El artista costarricense Disifredo Garita (1943-1997) —a quien se dedica una retrospectiva en la capital costarricense— adoptó ecléctica y asincrónicamente técnicas e ideas estéticas que le sirvieron en su propósito de comunicar intensas experiencias ancladas en un presente emocional continuo, sin tener espacio para el concepto o la razón, definiéndolo como un rotundo naif.

Cuando construimos una historiografía con base en el contexto histórico y estilístico en que se desarrolló un artista —en particular, enfatizando el género, diseño, formato y apariencia de su producción— podemos pasar por alto su verdadera intencionalidad o concepto. Numerosos creadores han producido su obra asincrónicamente, aferrándose obstinadamente al presente continuo; han sido sensibles al entorno, pero distantes al mismo tiempo del contexto social y cultural.

La historia del arte, por ello, no debe estar limitada a la historiografía, si no que debe incluir en su acercamiento al objeto y sujeto artísticos la teoría y la crítica de arte. Este es justamente el origen de la analogía del historiador Ernst Gombrich (1909-2001) entre la historia del arte y la Galia de César; esta se dividía en tres zonas habitadas por distintas tribus: los conocedores aficionados, los críticos, y los historiadores de arte académicos (The Essential Gombrich, 1996, p. 7. Londres: Phaidon Press).

Todo esto me recuerda la historia sobre los observadores científicos que han sido convocados para identificar un animal, pero tienen los ojos vendados y solo tocan una parte del cuerpo del animal. Es increíble lo que podemos construir perceptualmente con datos limitados e inciertos.

Si bien es correcto que la percepción puede crear una realidad, la realidad no es mera percepción; como escribió el novelista Stefan Zweig:

Somos felices cuando la gente o las cosas se conforman e infelices cuando no lo hacen. Las personas y los acontecimientos no nos defraudan, nuestros modelos de realidad sí. Es mi modelo de realidad lo que determina mi felicidad o desengaños («Una partida de ajedrez»).

Mérito y disonancia

Para la presente generación —con todo el mérito que entraña reconstruir la historia de un artista desconocido, cuya obra forma parte principalmente de colecciones privadas— la retrospectiva de Disifredo Garita en el Museo de Arte Costarricense (MAC), curada por la historiadora María Enriqueta Guardia y su equipo, es cognitivamente disonante.

Mucho se debe al propio sujeto/objeto de la muestra quien —en la cronología interna desplegada y el catálogo— evidencia un sistema de ideas, creencias y emociones (cogniciones) conflictivos, así como de comportamientos contradictorios en las distintas etapas de su vida y carrera.

La muestra retrospectiva ha sido organizada por la curaduría en ocho secciones que cubren desde sus primeras obras —a inicios de la década del sesenta del siglo pasado— hasta su entorno social y familiar, pasando por algunas de las etapas más significativas de su carrera con base en obras completadas entre 1960 y 1994.

Ecléctica, trashumante, extravagante e intuitiva, la obra plástica de Disifredo Garita Rodríguez es inseparable de la persona pública que cultivó cuidadosamente desde su humilde origen campesino en Hacienda Vieja de Orotina, Alajuela, hasta su temprana muerte en un hospital josefino, tras vivir retirado por muchos años en Batán de Limón.

Algunos tuvimos la oportunidad de conocerlo, de compartir como amigo, de apreciar y de escribir sobre su obra. El catálogo reúne testimonios de familiares, amigos y colegas desde sus comienzos como pintor en los sesenta hasta su desaparición en la segunda mitad de los noventa; el catálogo también reúne como notas periodísticas con comentarios y declaraciones suyas.

En 1978, cuando fungía como editor cultural en el Semanario Universidad, conocí a Disifredo. Al año siguiente fui testigo de su exposición retrospectiva en la Sala Julián Marchena de la capital costarricense. De hecho, conversamos frecuentemente en mi espacio en Radio Nacional de Costa Rica sobre su obra, pensamientos y experiencias.

Llegaba al estudio ubicado en calle 40 —cerca del Paseo Colón— ataviado a veces con un impecable traje con cuello orlado a la usanza militar del siglo XIX. Le complacía el impacto que causaba en los demás su forma de vestir, mirar y hablar; cuando lo hacía uno podía distraerse por las dos piedras incrustadas en sus dientes incisivos superiores.

El contenido era inseparable de la forma en su cuidadoso acto de afectar el espacio con su presencia. Tenía una autoimagen cuidada, un tanto narcisista, y todo en su apariencia externa era estudiado. En 1982, cuando expuso en el Centro Internacional Colón, nuestras reuniones se hicieron más frecuentes.

Genio y figura

He leído que era parsimonioso y tranquilo al conversar. Con los años comprobé que tras su amabilidad y respeto se escondía una persona firme y autocrítica. En el taller de Edwin Cantillo —ubicado en San Ramon de Tres Ríos— donde también coincidimos, le gustaba, provocar y causar discordia. No era ciertamente un pacifista al estilo de Gandhi.

Transitaba entre la introversión y la extroversión en distintos estadios emocionales y con suma rapidez. Alternativamente callaba y luego hablaba mucho, especialmente cuando le apasionaba un tema filosófico. A veces dejaba de verlo por meses —era cuando desaparecía— hasta que emergía súbitamente de sus prolongados exilios con nuevas obras, ideas y poemas.

Era insaciable en su curiosidad por lo exótico, infatigable lector y sensible en su experimentación plástica, particularmente cuando se trataba del oficio que solía concretar intuitivamente, pero con una «cocina» o en sus palabras «carpintería» en mejora continua.

Tomaba elementos de lo que veía y los hacía suyos con un eclecticismo que nutría una obra reminiscente de sus memorias y apropiaciones de los lugares que lo marcaron sensorialmente.

Pienso que una obra de arte es realmente arte, cuando se hace con el cuidado que un carpintero haría un mueble bien hecho, con la dedicación que en esa obra pondría un buen carpintero. Si mi pintura tiene un valor trascendente, (es) porque en ella hay conciencia de trabajo (Garita en 1975 al «Semanario Universidad»).

A principios de las setenta —sin dejar de entrever su formación autodidacta— desarrolló obras con un mejor oficio bajo la innegable influencia de Cantillo, en cuyo hogar y taller vivió y trabajó por muchos años.

Ciertamente había estudiado restauración en México, pero eso no fue decisivo. En sus propias palabras:

No podría decir hasta donde me ayudó más o menos que, por ejemplo… ¡una naranja! Porque somos todo eso. Un cúmulo de experiencias diversas. Una suma de todo.

Garita vivió sumando aprendizajes, anclado existencialmente en el presente, por lo que rara vez discutía sobre utopías del futuro como lo hacía su amigo Edwin Cantillo que lo tildaba de «primitivista». Amaba lo que hacía y declaraba sin ambages que:

Los que pintamos, somos como los que amaron. A veces mejor, otras peor, pero partiendo del saber amar, todos los amores pueden estimarse como igualmente valiosos («Excelsior», 1976).

Fue un solitario por elección o lo que llamaría un introvertido que vencía su timidez cuando conversaba sobre lo que le gustaba; hacía lo que quería y era el centro de atención. Aunque coyunturalmente se sumó tardíamente al grupo «Tótem» —liderado por Carlos Barboza— en los últimos dos años de la existencia de este ya tenía un currículo y ambiciones claras.

Para Barboza la obra de Garita se diferencia en los sesenta porque:

Pintaba con sentimiento fauvista, es decir, era un salvaje tierno e impulsivo, que llena de colores primarios sus telas, con volumétricas pinceladas.

En la siguiente década, su obra gradualmente abandona los empastes gruesos, más por su costo económico que por preferencia expresiva, en favor de composiciones más geométricas por la inclusión de arcos, columnas y la proporción aurea en obras que semejan ventanas figurativamente unas veces y literalmente en otras. También, como parte de su indagatoria, exploró la cabeza humana. Aunque su objetivo no era convertirse en un «retratero»; el género del retrato prolifera en su producción hacia finales de la década.

Algunas de sus exposiciones en retrospectiva lucen «horrorosas» —como reconoció en vida— lo que le llevó a destruir obras en su posesión. Pero, lo que merece rescatarse es su capacidad para componer intuitivamente en un proceso plástico sustentado, consistentemente, por la gráfica que se evidencia en la mayoría de sus pinturas a lo largo de 37 años.

La composición de la mayoría de sus pinturas en óleo, acrílico o técnica mixta está sostenida por el dibujo en su obra de madurez, estructurada geométricamente, aunque sin perder su simplicidad; con pinceladas sucias en sus primeras etapas, mucho más salvaje por sus colores y empastes gruesos. Por ello, resulta importante que la muestra haya dedicado un espacio al acopio de dibujos a plumilla y carboncillo, y a algunas acuarelas que en varios casos se convirtieron en bocetos para obras mayores.

Tras su última exposición individual en vida, realizada en 1987 en la Galería Centro de Arte 2000, cesaron nuestros encuentros. Ese fue el último año en que escribí sobre su trabajo. Coincidentemente, renuncié a la crítica en el diario La Nación y me fui a estudiar una maestría al extranjero mientras Garita se refugió una vez más en la selva tropical de la que solo la muerte lo pudo sacar.

Mitos a revisión

Tres lecturas de la obra y proceso de Garita han reiterado diversos mitos que —aunque son meras percepciones— al repetirse sin cuestionamiento se transforman en realidades. Me recuerdan mucho a don Paco Amighetti, cuando en uno de los atardeceres que compartimos frente a su célebre ventana, sostenía que «el día que muera se acabará la historia del arte de Costa Rica». En otras palabras, que su muerte nos privaría de toda la información que nunca se atrevió a compartir públicamente.

En el caso de Garita, que admiraba profundamente el oficio artístico de Don Paco, evitar los cuestionamientos sobre los mitos perpetuados con base en percepciones hace un flaco favor a la comprensión de su proceso y su legado artístico.

Si aceptamos como válido el testimonio del propio artista para unas cosas, debería entonces contar para otras. A menos que reconozcamos que nuestra lectura es sesgada por una disonancia cognitiva que nos lleva a editar la narrativa para crear una ajustada a nuestros intereses.

Surrealismo

Yo puedo tener dentro de mis cuadros relaciones con el surrealismo, pero es más actitud que de elementos (Disifredo Garita, «La Nación», 1979).

Garita no fue un surrealista ya que no seguía los métodos de producción intelectual de dicho movimiento. Se ha hecho una lectura forzada de las influencias del surrealismo en su obra a raíz de sus estudios en México. No hay paralelo trazable entre la obra de artistas como Remedios Varo y Leonora Carrington, por ejemplo, las obras expuestas como Sueño, homenaje a Escher, un óleo sobre tela de 1979 o Doña Angela va a la pulpería, un óleo sobre tela del mismo año.

Garita tiene más que ver con el arte naif, mal llamado primitivo, del que hablaremos más adelante. No obstante —aunque era estudioso— componía viviendo intensamente el momento, libre conscientemente del intelectualismo y las influencias de los surrealistas.

Por otra parte, su estilo no correspondía con la expresión desinhibida del inconsciente, caracterizada por los sueños, pesadillas y símbolos neuróticos freudianos. No fue la única vez que se le trató de encasillar en una escuela artística, antes fue llamado —sucesivamente— fauvista, expresionista y surrealista.

Alquimia

Todo aquello que para otros es una alquimia, insondables secretos, para mi carece de toda importancia (Disifredo Garita, «Excelsior», 1976).

Los libros y textos de estudio de Garita mezclaban arbitrariamente disciplinas como las matemáticas, la química, la filosofía con la metafísica, la mitología y presciencias como la alquimia. Pero como sabemos, leer profundamente sobre algo, no me transforma en lo que aprendo. De la misma manera que un grado académico en filosofía, por ejemplo, no me convierte en filosofo, leer y practicar la alquimia no me convierte en un ocultista o un alquimista.

De hecho, desde sus orígenes, la alquimia ha estado relacionada con la elaboración de medicamentos, las artes metalúrgicas y la fabricación de cerámicas, perfumes, pigmentos y colorantes. Por ello, los pintores florentinos del siglo XIV eran parte del gremio de los médicos y los boticarios.

Un factor de influencia, en este particular, fue la entrañable amistad de Garita con Cantillo, quien investigaba la elaboración de materiales pictóricos en su taller y sustituyó sus pigmentos importados por los que terminó elaborando con su familia hasta crear una industria que abastece el mercado local hasta el día de hoy.

Por eso, Garita asigna a partir de los setenta tanto peso al oficio y a la experimentación. De hecho, puntualizó:

Pintar es para mí, más que nada, cumplir con experimentos imprescindibles… Yo no me ando con secretos técnicos o escondiendo esto (que) no tiene la categoría… de aquello otro («Excelsior», 1976).

Se trata de vincular esta obsesión de un autodidacta por la investigación experimental de los materiales con sus imágenes fantásticas y hasta «alucinantes» según la percepción general. Reitero, estudiar alquimia no me convierte en alquimista.

Simbolismo-onírico

Si hay armonía en toda la ordenación del universo, no debemos pensar y forzar nada. Eso nos haría añorar o soñar. Nos haría recordar. Y para mí, recordar y proyectar es un delito, porque esa es una manera de negar la vida («Semanario Universidad», 1975).

Hay cierto simbolismo sugerido en sus paisajes a partir de los elementos del mundo natural que le rodearon de manera vívida en Guanacaste, Limón y San José. Por ejemplo, la presencia de los hongos, la salamandra, el gato y el búho son vinculados en ciertas lecturas curatoriales al universo del alquimista; se les atribuye una carga simbólica particular en representaciones que evocan el sueño, la revelación, la muerte y la destrucción.

Pero nos consta que, para Garita, el sueño y su evocación en el plano pictórico son una negación de la realidad del presente a la que tanto se aferraba existencialmente. Para el pintor, no forzar nada, ni pensar nada, implicaba aceptar la realidad tal y como es.

No obstante, le daba cierta vergüenza explicar por qué representaba en su obra un determinado animal en determinada posición o gesto. Una prueba más de su intuición. Cierto grado de desesperación por interpretar los elementos en sus composiciones es producto, entonces como ahora, de un ejercicio intelectual —conceptual— que su obra claramente resiste por no ser estrictamente racional.

Por ejemplo los hongos —tan comunes en las experiencias psicodélicas de numerosos pintores y poetas de los setenta y principios de los ochenta— han sido incorporados a la iconografía artística tanto occidental como no occidental desde la antigüedad.

En la cultura Maya, por ejemplo, se han encontrado objetos de piedra que describen rostros en un estado parecido al sueño o con una expresión de trance que explica la importancia de los hongos para producir alucinaciones o trances. De hecho, los códices mayas incluyen descripciones de hongos alucinógenos.

Estas figuras aparecen también en pinturas medievales cristianas. Por ejemplo, en el panel a mano izquierda del «Jardín de las delicias» de Jerónimo Bosch (1450-1516). Otras representaciones artísticas a través de todas las épocas muestran al hongo Amanita muscaria, con sus propiedades psicotrópicas, asociado a usos sociales, religiosos y hasta terapéuticos.

Los hongos que representa Garita son rojos evocando la Amanita muscaria que se encuentra en el suelo en lugares altos de Costa Rica. Oleos en la muestra —realizados entre 1982 y 1987— muestran una distorsión de la perspectiva, el ritmo y el movimiento. Otro tanto ocurre con sus representaciones de cabezas cuyos cuellos evocan los tallos de los hongos.

Garita no reconstruye su memoria a la manera de otros artistas que fijan como en una foto, por ejemplo, el paisaje de hongos o las alteraciones de una dimensión espacio-tiempo por alucinaciones inducidas, sino que revive el momento y lo pinta para no negar su realidad.

Intuición naif

Si Disifredo Garita no es un surrealista, ni alquimista, ni simbolista, ¿qué es entonces? Es lo que siempre fue —aunque experimentará distintas fases en su desarrollo que se pueden puntualizar, historiográficamente, más en términos de oficio y tema que conceptualmente— un artista naif con una intuición primigenia.

El término francés naïf —que se traduce como ingenuo— se aplica a creadores que tienen espontaneidad, acercamiento intuitivo a la realidad, formación autodidacta, colorido brillante y libre interpretación de la perspectiva (que incluso puede estar ausente).

Aunque Garita —como se ha dejado claro— se obsesiona con el oficio o lo que llama «carpintería» del objeto, y no profundiza en teoría artística alguna. Cuando cita a artistas y pensadores lo hace de manera genérica e indiferente y a veces hasta pronuncia y escribe mal sus nombres. Rehúye las categorías que confinan su presente y su experimentación.

Para él es irrelevante la identificación de influencias de técnicas o ideas en su producción, por lo que se dice con relación a sus exposiciones:

Me han dejado el desinterés definitivo por los mundos del creer, o el dudar. Solo me interesa el mundo del sentir («Excelsior», 1976).

Como otros conocidos miembros del arte naif (pensemos el francés Henri Rousseau o el hondureño José Antonio Velásquez), pinta lo que desea o le parece más adecuado sin dejarse influir o regular por las normas convencionales. Además de hacer a un lado las técnicas y las teorías artísticas establecidas, permitía que las experiencias de la niñez que lo marcaron y conmovieron fueran revividas en sus obras como si estuvieran ocurriendo delante de él nuevamente.

Lo anterior es evidente en pinturas al óleo como Muchacha que se siente observada de 1966, donde el colorido vivo, la sensualidad en la línea, su sencillez compositiva y, por consiguiente, la armonía de conjunto, testimonian la sensibilidad e inteligencia en Garita.

En una vena similar Mi escuela (un óleo de 1977) registra en dos ambientes separados por una ventana —figurativamente hablando— que comunican dos realidades separadas, la cotidianidad rural y la promesa del conocimiento, mientras un personaje a medio cambio entre ambas no mira atrás.

En esta última vertiente, cargada emotivamente, se exhibe una composición de 1978 sin título; un paisaje rural de la infancia en Guanacaste. Un campesino, posiblemente su padre, transita en la mitad de la composición hacia el monte. O la técnica mixta de 1982, también sin título, representa otra escena familiar de su vivencia con escenas colindantes entre la siembra de arroz de la que vivía su familia y las mujeres bañándose y lavándose en el río.

Como un genuino naif, hay una palpable integridad en sus intenciones como pintor. Por ello, puede abordar con absoluta libertad la vida campesina, la vida familiar, las costumbres, las tradiciones y hasta la espiritualidad con imaginación casi fantástica e innegable vitalidad.

Una última característica que empata la conducta de Garita con la de los artistas naif es el hecho innegable de que nunca se convirtió en un mercader o especulador. Intencionalmente pudo vivir de su obra sin poner precios exorbitantes a tono con las ambiciones de otros artistas en el mercado.

¿Qué si se puede vivir de la pintura…? ¡Mírame! Todos pueden vivir de la pintura si quieren. Lo que pasa es que la gente cobra locuras por sus cosas ¿20,000 dólares? Te dicen y ni se arrugan… Eso me parece una exageración («Excelsior», 1976).

Eso también explica por qué la mayor parte de su obra forma parte de colecciones privadas.

Además, su acercamiento a la realidad sin premeditación se enlaza con su capacidad de percibir o conocer de inmediato la realidad que le rodeaba sin que interviniera el raciocinio o la capacidad deductiva.

Dice el filósofo y esteta italiano Benedetto Croce (1866-1952) que:

El arte es intuición o expresión puras, pero no intuición intelectual a lo Schelling, ni logicismo a lo Hegel, ni juicio como en la reflexión histórica, sino intuición limpia de concepto y de juicio, la forma auroral de conocimiento, sin la cual no podemos comprender sus formas ulteriores y compleja («Breviario de Estética», 1913, p. 142).

En otras palabras, por estar limpia de sugestiones intelectuales y lógicas, la intuición en la creación artística puede comunicar pensamiento y pasión.

Rompimiento con las vanguardias

Esto denota por parte de Garita un rompimiento tácito con las vanguardias artísticas que emergieron en el siglo XX; que como ya hemos puntualizado en artículos anteriores se enfocan en el concepto intelectual en detrimento de la intuición emocional.

Todo el esfuerzo del arte moderno, posmoderno y contemporáneo ha sido consistente en el abandono de la representación de la realidad para enfocarse en lo que el hecho artístico significa racionalmente, en lugar de lo que es creativamente.

La fuerza de la pintura de Disifredo Garita, su atractivo principal, independientemente de la irregularidad que exhibe en distintas etapas, reside en su primigenia intuición. No le importaban mucho sus etapas, si evolucionaba o no, ya que para él la pintura se producía en un eterno continuo y su valor cambiaba con el tiempo. En sus palabras:

Yo simplemente pinto como me siento, y así puede ser que, para algunos, mi pintura de hoy sea más mala que la de ayer, o viceversa.

Aunque amaba intensamente la vida presente, temía envejecer, enfrentar la entropía que conduce inexorablemente a la muerte. Nunca hablamos de su legado, ni de la eternidad, pero siempre resultó evidente que su obra era su religión. En ella crecía la vida hasta tocar el cielo, que para Garita era lo mismo que la tierra.

Nunca expresó en vida preocupación por el futuro de su obra o su legado tras «cruzar el umbral» de la muerte a la que temía. Sin embargo, consideraba que «la vida es eterna y los valores de mañana no serán tales sin los de ayer y los de hoy mismo».