Escuché recientemente una conversación sin participar en ella. Dos mujeres de unos 45 años hablaban con un diario abierto sobre la mesa en un bar, mientras bebían café. Una de ellas, mostrándole a la otra un artículo, le decía, preguntándole: «¿Cómo es posible que Finlandia sea el país más feliz del mundo cuando a mí me parece tan triste? Además, el índice de suicidios allí es uno de los más altos en Europa y con toda la oscuridad que se les viene encima durante los 7 u 8 meses de invierno...».

No pude dejar de escuchar la conversación y pensar en lo que decían y agregué, para mí mismo, que Finlandia tiene, además, uno de los índices de depresión más altos de Europa por cada 100.000 habitantes. He visitado ese país muchas veces y la sensación de tristeza, sobre todo en invierno, es innegable. Los finlandeses son introvertidos, su tono emocional relativamente apagado y, sin embargo, son declarados, este año, como el pueblo más feliz del mundo y la pregunta, que me hice, fue si estas observaciones pueden coexistir al mismo tiempo.

Pensé, en primer lugar, respecto a la aparente tristeza, que en algunos casos puede ser considerada como calma o estoicismo, que el suicidio en esas latitudes puede ser un gesto de libertad personal. La decisión de terminar con tu propia vida, según mi opinión, tiene que ser una elección aceptada y legítima entre los adultos y esto en sí no entraría en contradicción con la felicidad o implicaría automáticamente la falta de esta. El suicidio es sólo un acto personal, que tiene que ser respetado. Fue, sin lugar a dudas, difícil reconciliar la depresión con la felicidad, ya que estas son consideradas como contrapuestas y autoexcluyentes.

Pensando en esto, me pregunté ¿cuáles son los criterios utilizados para definir, en estos casos, un pueblo o nación como feliz? Y la respuesta es que muchos de los datos conciernen al bienestar social, la falta de criminalidad, seguridad, salud, educación y, en general, la calidad de vida, medida, como estamos acostumbrados a hacerlo. Por este motivo, vemos siempre los países del norte de Europa en las primeras posiciones en estas estadísticas: Finlandia, Noruega y Dinamarca son a menudo los tres primeros en la clasificación de la felicidad, seguidos de cerca por Islandia y Suecia, países que conozco bien y donde muchas personas se lamentan de soledad. Por otro lado, la falta de luz solar durante los inviernos tiende a causar estados de depresión.

En realidad, existen dos dimensiones que no marchan paralelamente para describir la felicidad. Una es el desarrollo humano o calidad de vida y la otra es la alegría, que percibimos en sonrisas, optimismo y deseos de vivir y, en este sentido, uno podría hipotizar pueblos felices y ligeramente tristes a la vez. Es decir, un caso típico de enantiosemia, que significa que una palabra puede indicar también su contrario, como felicidad y tristeza. Lo que realmente me sorprendió, pensando a este tema, es la confusión conceptual en nuestro lenguaje cotidiano. Para muchos, felicidad significa alegría, pero, en el caso de análisis estadísticos basados en datos mesurables, su sentido es calidad de vida y desarrollo humano. Dos aspectos importantísimos, pero independientes del aparente deleite o gozo cotidiano.

Hace unos años que no viajo a Finlandia y en realidad me gustaría volver hacerlo, en un futuro cercano, un poco más lejos del invierno para reconsiderar con ojos nuevos en qué medida la felicidad, como todos la vemos, es parte intrínseca de una cultura, que sólo se puede entender desde adentro, conociendo su lengua, historia, tradiciones y gestos, apreciándola directamente en su contexto. Por otro lado, no podemos excluir que las opiniones superficiales no sean en su mayoría prejuicios y que la felicidad, en sí, es tan humana que seguramente hereda de esto, toda la complejidad característica de todo lo que nos concierne como personas, que nunca y en ninguna situación, deja de ser un misterio.