«El niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación. No será objeto de ningún tipo de trata. No deberá permitirse al niño trabajar antes de una edad mínima adecuada; en ningún caso se le dedicará ni se le permitirá que se dedique a ocupación o empleo alguno que pueda perjudicar su salud o su educación o impedir su desarrollo físico, mental o moral».

(Declaración Universal de los derechos del niño)

Cuando Caín le abrió la cabeza a Abel con una quijada de burro, cometiendo el primer fratricidio de la historia de la humanidad según la Biblia, Dios, también conocido como Nuestro Señor, o el Señor a secas, le condenó a vagar por esos mundos de dios, sobreviviendo como buenamente pudiese, proscrito y estigmatizado. En la misma sentencia, decidió que Caín tuviera una descendencia miserable, cargada de sufrimiento, trabajo y pobreza. El Señor, dueño de todas las tierras habidas y por haber, y de todas las riquezas conocidas y por conocer, se encargaría personalmente de que esto fuera así mientras el mundo fuera mundo. Para ello, contaba con su inestimable e infalible don de la ubicuidad, o lo que viene a ser lo mismo, la capacidad omnipresente de ser muchos y distintos señores a la vez.

Los muchos señores de la Tierra

Caín tuvo hijos y descendencia multiplicada, que aprendió resignación para no desatar las iras del señor. De generación en generación, han sobrevivido en la pobreza y la esclavitud del trabajo más mezquino, duro y peligroso. Los hijos y las hijas de Caín se han venido matando por su señor, en las minas, en las guerras, en las calles mendigando, en los burdeles prostituidos. Los señores de la pobreza, de la desigualdad, de los desplazamientos y la exclusión social han sido y siguen siendo hoy, los grandes aliados de la explotación infantil en todas sus formas. La explotación de los otros es un buen negocio para los señores desde que el mundo es mundo.

Los múltiples señores que habitan a lo largo y ancho del planeta, son expertos tratantes que engañan a mujeres, hombres y niños y los someten diariamente a situaciones de explotación. Si bien la forma más conocida de trata de personas es la explotación sexual, miles de niños y niñas son víctimas también de mendicidad obligada, de los matrimonios forzosos, del tráfico de órganos, los niños soldados y del trabajo o servicios forzados, que es la situación que analizaremos a continuación.

En cualquier caso todas estas situaciones son caras de una misma realidad, por lo que cabe entender el término explotación como esclavitud, condición de siervo al servicio de los intereses de un señor, físico o jurídico. Como con Caín, las personas en una situación psicosocial de gran vulnerabilidad, de extrema pobreza, viven en la desesperación de matarse trabajando o matar al de al lado para sobrevivir, por la enorme impotencia de no poder acabar con su señor.

Explotación laboral infantil

El trabajo infantil va ligado inequívocamente a la pobreza, a la discriminación en general y a la discriminación singular por razón de género. Esta realidad se agrava por patrones culturales y en las costumbres que algunas sociedades o grupos tienen respecto a sus niños. En la actualidad más de ciento cincuenta millones de niños y niñas, según datos de UNICEF, son víctimas de explotación laboral a lo largo del planeta. Realizan los trabajos más duros y vejatorios a precio de esclavo. Uno de cada diez niños en el mundo, con edades entre los 5 y 17 años, está involucrado en un sistema de trabajo que les roba la infancia, ponen en grave riesgo su salud y bienestar y le niegan el derecho a la educación.

La explotación infantil viene de lejos. Vaya, no sé si lo sabías, pero durante siglos, la maldición de Caín y su descendencia recogida en el Libro del Génesis, en forma de marca negra en la piel; la naturaleza oscura del color de los maldecidamente señalados fue utilizada como justificación en el comercio de esclavos. Entre los esclavos, los niños y jóvenes eran los más disputados. Su mayor explotación minimizaba los costes de su compra y mantenimiento.

Hasta la construcción de la noción moderna de infancia, a partir del Renacimiento, la vida de un niño pobre valía lo que aguantaba con vida. La noción de la infancia como un tiempo y espacio ocupado de juegos y aprendizaje escolar, se ha venido consolidando y ha permitido que la infancia se comprenda como una edad en la que se conjuga la fragilidad física, la vulnerabilidad emocional y el desarrollo intelectual en proceso. Sin embargo, pese a nuestra convicción de protección de los niños y el respeto a sus derechos, recogidos en la Convención de los Derechos del Niño de 1989, cientos de miles de ellos siguen sufriendo como hijos de Caín. Sus vidas siguen valiendo lo que vale el trabajo que realizan y el tiempo que son capaces de aguantar realizándolo. Para casi todos ellos poco han cambiado las cosas desde el inicio de los tiempos.

El trabajo explotador infantil es una realidad social generalizada, las condiciones de alto riesgo para la salud física y mental en el que se desarrolla son múltiples y, en casi todas las ocasiones, supera la legislación vigente que lo prohíbe. De hecho, la mayoría de los niños que trabajan en el mundo, según un informe de la BBC, lo hace en sectores desregulados, informales y carente de protección legal. El trabajo explotador de niños forma parte de la cotidianidad de muchos lugares del mundo. Según la misma agencia de información, unos veintidós millones de vidas de niños y niñas al año. La legalidad de protección de la infancia es una ficción, la explotación una realidad.

Un infierno sin puertas de salida

Dios, emperador de la tierra y de las gentes que la habitan, siempre tuvo sus preferencias. Como con Abel, se ocupa y preocupa de los que le alaban, ofrendan, obedecen y adulan. Del resto se despreocupa. Para el Señor, como para los diferentes señores en los que se multiplica, los millones de seres que vagan por el mundo perseguidos por sus propios pasos, parecen no ser de su incumbencia. Las personas que habitan en los infiernos de la desesperanza, del expolio, abuso y explotación, apenas ocupan hueco en la agenda de los señores del planeta. En cualquier caso, para estos asuntos, inventaron Nuestros Señores el principio de la caridad. La caridad es un buen paliativo de la justicia.

Excavar un hoyo profundo, un túnel, cargar sacos, cribar la tierra para extraer minerales y metales preciosos de las explotaciones mineras de Kivu Norte y Katanga, en el Congo, para satisfacción de los señores del cobalto para la telefonía móvil, del oro y de los diamantes. En ningún otro lugar como en el Congo, la enorme riqueza de los recursos naturales, se ha transformado en una verdadera maldición para la población. Niños cultivando arroz de sol a sol en las nauseabundas y cancerígenas aguas, cargadas de arsénico, en las estribaciones y confluencias del rio Ganges, en India. Cerca de 122 millones de menores trabajan con escasa o ninguna garantía de salir de la explotación y la baja expectativa de vida en campos de cultivos y ganaderías de Asia – Pacífico.

El turismo pederasta, pedófilo, o sencillamente ocasional, que se aprovecha de las ofertas de disponibilidad de niñas y niños del lugar, baratos, e incluso intercambiables por ropa y comida, asola impunemente desde el Caribe hasta Vietnam. Se trata de la forma más cruel de explotación infantil, que, además experimenta una situación que aterroriza. Conforme a ECPAT (una de las principales organizaciones en la lucha contra esta lacra), el 72% de las niñas, principalmente, y de los niños, son menores de diez años.

Vendedores ambulantes, mendigantes a destajo, trabajadores domésticos a vida completa, son otras de las muchas actividades laborales en las que se produce explotación infantil. Dejados de la mano de Dios, a millones de estos niños y niñas se les roba la infancia, se les convierte en parte del engranaje que generará más hijos de la pobreza y la desigualdad, que proporcionará nuevos esclavos y servidores para El Señor, ese que, aunque no siendo Dios, vive como tal gracias a la explotación de los demás.