Todo el mundo al Marabú, la boîte de más alto rango, donde Pichuco y su orquesta, harán bailar buenos tangos.

Así decía el cartel y, allí dentro, en el escenario del subsuelo de un edificio italiano de la calle Maipú 359, una orquesta de «punta en blanco», como quería Pichuco, hacía vibrar a los bailarines en el piso damero blanco y negro. Un día, el gordo le dijo a Fiore, «¿vos te animás a vestir a la orquesta?» Y Fiorentino que, además de cantante, tenía el oficio de sastre dijo: «claro, pidámosle al ‘ruso’ que nos ayude con las telas». El «ruso» (como amigablemente llamamos a todos los judíos en Buenos Aires) era el violinista de la orquesta, Pedro Sapochnik que, por ser judío, tenía contacto con los negocios «del Once». Antes de subir al escenario, Troilo controlaba el color de las medias de todos los muchachos y, en la escalera, a medida que iban subiendo, Fiorentino les decía a todos, «Kolynos, muchachos, Kolynos». Para los que no entienden, Fiore quería decir, sonrían, muestren los dientes, como en la publicidad del dentífrico Kolynos.

Fiorentino nos enseñó a vestirnos bien jaileifes para presentarnos ante el público y eso se lo reconoceré siempre.

(Aníbal Troilo).

Cierta vez le explicitó a Horacio Ferrer: «El escenario es una isla mágica, uno no debe aparecer vestido como si lo encontraran en el café de la esquina, porque ¿quién le va a pagar a uno para verlo en el café de la esquina? El Gordo empilchaba siempre de primera. El smoking negro a medida tenía una caída impecable, bajo sus puños sobresalían unos sobrios gemelos, el moño negro, el pañuelo blanco apenas asomaba del bolsillo superior del saco y el pantalón con botamanga no presentaba ni la más mínima arruga, el pelo rigurosamente engominado y lo envolvía la fragancia del perfume francés. El Gordo suscribía con firmeza aquella frase de Oliverio Girondo: »No confundir bohemio con camiseta sucia».

Ya la noche se vestía de fiesta, y las coperas de riguroso vestido de satén y boa de plumas de Marabú, distraían a los visitantes. Sí, parece mentira, pero un pájaro africano le dio el nombre al mítico «Cabaret Marabú», el pájaro Marabú. Sus plumas estaban asociadas al striptease y al music hall; una prenda para ocultar y, al mismo tiempo, juguetear. Cuentan que había tanta gente, que las coperas llegaban a tomar 200 copas por noche, pero, claro, era agua con colorante. Ya sabemos que las coperas trabajan a comisión con el bar, cuantas más copas les invitaban, más contentos todos.

El barman del Marabú era «Manolete», encargado de hacer los tragos; entre los más famosos, el «Berlín 45» representado por ¼ vodka ruso, ¼ coñac francés, ¼ gin inglés y ¼ whisky norteamericano, ¿vos me entendés? ¡Explosivo!

El Marabú se inauguró en 1935, un año antes que el Obelisco. Y si el Obelisco, como dijo el poeta, era «un trozo de tiza en el pizarrón de la noche», el Marabú fue uno de esos pizarrones. En la misma calle Maipú, había cuatro cabarés más, «Sombrero de copa», «El Niza», «Casanova» y el «Maipú Pigalle», además, en la esquina, el bar «Pichin»; a la vuelta el «Cabaret Goyesca». ¡Qué fiesta que era Buenos Aires!

«La máquina de River», los jugadores del equipo, seguía al Gordo. Allí iban a bailar Moreno, Pedernera, Labruna, Deambrosi, y muchas noches de sábados se hacían madrugada de domingo y ¡minga de concentración! La máquina salía al Monumental con sueño, pero con la música del Gordo en los oídos. Es que la orquesta de Pichuco era como un equipo de lujo… como aquel River. El estreno de la orquesta en el 37 se compartía con los inicios de las obras en el estadio Monumental. Un año especial para el River campeón.

Un día del año 1939, Pichuco le dice a Baralis (violinista), «necesito un bandoneonista». Baralis piensa, y se acuerda de que había hablado con un pibe que venía todos los días a escuchar a la orquesta en el Germinal, que era bandoneonista. Este pibe le dijo que era un tremendo admirador de Troilo. Que había vivido en Nueva York y que su familia había vuelto a radicarse en Buenos Aires. Tenía solo 18 años cuando Troilo lo encuentra al final de un ensayo y le dice, «tráiganle un bandoneón, tocáte algo nene», y el joven toma el bandoneón y toca «Rhapsody in Blue» de Gershwin. Cuando termina, Troilo lo mira con cara rara por lo que eligió para tocar, mueve la cabeza de un lado al otro, pero lo hizo muy bien y le dice bueno, «ahora tocáte un tango». Orlando Goñi, tras apoyar su vaso de whisky sobre la tapa del piano, le dice «Pibe, dejá eso para los yanquis». Y los sorprendió por su habilidad con el instrumento y le dijo, «¿podes estudiarte el segundo bandoneón?» Ya lo sé de memoria, le contestó, y, «¿tenés un traje azul?» «Si tengo». «Bueno, entonces veníte a tocar mañana». Así fue como comenzó esta relación con este joven que se llamaba Astor Piazzolla.

En sus comienzos la orquesta tocaba lo que se llamaba «a la parrilla» o sea sin partituras. Esto no quiere decir que no ensayaban, y tampoco que era improvisación. La orquesta del Gordo funcionaba como una máquina, y sin partituras, hasta que llega Astor, que empieza a colocar arreglos que la orquesta debía leer y aprender, por eso era un poco cuestionado por sus colegas.

Le preguntaron a Astor cómo se llevaba con Troilo, y dijo, «el Gordo solo se enojaba cuando yo arreglaba. Yo trabajaba en colaboración con él, yo escribía y él borraba. Siempre me decía, ‘arregla, pero no me hagas cosas raras, no te olvides de que nosotros tocamos para el bailarín’». Astor le decía, «la gente no siempre quiere bailar Pichuco». Cuenta que, en una de las milongas de carnaval en el club Boca Juniors, en un momento la orquesta toca dos arreglos de su autoría, y que la gente deja de bailar, y se vienen al escenario para escuchar, estos eran «Inspiración» y «Chique». Con su sarcasmo, Astor mira al Gordo y le dice, «¿viste que no siempre la gente quiere bailar?» «Si ya sé», dijo el gordo, «pero no me hagas ‘cosas raras’».

Cuando el padre de Astor supo que Troilo había incorporado a Astor a su orquesta, don Vicente hizo un viaje relámpago desde Mar del Plata, que culminó en una tallarinada que hizo la mamá de Pichuco, doña Felisa, en la casa de la calle Soler. Cuando se despidió, lagrimeando, le dijo a Troilo: «Cuídelo bien al pibe, mire que tiene apenas 18 años, usted sabe lo que es la noche, los cabarets, las mujeres, las timbas». El Gordo lo tranquilizó: «Yo me ocupo de todo». Cerrada la puerta y como esa noche la orquesta no actuaba, Astor se quedó un rato charlando con Pichuco. Y, de pronto, le dijo: «¿Qué le parece si nos vamos a ese tugurio de Avellaneda que se llama el Doble Tres? En una de esas hacemos una diferencia jugando al pase inglés». Troilo movió la cabeza y solo atinó a decir: «Pero vos sos un diablo». Volvieron a las 5 de la madrugada del día siguiente. Secos los dos.

El Gordo, era un gordo bueno. Disfrutaba de estar con sus amigos y su gente. Era muy común que, a la salida de la milonga, él dijera, «¿vamos a comer un asado a casa?» Y los amigos decían que sí, y se iban a su departamento y hacían un asado en el balcón. Los vecinos ya estaban acostumbrados y, seguramente, también querrían al Gordo, porque nadie decía nada. El asado comenzaba a las 6 am y, después de eso, se iban a tomar un whisky al bar. Así era Troilo, de noches interminables.

El general Perón era un ferviente admirador suyo, y cuenta Troilo que cuando se enteraba de que Perón entraba al local donde estaba tocando, hacía que la orquesta arrancase con los compases de «El Entrerriano», que era su tango favorito.

Troilo además de un gran músico y una excelente persona, tenía un gran olfato popular, y se dio cuenta de que había que juntarse con buenos poetas, gente como José María Contursi, Homero Manzi, Homero Esposito, Cátulo Castillo, Enrique Cadicamo. Cuenta el hijo de Homero Manzi que su padre, cada vez que veía al Gordo en un café, lo invitaba a caminar, y el Gordo pensaba, «¿qué quiere este tipo?» Pero después de 2 o 3 veces, le dijo, «¡vos sos un capo! Yo te quiero para mí». Fue así como se pusieron a trabajar y, en 1942, escribieron el primer tango que fue «Barrio de tango»; luego vinieron muchos más, los cuales escribieron paginas inolvidables de la historia del tango: «Romance de Barrio», «Che bandoneón», «Discepolín» y, por supuesto, «Sur». Para nosotros los porteños, el barrio juega un papel muy importante en los recuerdos, en el corazón, en nuestra historia. El barrio y sus personajes; los vecinos y esa mistura cultural, los acentos diferentes en su modo de hablar, y los estilos de cada familia para decorar sus casas, son un símbolo de los barrios porteños. Homero Manzi represento la descripción, la nostalgia.

Cátulo Castillo profundiza los sentimientos y aparecen los tangos «María», «La última curda», «El ultimo farol».

La orquesta de Troilo grabó hasta el 24 de junio de 1971 con RCA Víctor, día en que dejó registrada la última de sus 449 versiones. Otros famosos cantantes como Edmundo Rivero, Jorge Casal, Roberto Goyeneche y más, pasaron por la orquesta. Sesenta de estas obras de arte, eran de su autoría como compositor.

En 1951, Homero Manzi, ya muy enfermo, sigue escribiendo desde el hospital y le pasa a Troilo la letra del último tango que hacen juntos, y el Gordo, muy triste de escuchar a su amigo ya moribundo, desde su casa, agarra el bandoneón y le hace escuchar a Manzi, por teléfono, la música que estaba componiendo, dedicada a otro amigo que ambos amaban, que en ese momento también estaba con muchos problemas. El tango se llamó «Discepolín», en honor a Enrique Santos Discépolo.

Homero Manzi murió en mayo de 1951 y Discépolo en diciembre del mismo año. Esta situación fue muy dura de asimilar para Troilo, él decía «con cada amigo que se muere, se muere un pedazo mío, uno no se muere de una sola vez, uno se muere de poco». Durante el velatorio de su amigo Manzi, se va a su casa y fue allí donde escribió el tango «Responso». Troilo componía cuando tenía una necesidad espiritual de hacerlo.

Pichuco, como lo describió muy bien Gobello en uno de sus libros, era «El colmo del afecto».