Entre las acepciones más certeras que la Real Academia de la Lengua española da a la palabra «política» está «arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados». Desde Maquiavelo —e incluso mucho antes, desde los tiempos del astuto sobrino de Julio César, Octaviano, que pasaría a la Historia como el primer emperador de Roma, el gran Augusto tras el asesinato de su tío—, la política es efectivamente un arte. El arte de hacer posible lo que imaginamos, algo inherente al ser humano. Sin política no podríamos convivir en sociedad, entender nuestras limitaciones y solventarlas. No existiría el concepto de progreso. Sin embargo, en medio de una pandemia mundial que no se vivía desde 1918 hemos visto que la política ha pasado a ser una doctrina totalitaria, incluso un grave problema para los ciudadanos en una circunstancia en la que necesitan más que nunca certezas.

En el caso de España, el problema se manifiesta a través de una clase política que solo piensa en términos electorales y de mercadotecnia política y que lleva años fomentando hasta el paroxismo la división artificial, insolidaria y mezquina, entre rojos y fachas, como si las personas no fueran capaces de pensar por sí mismas. Al generar debates estériles y broncos, ocultan, gobierno y oposición, su incapacidad de gestión, de aportación de ideas al debate político real. Presumen de saber leer cifras e intenciones de voto, pero no conectan con las necesidades reales de los ciudadanos —un paro rampante, unas cifras económicas más que preocupantes y una crisis sanitaria con muertos que no han sido respetados ni contados—, con discursos arcaicos de principios del siglo XX sobre las barricadas, qué es ser de izquierdas y dónde debe ir el Rey. Si el representante de todo un país no puede hablar o moverse libremente por su territorio, ¿qué les queda al resto de ciudadanos? ¿El ostracismo? ¿El gulag?

La ficción de series como la norteamericana House of Cards o la francesa Baron noir, donde no hay atisbo de proyecto político ni un mínimo de integridad moral en los protagonistas líderes políticos, se traduce, en la realidad, en una clase elitista de jóvenes que se creen sobradamente preparados, aunque no lo estén, a los que solamente les interesa salvar su puesto y privilegios. La demonización del político ha llegado y no es baladí. Supone la desconfianza también en las instituciones que pretenden manejar a su antojo para pseudo proyectos de prospectiva de país —como el instituto fundado por el jefe de gabinete del presidente de gobierno, Iván Redondo— cuando ni siquiera son capaces de leer o gestionar su presente. Salvando la extrema complejidad de la situación actual —una situación que, según el director del Centro de Alertas Sanitarias y portavoz oficial en la pandemia, Dr. Fernando Simón, era previsible—, no se han activado mecanismos suficientes para afrontarla y esta clase política con nulo sentido de servicio público se ha visto sobrepasada.

Hay que aprender de los errores, que se cometerán sin duda, pero tener también la humildad suficiente de querer hacer bien las cosas, de ser lo más transparentes posibles y no vender humo cuando se necesitan certezas solo para ganar votos. Siguiendo las ideas del ínclito Redondo, la comunicación política conecta con la parte más irracional y sentimental del cerebro humano: las emociones. Un jovencísimo, desconocido y católico sureño William Jefferson Clinton evitó, casi contra todo pronóstico, la reelección del profesional WASP George Bush Sr. con un lema como «es la economía, estúpido». Barack Hussein Obama se convirtió en el primer presidente negro en toda la historia de los Estados Unidos apelando al espíritu emprendedor y motivador de ese país: «Yes we can» (Sí podemos). Pero más allá de slogans políticos, los ciudadanos necesitan acciones reales y operativas en unas circunstancias tan inciertas en tantos frentes —económico, institucional, sanitario. Hechos, no palabras. Política, no politiqueo.

Sin embargo, España no es el único país que tiene problemas en este terreno. La primera potencia mundial hasta este momento —Estados Unidos— se enfrenta el próximo mes a una de las elecciones más decisivas tras haber elegido a un megalómano narcisista exempresario del show business como líder. Hay una gran máxima en comunicación política y es la importancia de los tiempos, el timing, porque, eventualmente, cualquier proyecto de liderazgo político cae; incluso las dictaduras, por muy duras y largas que sean. Pero lo que no pueden es quitar a los ciudadanos el derecho de pensar y actuar. Para ello, los medios no pueden quedarse impasibles a la hora de informar sobre personajes del calado del Sr. Trump. Tienen que definirlo tal y como es. La gente necesita saber a qué se enfrenta. Y si, irracionalmente por puro sentimentalismo, como ya ocurrió en Alemania, se elige la opción más ilógica y extrema ya no podrán decir que no estaban avisados.