No hay fórmulas mágicas para ser un buen docente: no existe un planeamiento didáctico, una rúbrica de evaluación o estrategia de mediación que lo asegure; no hay universidad pública o privada que diseñe al profe ideal y no habrá reforma educativa al programa que mejore las clases. No existen capacitaciones docentes, como tampoco aplicaciones modernas que puedan ser utilizadas para mejorar la clase: nada de lo anterior forma a un buen profesor. Y eso no quiere decir que lo mencionado anteriormente sea inútil o infructuoso, pero es insuficiente si el docente no quiere; sí, así de sencillo, el carácter vocacional debe de primar por encima de cualquier cambio dentro del «sistema», sistema en el que se escudan algunos colegas para no cumplir su labor. Y aunque los esfuerzos del Ministerio de Educación Pública sean loables, nada de lo que se haga generará cambios considerables si el pedagogo no transforma radicalmente la forma de ver la educación. Ser docente, entre otras cosas, no es un medio, sino un fin en sí mismo; de ahí la urgencia y la necesidad de cuestionarnos si la forma en que se recluta y se dan propiedades dentro del Servicio Civil para ser elegido docente es la ideal.

Hablar de problemas y señalar un culpable es sencillo, buscar soluciones requiere trabajo y sapiencia; quizá hemos estado apuntando a un solo blanco: culpar a los docentes del problema educativo es tan bajo como culpar a los estudiantes por abandonar el colegio; las razones son múltiples, como múltiples sus soluciones. Un sector de la prensa se ha enfocado en forzar la evaluación docente y mostrarla como la solución al problema; para ellos es el elixir de la vida, la pomada canaria, y la panacea al problema en nuestras instituciones. Pero antes de sentar a los docentes en el banquillo de los acusados hay que des-mitificar la evaluación y darle un carácter de mejoramiento continuo y escalonado, que funja como una herramienta de crecimiento ininterrumpido y tripartito: entre universidades públicas y privadas, profesores y Ministerio de Educación. De esta forma se evitará o al menos disminuirá la resistencia a la evaluación dentro del gremio, que es mirada de lejos por el supuesto uso político de los resultados y el manoseo a mansalva para alterar, dar o quitar nombramientos.

Pero la evaluación docente sería un fracaso si el Ministerio de Educación Pública no cambia dos estructuras rígidas e impenetrables: el número de estudiantes por grupo y el tiempo de lección por disciplina. Es imposible atender grupos de 35 estudiantes con necesidades educativas especiales (todos son únicos, irrepetibles y aprenden distinto) y no dar clases a «tiro de flecha», máxime si hay que agregarle el deber moral de cumplir con el programa a cabalidad; por más que nos esforcemos es insuficiente dar clases fructíferas y enfocadas a un aprendizaje significativo, si a esto le sumamos que nuestras labores hay que combinarlas con un exceso de papeleo administrativo: informes, perfiles de entrada y de salida, planeamientos mensuales; preparación, ejecución y revisión de exámenes; tareas, trabajos extra-clase, cronogramas; y labores extra curriculares inherentes a nuestro cargo; tiempo que podríamos utilizar en dar clases más dinámicas y efectivas.

Aun en medio de este corolario y de la discusión en torno a la evaluación entre el Gobierno y el puje de los sindicatos, no pierdo la esperanza en que aún hoy, más allá de la discutida evaluación docente y las constantes reformas en el sistema educativo con cada cambio de Gobierno, en nuestras aulas existen colegas que con su mística y vocación sacan adelante la noble tarea de educar. Ningún cambio, reforma o evaluación deslumbrará más a un estudiante que un docente que domine con agilidad su materia, que sea capaz de introducirlos al mundo del conocimiento con poco más que sus capacidades.