Mis primeros 16 años de vida estuvieron llenos de penas que olvidé y no dejaron huellas, y de una felicidad intensa y saturadora que no dejaba rincones vacíos en mi modesta carcasa.

El Liceo de San Fernando fue un carpe diem cotidiano. Allí conocí al equipo de profesores más espectacular que pueda soñarse. Contar lo que me enseñaron me llevaría bibliotecas enteras. Sin embargo, ni el «Choro» Silva ni don Heriberto Soto lograron interesarme en los mapas cambiantes de la vieja Europa que, un día sí y el otro también, cambiaba de fronteras que era un gusto.

En una de esas fue fallo mío, visto que años más tarde le dediqué muchas horas al conocimiento de la Historia de países que terminaron siendo los míos. De paso supe, gracias a Charles de Gaulle, que «los Tratados, como la virginidad y las flores, duran lo que duran». Las fronteras europeas se hacían y deshacían al ritmo de guerras entonces incomprensibles para el habitante de la remota Villa de San Fernando de Tinguiririca que yo era, y en honor a la verdad debo decir que se siguen haciendo y deshaciendo con una perseverancia digna de mejor causa.

De modo que mi imaginación viajaba, libre e insumisa, por los nombres increíbles y con sentidos ignotos de la geografía local, visto que a nadie se le ocurrió enseñarnos la lengua mapuche. Ese fue fallo del Liceo, o del programa aprobado en el Ministerio de Educación de la época, anda a saber.

Así, Tinguiririca excitaba mucho más mis neuronas que Azincourt, Ulm, Arcole, Marengo, Austerlitz, Iena, Eyleau o Waterloo. No solo porque Tinguiririca, que yo sepa, nunca fue escenario de ninguna batalla, sino porque junto a mis hermanos intentamos denodadamente ahogarnos en el río y nunca lo conseguimos.

No fue un ensayo de suicidio colectivo, sino pura inconsciencia. Ricardo, Alan y yo aprendimos a nadar gracias al célebre método de la patada en el culo. De ahí en adelante pudimos recorrer el atormentado curso del Tinguiririca aguas arriba y aguas abajo, y atravesarlo hasta en sus meandros más improbables. Comparados con tales aventuras los pinches jueguitos de la tableta y el ordenata son tan entretenidos como una puerta de prisión.

Explorando la rica geografía de Colchagua descubrí nombres dignos de los viajes de Marco Polo, de los cuales ignoré el contenido semántico durante décadas. ¿Tú sabes qué significados y qué etimologías se esconden tras apelativos como Antivero, Doñihue, Rengo, Rogolemu, Pichilemu, Lihueimo, Chimbarongo, Malloa, Pelequén o Coltauco?

Doñihue es lugar de Cejas; Pichilemu, bosque pequeño, Chimbarongo, una cabeza torcida. Al norte de San Fernando está Rancagua, lugar de pencas, y al sur Curicó, aguas negras. Por eso lamento que José Antonio Manso de Velasco bautizara el pueblo con el nombre del muy piadoso hijo del rey Alfonso IX y primo del rey Saint Louis de Francia: Fernando III el Santo, un tipo del cual el santoral alaba el* líerahgo* y la competitiviáh:

«Liberó a España de la esclavitud en la que la tenían los moros, y por ende liberó también a la religión católica del dominio árabe. Como todos los santos fue mortificado y penitente, y su mayor penitencia consistió en tener que sufrir 24 años en guerra incesante por defender la patria y la religión. En sus cartas se declaraba “Caballero de Jesucristo, Siervo de la Virgen Santísima, y Alférez del Apóstol Santiago”. El Papa Gregorio Nono lo llamó “Atleta de Cristo, y el Pontífice Inocencio IV le dio el título de Campeón Invicto de Jesucristo».

En medio de este derrame de glorificaciones ditirámbicas… ¿puede uno sorprenderse de que Valdivia sea «El Mago», Alexis el «Niño Maravilla», y Vidal el «rey Arturo»? No es por cachondearse del fundador de mi pueblo natal: no olvido que Fernando, nombre de pila español de varones, deriva del germánico Firthunands (Firthu: «paz o libertad», y nands: «audaz, valeroso o temerario»).

No por nada Menéndez Pelayo escribió:

«El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida. Tal fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla. De la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?».

Pero en San Fernando nunca hubo nada que diera para éxtasis ni arrobos, ni un solo hecho asimilable a las legendarias batallas del Cid Campeador: el único celebérrimo combate del que se tenga noticia fue el puñetazo que el joven cura Riquelme (mi profe de religión), le pegó al ya anciano Juan Danús (mi profe de Filosofía) en las escalinatas de la parroquia.

Habida cuenta de lo apacible del lugar, en el que nunca pasó absolutamente nada digno de la prensa nacional si excluimos las proezas de los Hermanos Maristas con sus jóvenes alumnos, tengo para mí que San Fernando debió llamarse Almahue en vez del sitio que se llama Almahue, que como bien sabes quiere decir «sitio de fantasmas».

Como quiera que sea, aun sin tener el más mínimo interés por los recónditos pueblitos y aldeas de la provincia de Colchagua, no podías ignorar su existencia: la población escolar del Liceo se componía de muchachos originarios de cada uno de ellos.

Algo similar ocurre con Bretaña. Desde que vine por primera vez, tuve que lidiar con los nombres de los bellísimos lugares que te encuentras en cada recodo de los innumerables caminos que recorren la región. Ser francófono no ayuda, visto que la mayor parte de la geografía conserva los nombres que recibieron –anda a saber cuándo– en bretón, que si no me equivoco forma parte de las lenguas célticas, como el gaélico, el córnico, el galés, el irlandés y el manés.

Ahora vine a Bretaña con la esperanza de sacar a mi hija del lamentable estado en que la tiene la ausencia de un antiepiléptico. Quitarle un medicamento, y remplazarlo por otro veneno, provoca efectos secundarios dignos de una prolongada estadía en Villa Grimaldi. No exagero.

Así pues, llegamos a Ti Gwenn, en la comuna de Plomodiern, al lado de Créach’h Guennou, no lejos de Kervennec. Aún no logro conocer con exactitud el significado de Lihueimo, comuna de Placilla (Colchagua), que de acuerdo a mis fuentes quiere decir algo así como «tierra o loma con mala suerte». Pero creo estar en lo cierto cuando te cuento que Ti Gwenn, conjunto polisémico, significa, según se prefiera «casa blanca» o bien «habitación sagrada».

Y así vas lidiando con lugares cuyos nombres incorporan elementos de lengua bretona. Entre ellos el golfo de Morbihan, que en bretón quiere decir «pequeño mar» (Mor; mar, y Bihan: pequeño). Como quiera que sea el «pequeño mar» contiene muchas islas, –la leyenda dice 365, una por cada día del año–, y se parece mucho a mis infantiles recuerdos de Chiloé.

Si pillas un sitio cuyo nombre lleva la palabra Run, ya sabes que está arriba de una colina, visto que Run quiere decir «punto elevado». Por el contrario, verás que no falta el sitio que se llama Izel, «abajo». Y así. Como en Bretaña casi todos viven en el mar, o del mar, o cerca del mar, en el peor de los casos soñando con el mar, y en los casos extremos en faros que dominan el mar, hay miles y miles de botes, veleros y embarcaciones de todo tipo que por cierto duermen en un Porzh.

De modo que en estos días voy de la Bahía de Douarnenez a la Rada de Brest, pasando por pueblitos cuyos nombres –Kraozon, Telgruc, Ploéven, Lanvéoc, Ar Yeuc’h o Kastellin– me hacen pensar en los nombres de Colchagua.

Tanto más cuanto que por estos lados no faltó el cul-bénit al que se le ocurrió bautizar un bello lugar con el poco ocurrente apelativo de San Sebastián.