A los cuarenta y cinco años cumplidos, Goya sufrió una grave enfermedad que casi le mata. De haber fallecido en aquel momento de su vida, año de 1791, la obra pictórica hasta entonces realizada por Francisco José de Goya y Lucientes (1746-1828), no le habría encumbrado jamás al Olimpo del arte en el que todos los humanos que estamos vivos le hemos encontrado. Al menos no lo habría hecho más de lo justa que ha sido la historia del arte con muchos de sus coetáneos. De haber tenido un desenlace fatal aquella grave indisposición, que se presentó con tremendos dolores de cabeza, vértigos y dificultad para respirar y caminar, también se refieren alucinaciones, Goya sería un pintor de cartones para tapices y retratos, del nivel de los buenos maestros que trabajaban, como él, para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, y pintor de cámara de Carlos IV. Como otros tantos artistas. Cierto que, ya para entonces, y aunque su obra independiente en la época que cayó enfermo en Cádiz era casi ninguna, todos reconocían en él un fuerte talento artístico.

Mucho se ha escrito sobre este suceso. En los boletines del Museo del Prado, se recoge la licencia real, otorgada a Goya para viajar a Sevilla y luego Cádiz, considerando que aquellos aires más cálidos mejorarían su salud. Goya fabricaba algunas de sus pinturas, en especial el blanco, a base a albayalde (carbonato de plomo). Esta costumbre de siempre, se considera la causa principal de que padeciera de saturnismo o intoxicación por plomo. Sus cefaleas, dolores abdominales y dificultad para caminar, perdida de equilibrio, deterioro grave de la audición y convulsiones; contrariamente a lo que se esperaba la sintomatología se agravó en su viaje a Andalucía.

La secuela más conocida de esta etapa de debilidad física y ansiedad fue una cofosis bilateral que, después de los primeros meses de escuchar apenas zumbidos, le dejó sordo para el resto de su vida.

Algunos de los partidarios de esta hipótesis, en relación con su enfermedad, alegan, también, episodios de alucinaciones. En consecuencia, se atribuye a una especie (permítanme los colegas la licencia) «psicosis saturnina», que Goya padeciera de por vida un desdoblamiento de personalidad, o al menos una disonancia cognitiva que afectaría a su forma de expresarse plásticamente. La hipótesis de la intoxicación saturnina, que se debe al psiquiatra norteamericano William Niederland (Las enfermedades de Goya,1972) , decae mucho cuando se sabe, por las facturas que pagaba tacañamente a Pedro Gómez por mezclar polvos y aceites para las pinturas de Goya. Y también, como ocurre en el caso de las dos otras hipótesis que se barajan: síndrome de Susac y sífilis, como causantes de esa enfermedad que lo vino a cambiar todo, porque no existe evidencia documental de sintomatología delirante, excitación mental extrema o episodios de convulsiones, destacables.

Por eso, con lo de la «psicosis saturnina», me refiero a que, por lo que vamos entendiendo de su vida y obra, las secuelas mentales y neurológicas de Goya no parecen ir más allá de un agravamiento de su carácter huraño.

Los que conectan con la idea de un trastorno mental o conflictos psicológicos serios en Goya, aluden, por el contrario, que esta información veraz al menos nos puede poner sobre la pista de déficits cognitivos, como la disonancia y trastornos de conducta que mediarían en la aparición de un estilo oscuro y hasta dramático en el pinto. En contraste con la luminosidad barroca de sus obras institucionales y retratos de enorme calidad figurativa. El ejemplo para contrastar suele ser La Familia de Carlos IV, un rey conocido como «el cazador», por ser esta la única habilidad que se le reconoce, en el que Goya sigue la línea de Diego de Velázquez. No obstante, en las obras en las que Goya ejerce como pintor de cámara primero y primer pintor de cámara después, expresa una enorme habilidad psicológica para capturar la apariencia (y me refiero a lo que parece, pero no es) de los sujetos que pintaba.

En algunas cartas que envió a Bernardo de Iriarte, donde manifiesta su hartazgo por la pintura de caballete y muestra su deseo de pintar diferente, con más libertad, se han visto, también indicios de demencia. «El capricho y la invención no tienen ensanche», escribía en una de ellas, en 1794. Probablemente, algunas opiniones de irracionalidad emitida por ilustres de su época llevan a estas personas a considerar que Goya tenía un no sé qué de «loco». En mi estudio y análisis, no encuentro disparatamiento clínico alguno, al menos por el momento, sobre todo descartada por casi todos la sífilis. La sífilis, en tiempos de Goya, acortaba más la vida que la desnutrición. Como las demás patologías señaladas, produce hipoacusia y sordera permanente. La neurosífilis que se le asocia — crisis epilépticas, demencias e infartos cerebrales —, dada la medicina de la época, resultaba poco compatible con la vida. Goya vivió hasta los 82 años en tiempos en los que la esperanza de vida de una persona apenas si pasaba de los 48 o 50 años de media. Por otro lado, no hay historiador que atribuya a Don Francisco especiales dotes de seducción o habilidades de cortejo, ni tampoco los hay que le consideren carencia hacia la prostitución.

Ni rastro del «otro»

La fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos.

(Francisco de Goya)

Estamos, aún, en época de Inquisición Dominica, Real y Pontificia, si bien residual muy mermada en su poder. Ya solo se resistía a desaparecer en España. Aún, con todo, en 1814, Goya sería denunciado por el Tribunal del Santo Oficio, por pintar obscenidades, al mostrar parte del vello púbico en la Maja desnuda. No sé si lo sabían, pero la Maja desnuda no volvería a ser expuesta al público para su contemplación hasta el año 1900.

La mentalidad sociopolítica de entonces era extremadamente conservadora. La guerra que libró al país de Napoleón y nos trajo a Fernando VII, el felón absolutista, también limitó el movimiento liberal. El liberalismo abogaba por el parlamentarismo representativo, Constitución y Rey constitucional. Goya se adscribió a esta corriente de pensamiento. Su hartazgo a la pintura de la corte o los retratos de ilustres, no le impidió pintar oficialmente a Palafox, retratos para la Junta del Canal Imperial de Aragón, de Fernando VII y el duque de San Carlos. El hilo argumental de su necesidad de expresar la realidad a partir de sus convicciones y psicología corría paralelamente con Los Caprichos, a los Desastres de la Guerra o los Disparates. Hay quien sostiene que en esas obras podemos encontrar a un Goya trastornado. Quizá se refieren a un hombre preocupado y nervioso, ansioso y exigente, por cómo expresar los acontecimientos que vivía. La pintura era vocación y le poseía neuróticamente. Pero esto no es, ni siquiera lo causa, un desdoblamiento de la personalidad hacia su lado oscuro de la luna. Goya no se acomodó al sol que más calienta, pero sabía bien lo que tenía que pintar para sobrevivir, incluso vivir cómodamente.

No hay un Goya rebelde e indómito, revolucionario cuando echaba la sábana para cubrir del polvo los retratos de «gente famosa» y ponerse con el buril y el aguafuerte sobre las planchas de hojalata para crear las estampas de los Caprichos. Sátira a una sociedad conformista, dominada por el clero y la nobleza. Hay un Goya que juzga los impulsos y las pasiones, de los desmanes de los poderosos. Y puede que, aquí, si aparezca algún indicio de un Goya subterráneo en torno a su razón. Pero, entiéndanme, hablamos más de mal genio, aspereza y terquedad, que de arranque de episodio psicótico detonado por su malestar moral.

El Goya de los Desastres de la Guerra arremete contra la sinrazón. Como en los Caprichos, pero también como en los Disparates o en las Brujerías para la Alameda de Osuna, el artista no expresa, como hay quien lo interpreta así, las tensiones intrasíquicas de una mente esquiziotípica de un excéntrico. En plena guerra contra las tropas napoleónicas, y aceptado que Goya vivió las matanzas en Zaragoza, parece lógico que el pintor experimentara episodios de trauma individual y social. ¿A quién no le trastornaría, aunque fuera pasajeramente, encontrarse envuelto a pie de trinchera en un matadero de humanos? Estos aguafuertes muestran la crudeza de la perversidad que puede alcanzar la mente humana. Nadie sale ileso de una guerra, ni física ni mentalmente.

Los Disparates son, ciertamente, las obras de Goya, a mi entender, más difíciles de interpretar. Y, sin embargo, podrían considerarse los trabajos más analíticos y psicológicos del maño. Más que ninguna otra obra, reflejan, a través de una atmósfera opresiva, el hundimiento progresista del mundo con el que, al menos en una parte importante, se había identificado e involucrado. Los Disparates no son fenómenos que afloran las pesadillas de un lunático, sino visiones oníricas y deslumbrantes, a veces brutales en sus contenidos de violencia y sexo, de imágenes fantasmales que manifiestan el aspecto grotesco de la humanidad. Su complejidad compositiva define esa etapa tardía de Goya que lo encumbran a la historia de la pintura. Los Disparates tienen mucho de precursores de las vanguardias modernas, particularmente del surrealismo y el expresionismo.

Por lo que parece, la agilidad mental del artista para sortear el abismo que separa su producción institucionalizada de su obra libre no obedece a ninguna complicación psicopatológica, ni cursa con algunas de las etiquetas psicóticas que se le han atribuido.

El intento más propositivo para dividir la obra de Goya en dos etapas, para dividir su vida y justificar un desdoblamiento de personalidad, lo encontramos en la maniobra de contratar sus cartones para tapices con las Pinturas negras realizadas a partir de 1819. Entre las paredes de la casa encantada.

Conviene andarse con pies de plomo cuando analizamos algún aspecto de la vida o de la obra de un personaje famoso, como éste, emblemático en la historia del arte español y universal. Más cuando parece que sobre el mismo se ha escrito todo y de todo. Las pinturas murales en óleo al secco de las paredes de la Quinta del Sordo me invitaron a este resumido ensayo, y con la aureola de misterio que acompañan a las Pinturas negras lo acabo. Sin duda, en las que más se han querido ver sintomatología psicopática, esquizofrenias, delirios y disonancia cognitiva. O como poco, los más benévolos, un deterioro progresivo de las facultades mentales del pintor. Goya era ya un hombre muy anciano cuando las pintó en el salón inferior de su casa y en el comedor. Si recuerdas la esperanza de vida de la época, de la que hablamos un poco más arriba, Goya era un viejo muy viejo. Algo de incongruencia mental tendría, es lógico. Goya está sordo, ve poco y se mueve con mucha dificultad. Las pinturas se han conservado gracias a que, a través de la técnica de la cera perdida, se llevaron de las paredes a lienzos. Hoy son emblema de esa corriente expresionista conocida como tremendismo.

Para los vecinos de Goya, aquella casa estaba encantada. Era la comidilla de alcahuetes y supersticiosos. El carácter huraño, neuróticamente introvertidamente bilioso y gruñón, favoreció que corrieran todo tipo de rumores y murmuraciones. Sus sirvientes, más espantados que otra cosa, aseguraban que su señor estaba poseído y se pasaba las noches pintando cosas horribles, demonios y fantasmas. La noticia de que Goya estaba loco corrió más que la pólvora, por el vecindario y por Madrid. Pero, por lo que sabemos, y a pesar de una edad tan avanzada, Goya no presentaba síntomas inequívocos de un trastorno neurocognitivo, lo que hasta no hace mucho se conocía por demencia senil.

Las Pinturas negras son inquietantes y nacen de la mano de un hombre apesadumbrado, como con una pátina de descreimiento, que condicionará la obra y le acompañará hasta su muerte en el exilio de Burdeos. Es más que probable que las fiebres tifoideas de la postguerra, enfermara a Goya (en el autorretrato con el medico Arrieta, parece recoger este hecho). En un tiempo donde se desconocía la penicilina, ni vacuna alguna contra las bacterias, es enormemente probable que Goya, además de las diarreas, los salpullidos, las cefaleas y todos los demás trastornos somáticos que acarrea, tuviera algún problema psiquiátrico en forma de delirio, alucinaciones y, de ser de una gravedad que desconocemos, psicosis paranoide. Aun siendo algo temporal, sin duda podría haber influido sobre la percepción subjetiva del artista sobre los temas y los personajes de estos murales. Informaciones del Museo del Prado indican que, tras esta enfermedad, Goya cambia el tono de estas pinturas. Cabe decir que las Pinturas negras tienen conexión con los Disparates, por lo que no pueden ser atribuidas, exclusivamente, a los humores de la enfermedad.

Goya las pinta a brochazos enérgicos, que marcan expresiones y actitudes; la violencia es violenta y la melancolía serena; trastoca las edades y los sexos, rostros bestiales, mundos infernales; lucha cruel a garrotazos hasta la muerte. Y ese perro, que parece ser tragado por la pared en un espacio indefinido. La vejez, la locura, la muerte son los temas trabajados por un genio que no estaba loco, aunque padeciera de una especie de «esquizofrenia por el arte».

Documentación consultada

Revista Clínica Española. Vol. 206, Nº1. 2006.
«Una leyenda persistente». Boletín del Museo del Prado. Vol.,28. Nº 26. 2010.
Goya: pinturas negras, arte y psicosis. Olga Martin.
Una mirada a Goya: Los desastres de la Guerra. Uned. 2002.
Locos egregios. La supuesta psicosis de Goya. Juan Antonio Vallejo-Nágera.
Presente y Pasado. Revista de Historia. «Los monstruos de la razón». Isabel Brand, 2006.
Las pinturas negras de Goya y la Quinta del Sordo. Nigel Glendinnig. Universidad de Londres.