Aliquando enim et vivere fortiter facere est.

(Seneca)

Hay muchos problemas en estos días. Un virus histórico que tiene al mundo en ascuas, muertos y pésima respuestas de muchos gobernantes, más la crisis económica que viene parece ridículo que me detenga a hablar de fútbol. No faltará quien diga que gasto mi tiempo en «problemas de primer mundo» y que me falta tomar conciencia de mis privilegios de clase media. Y quizás sí. Pero si algo nos quedó claro con el encierro y la suspensión de actividades es que el ocio, la diversión, el desahogo, la distracción, el entretenimiento, el esparcimiento y el placer son parte fundamental de una vida humana.

Es verdad que el fútbol es lo más importante de lo menos importante, ya lo dijo Valdano. Pero su ausencia está dejando un vacío en nuestras vidas. Sabe distinto, insípido, una tarde de domingo sin fútbol.

A falta de balón en las canchas pensemos la pelota. No sabe igual, pero es un buen pretexto. Muchos ya han recorrido este campo; Albet Camus, Jorge Valdano, Juan Villoro, Arthur Hopcraft y Eduardo Galeano entre otros. La pregunta que me interesa es: como ya lo he expresado en este espacio, el baseball es el juego de la filosofía como ciencia, el football americano es el juego de la filosofía moral, ¿qué lugar juega el fútbol asociación en nuestra vida?

Antes de responder debo aclarar algo, que entiendo el fútbol asociación según el equipo que he apoyado desde mi infancia: el Atlante de la Ciudad de México. El Atlante, también conocido como los Potros de Hierro, es un equipo que nació para sufrir lejos de los reflectores de los grandes equipos de la capital mexicana, gitano que puede ganar el partido más difícil y perder contra el rival más débil, históricamente sin recursos económicos y con una afición muy corta pero fiel. Hemos sido campeones nacionales tres veces pero hemos descendido de categoría cuatro. Para el Atlante la vida es sufrir, es enfrentar la adversidad de modo honroso y disfrutar mucho los triunfos porque son pocos.

Potros porque siempre venimos de atrás, hacia adelante y desbocados.

Siguiendo al Atlante es que cuando el fútbol inglés y español llamó mi atención seleccioné mis aficiones europeas: Liverpool FC y Atlético de Madrid. Equipos ligados al pueblo, al esfuerzo individual, a la lucha diaria; equipos que luchan contra los poderosos con menos recursos, sacando fuerza de las debilidades, jugando no bonito o con gambeta sino fuerte, metiendo la pierna duro, en el límite de lo legal. Pagando con corazón lo que no pueden pagar con dinero.

Es por eso que el fútbol asociación lo entiendo como terapia ante el fatídico destino como la encarnación más perfecta de la filosofía estoica.

Lo primero que debemos resolver es la popularidad del juego. Existen muchas teorías que explican por qué, literalmente, a todo el planeta le gusta el fútbol; desde su simpleza, el hecho que logra pinceladas de arte dominando una esfera con las extremidades más torpes del cuerpo o que es el resultado del poder del colonialismo e imperialismo británico en el siglo XIX. Todas ellas tienen razón, sin embargo, me gustaría apuntar una hipótesis más. El fútbol asociación es de entre todos los deportes famosos el más trágico. Es un juego sobre la derrota y el fracaso y que debemos hacer frente a ello.

Uno de los factores más interesantes del fútbol es la ineficiencia al buscar un gol. El promedio de goles en La Liga (España) es de 2,9 goles por partido, y en la Premier League (Inglaterra) 2,8, según las casas de apuestas. A este dato hay que descontar los marcadores abultados cuando equipos ampliamente desiguales se enfrentan. En el fútbol abundan los resultados de uno o dos goles, quizás tres, durante 90 minutos. La tasa de éxito por ataque es muy baja.

El gol es el bien más buscado pero más escaso. Quizás por eso se celebra con tanta pasión cuando se obtiene. Los partidos con muchos goles son excepciones. Comparado contra el básquetbol y el football americano, el fútbol tiene pocos, muy pocos, éxitos por partido. Y los aficionados lo sabemos cuando entramos al estadio y prendemos la televisión.

Si en el corto plazo el fútbol es poco exitoso, en el largo plazo es un juego donde el triunfo es muy fugaz. El máximo objetivo de todo equipo, de todo deporte, al iniciar el año es ser campeón. Es la gloria, tocar el cielo y vivir entre inmortales. Sin embargo, mientras en otros deportes solo hay un campeón por año, existen distintos campeones en el año. Hay Campeón de Liga, de Copa, Súper Campeón, además hay Campeones de torneos internacionales, Liga, Copa y Súper Campeón; y hasta Campeón intercontinental.

Y en países como el mío (México), la cantidad de equipos campeones es aún mayor en un año, pues se juegan torneos semestrales no anuales. Lo que genera el surrealista fenómeno de que, mientras hay equipos por jugar la final, otros ya están entrenando y en pretemporada para el siguiente torneo. No existe una temporada baja. No hay momento de disfrutar el campeonato. Al final de un año futbolístico en México tenemos dos campeones de Liga, dos campeones de Copa y, porque dominan nuestra zona, un campeón internacional.

Con todo esto el significado de quedar campeón pierde valor. Pierde brillo frente a los campeones de otros deportes.

Y, sin embargo, el fútbol no nos suelta, no te deja ir. Uno de sus principales valores es la capacidad de seguir, de permanecer en la lucha, de no bajar los brazos y regresar. Es el autoimpuesto castigo de Sísifo. Es encontrar un juego que no dejamos porque refleja nuestra pequeñez frente a una vida cruel que nos castiga, donde los dolores son muchos y los bienes pasajeros. Una y otra vez regresamos a nuestros estadios, colores y héroes, buscando encontrar el bálsamo, la respuesta a una existencia sin sentido.

Es aquí donde entra a jugar Zenón y el estoicismo. La escuela estoica es una, quizás la más importante, de las escuelas filosóficas del periodo helenístico. Todas ellas influidas por Platón y Aristóteles pero frente a una realidad política y social muy distinta a la que enfrentaron los dos grande de la filosofía clásica. Alejandro Magno cambió el mundo clásico radicalmente, los griegos perdieron la unidad política que daba sentido a su vida y a su ética: la polis.

Frente a esta crisis los helenistas debieron buscar adaptar las viejas respuestas al nuevo contexto que se enfrentaban. La respuesta de Zenón de Citio, el estoicismo logró llegar incluso al Imperio romano con filósofos como Séneca y el emperador Marco Aurelio. Ante la tragedia, la crueldad de la vida, el dolor y el sufrimiento proponen la racionalidad y el logos.

El estoicismo enseña que el camino a la felicidad está en seguir nuestra naturaleza humana, es decir nuestra capacidad racional. Si atendemos a la razón, al logos, podremos descubrir al estructura y funcionamiento del mundo. Con ello descubriremos que tenemos poca influencia en los hechos del mundo que nos afectan. Somos como perros amarrados a una carreta La actitud ante la calamidad. No preocuparse por lo que no podemos controlar mientras nos enfocamos en aquello que si controlamos, nuestra actitud ante lo que nos acontece.

No podemos evitar el dolor pero sí el sufrimiento. El camino a la felicidad es nuestra capacidad de aceptar los designios del mundo, del destino. La apatheia estoica es la capacidad de estar tranquilos y ecuánimes ante cualquier calamidad y derrota; también ante la fortunas y los triunfos. La apatheia es necesaria cuando entiendes que vives en un mundo completamente cambiante.

Para lograr esto, los estoicos nos mandan a dominar nuestras pasiones e impulsos. Que no sean ellas quienes rijan nuestra vida ni nuestro comportamiento. Que la razón y la inteligencia se impongan frente al frenesí de las emociones que surgen ante los problemas y malos momentos. Para lograrlo necesitamos de Virtudes y de cumplir nuestro deber.

Las virtudes son hábitos buenos que adquirimos con la repetición de comportamientos deseables. Entre ellas las más importantes para los estoicos son la templanza, autorregulación de los placeres sensibles y la moderación; justicia, tratar a otros con rectitud; fortaleza, para enfrentar lo problemas, comunes y extraordinarios; prudencia o sabiduría práctica, saber qué hacer en cada circunstancia de nuestra vida, discernir y distinguir lo que está bien de lo que está mal y actuar en consecuencia.

Estas virtudes son fundamentales en el balompié. Esperamos que el jugador que va a tirar un penal determinante tenga la capacidad de autorregular sus emociones para que la presión no lo domine. El mejor portero no es solo el físicamente más habilidoso, sino el que sabe cuándo debe salir a cortar un centro y cuando tiene que quedarse en su portería. Y la fortaleza o el coraje son esenciales para los aficionados, quienes regresan cada torneo a apoyar a sus equipos.

Los estoicos fueron los primeros en hablar de la importancia del deber. Todos tenemos una serie de obligaciones que tenemos por ser quienes somos frente a nuestra sociedad o grupo. Sirven para acercar nuestro comportamiento a la virtud y permite que la sociedad funcione.

La apatía, las virtudes y el deber son el camino para afrontar el destino, funesto y cruel, del mejor modo. Con ellas logramos una vida feliz, sin angustia: alcanzamos la ataraxia. El fútbol es el juego que más requiere de un estilo de vida estoica. Y ante la crisis sanitaria y económica que nos presenta el Covid-19 más nos vale acercarnos al estoicismo y por eso, cómo terapia filosófica, extrañamos el fútbol.