En mis ya lejanos años de estudiante, seguía un pequeño grupo de pacientes con episodios psicóticos y mi supervisor me invitaba siempre a entrar en contacto y crear una relación con cada uno de ellos, lo que me obligaba a esforzarme para que ellos respondieran de una manera u otra a mis intentos. Para hacerlo, a menudo, tenía que imitarlos, poniéndome en su situación y haciendo las mismas cosas que ellos hacían. Una técnica que se llama mirroring y que puede ser provocativa, ya que en muchos casos, los pacientes tratan de alejarse del mundo externo e ignorarlo.

Entrar en contacto con ellos y que te miraran a los ojos por más de unos segundos sin apartar la vista era una empresa. Un tiempo, después, salía a pasear con uno de ellos a la vez y durante los paseos podía apreciar todos sus miedos y paranoias. Uno de ellos, especialmente, veía enemigos en cada persona y sudaba miedo con ese olor ligeramente dulce y acerbo, que solamente se percibe en los hospitales psiquiátricos. Una vez mi supervisor me llamó y me dijo que el día siguiente tenía que describirle una situación, que explicase algo esencial sobre la psicosis. Esto lo hacía con una cierta frecuencia y la última vez hablamos de rigidez mental como defensa ante la ambigua y compleja «realidad».

La idea era que los pacientes sufrían de algo que nos es común a todos, solamente que en sus casos se manifestaba de un modo más exacerbado y que, por ende, los pacientes, representaban la parte visible de un iceberg, escondiendo bajo las aguas, lo que tenían en común con los mal llamados normales. Conociendo estos aspectos era más fácil entenderlos. Otro tema del cual habíamos hablado era la percepción ilusoria de este tipo de pacientes y la imposibilidad de convencerlos de que su realidad no era una realidad consensual, sino una construcción personal y arbitraria. Algo que también todos tenemos en común. Lo que ellos veían, como una amenaza en muchos casos, no era más que un gesto inofensivo y no premeditado de algunos causales pasantes.

El día siguiente entré en su oficina y le hablé de cómo reconstruimos nuestra realidad cada vez que despertamos, reconociendo en el ambiente aspectos que nos hablan del lugar, la hora, el día y de cómo nuestras actividades nos ayudan a orientarnos y darnos una idea fuerte de una realidad. A veces nos desorientamos y despertamos sin saber dónde estamos y esto nos inunda de ansia. Los psicóticos, por su parte, no tenían estos instrumentos y para ellos la percepción de la realidad externa era caótica y fragmentada. A menudo no sabían dónde estaban ni por qué, y esto los desestructuraba y les impedía funcionar socialmente. Sus emociones, miedos, conflictos internos eran demasiado fuertes para poder asociar, deducir de manera articulada y sobre todo de inhibir y eliminar impulsos y asociaciones como improbables.

Los normales tienen un método para hacerlo y por eso sobreviven sin mayores problemas. Una noche llegó uno de los pacientes completamente desnudo a buscarme, gritando y llorando para que yo lo matase y le evitara sus sufrimientos. Lo cubrí con frazadas, le di leche caliente y lo acosté en un sofá para que se tranquilizara y durmiera, mientras pensaba sobre la fragilidad de nuestra existencia.

Días después, hablando con mi supervisor, le dije que uno no podía ser persona sin superar la normalidad y exponerse, sin protecciones, a los conflictos de la existencia humana. En el sentido de que la normalidad es una coraza para seguir sobreviviendo sin sentir, sin vivir intensamente y sin mayor empatía. Mi supervisor me escuchó y miró atentamente. Después de unos minutos me dijo que, si aceptaba, me aislaría por 3 días en un cuarto de paredes blancas acolchonadas e insonorizadas, con la luz siempre encendida, sin comida y sin libros, solamente agua para perder la noción del tiempo. Acepté sin pensarlo dos veces y esto fue una nueva experiencia sobre lo que significa e implica la privación sensorial.