un deseo más genérico de salir ahí afuera, avivado por los meses de confinamiento. En el caso de Lertxundi, se hace complejo distinguir si es lo uno o lo otro, pero es indudable que hay una búsqueda insistente de formas de propiciar el acceso a lo que no está ahí. El paisaje se dibuja de memoria o se proyecta delante de cuerpos que quisieran entrar en él. Siluetas medio transparentes, medio ausentes se imprimen, como proyecciones de deseo, sobre fondos ficticios. Los lugares son más a menudo representaciones, reproducciones o recuerdos que experiencias directas. Inner Outer Space por ejemplo, es una película compuesta a partir de toda una serie de ejercicios que tienen que ver con formas de presencia remota, diferida, mediada o imaginada: Intercambios telepáticos, manos que recorren paisajes impresos, lugares en los que se puede estar pero que no se pueden ver o, al contrario, lugares que se ven de memoria pero en los que ya no se puede estar. Sin embargo, la distancia y la presencia indirecta funcionan como motor lúdico y creativo, evitando que resolvamos la temperatura de la exposición en términos de nostalgia.

Por momentos la pulsión hacia el entorno adquiere una intensidad casi fusional, como un deseo de simbiosis. La canción de fondo en Under the Nothing Night, del grupo británico Complex, habla de ser monte, de ser guijarro junto al la orilla. Como parte de la preparación de la exposición la artista ha estado repasando el pensamiento hydrofeminista de Astrida Neimanis, que parte de la fluidez, la circulación y la memoria del agua para hablar de la continuidad y comunicación entre cuerpos humanos y no-humanos. La preeminencia de imágenes líquidas en los proyectos puede leerse en clave hydrofeminista pero también como consecuencia de la brusca confrontación con un paisaje húmedo después de 15 años trabajando con la aridez californiana que rodea Los Ángeles.

Un incesante vaivén entre dibujo y cine atraviesa la exposición. Está ligado a un juego entre superficie y profundidad pero es mucho más ambiguo que el que consistiría en atribuir lo plano al dibujo y lo profundo al cine. Los grabados tienen la profundidad física y temporal de la agregación de capas de tinta y hay secuencias fílmicas de aplastante planicie.

La relación entre dibujo y cine tampoco funciona siguiendo una lógica consecutiva según la cual los dibujos serían esbozos para una película. A nivel de proceso, cine y grabado coinciden en muchos aspectos y la manera en que Laida habla de la realización de los grabados no se distingue apenas de lo que podría decir de una imagen cinematográfica: “No imaginas la cantidad de procesos y tiempo necesarios para conseguir esta imagen”. El grabado es una tecnología de reproducción analógica de imágenes, como el 16mm con el que habitualmente filma la artista. Ambos requieren un contacto material (entre la luz y el celuloide o entre la tinta y el papel) para hacer aparecer la imagen. Las predilecciones técnicas de Lertxundi pasan por el (con)tacto, la erosión o erótica de la superficie. En Inner Outer Space dos personas repasan imágenes impresas. Al tocarlas con el dedo se activa el movimiento y se abren a la profundidad. La tensión entre dibujo y cine o entre superficie y profundidad es más bien aquí una forma de medir grados de acceso, de presencia o de virtualidad.

A la luz de todo lo anterior podrían interpretarse las producciones recientes de la artista como objetos de sustitución. Como aquello que hizo cuando ni se podía organizar un rodaje, ni tenía sentido hacer películas monocanales porque no se podía proyectar en cines. Sería cierto si le quitamos a la idea de sustitución cualquier tipo de negatividad. Asumir la deriva hacia otros derroteros ha sido para la artista todo lo contrario a una resignación frustrante. Ha sido, en palabras suyas “lisérgico”.

En conexión con la tactilidad antes mencionada, hay en sus obras recientes un goce de algo que podríamos llamar “materialidad aumentada” de los procesos que contrarresta la virtualización de la vida que aceleró la pandemia. Se hace muy visible en los trabajos la manipulación física, los grosores, los pesos, las texturas, los repertorios gestuales de contacto directo con el material que impiden que atravesemos las imágenes hacia sus figuraciones y hacen que nos mantengamos en sus condiciones físicas de creación.

Otra fuente de placer está en no aunar la fragmentación ni hacer converger los estadios intermedios o provisionales en un solo resultado. La exposición está pensada como un solo cuerpo de trabajo desmembrado en varios elementos. Por una parte, este desensamblaje expresa la coincidencia del tiempo de trabajo con el tiempo de crianza durante el confinamiento. En esa circunstancia los resultados no pueden no ser fragmentarios, pues dependen de una dedicación y concentración intermitentes. El solapamiento entre trabajo creativo y de cuidados explica también el uso de paisajes extraídos de dibujos animados para la realización de los grabados. Durante un tiempo fueron los únicos paisajes disponibles.

Pero por otra parte, la fragmentación también apunta a la no-resolución de un proceso, su no integración definitiva en un todo. No habrá más película que sus preliminares, y asumir eso tiene el efecto liberador de no querer controlar los procesos para orientarlos siempre a los mismos resultados. Incluso de no querer agotarse protocolos preestablecidos. Aparecen en muchas de las obras elementos que habitualmente tendrían estatus de ejercicio, de maqueta, de preparativo o de croquis sin que tengan objetivo o proyección más allá de ellos mismos.

En 1977, Marguerite Duras rodó Le Camion, una película en la que aparece sentada frente a Gerard Depardieu y juntos leen el guión que tienen entre las manos. La película no es más que la lectura de ese guión intercalada con secuencias de un camión transitando por varios paisajes. Comparaba Duras el desarrollo de su proceso con el movimiento del camión: “No sé como encontrar las palabras para decir la actitud sonámbula del camión a través del invierno. Como si durmiese al caminar, como si llevase consigo todo el relato pero no lo supiese”. El proceso sonámbulo, como ese camión a la deriva, es en sí mismo el relato. No su instrumento. El placer no es el destino, sino poder mantenerse en movimiento a través del invierno. “Le Camion” añade Duras, “se hizo por el placer de ir adelante, a riesgo de partirme la cara”.

La exposición condensa el placer de ser capaz de hacer pese a todo, o contra todo, a una escala ligera, autónoma, manejable en la que no transcurre mucho tiempo entre deseo y ejecución. Inner Outer Space rezuma la precipitación y excitación de su modo de filmarse. Había que sacarse la mascarilla, gritar “acción” y grabar rápido entre los arbustos. La película no se entretiene, es concisa, incluso abrupta, sin transiciones, sin ornamentos ni tiempo para rodeos. Su forma de placer es la acción, el gusto de pasar al acto en un clima de excitación a medio camino entre la infracción de las reglas y la despreocupación por el resultado.

Laida Lertxundi (1981) es artista y cineasta y vive y trabaja entre Los Ángeles y el País Vasco. Combinando el rigor conceptual con el placer sensual, sus películas establecen paralelismos entre la tierra y el cuerpo como centros de placer y experiencia. Su obra se han exhibido en Whitney Biennial, Nueva York, Hammer Museum, LIAF Bienal Biennale de Lyon, Frieze Projects New York, y en museos y galerías como MoMa de Nueva York, Tate Modern Londres, Whitechapel Gallery Londres, Angela Mewes Berlin, Joan Los Angeles, Human Resources Los Angeles, MAK Schindler House ICA Museo de Arte Moderno de Medellín Colombia, CCCB, PS1 MoMA, Museum of Contemporary Photography Chicago, Baltimore Museum of Art, Kunstverein, Hamburg y la Bienal de La Habana, entre otros. Ha realizado exposiciones en solitario en Matadero Madrid (2019), LUX Londres (2018), Tramway Glasgow (2018), FuturDome Milano (2019), fluent Santander (2017), Tabakalera San Sebastián (2017), DA2 Salamanca (2015), Azkuna Zentroa Bilbao, (2014), Vdrome London 2014 y Marta Cervera. Sus películas se han proyectado en numerosos festivales como Locarno, New York Film Festival, International Film Festival Rotterdam, London Film Festival, BFI, TIFF Toronto, Gijón, San Sebastián o Edimburgo entre otros. Ha recibido el Premio del Jurado en Ann Arbor Film Festival (2011) y Gran Premio del Cine Vasco en ZineBi (2007). Su obra es distribuida por LUX en Londres y forma parte de la colección del Museo Centro de Arte Reina Sofía. En el 2020 recibió el premio Gure Artea al arte vasco.

Anna Manubens (1984) es comisaria y productora independiente con una preferencia por papeles híbridos en la intersección entre escritura, investigación, programación, desarrollo de proyectos, análisis institucional y exposiciones. Fue Responsable de Programas Públicos en el CAPC musée d’art contemporain de Burdeos hasta 2017 y previamente combinó su actividad independiente con la docencia en la Universitat Pompeu Fabra y un trabajo regular en la artist- run Auguste Orts (Bruselas). Sus exposiciones recientes incluyen Wendelien van Oldenborgh. Tono lengua boca, CA2M, Madrid (2019) y Centre d’Art Contemporani Fabra i Coats (2020); entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, EACC, Castellón (2019); Visceral Blue, La Capella, Barcelona (2016); Hacer cuerpo con la máquina: Joachim Koester, Blue Project Foundation, Barcelona (2016); y Contornos de lo Audiovisual (con Soledad Gutiérrez en Tabakalera, San Sebastián (2015).