Me arrepiento de todas las lágrimas que derramé por esas oleadas de ternura que obedecieron a tanto lugar común. Me remuerden todos esos suspiros que desperdicié por regalarlos a esos tangueros ortodoxos que tanto me criticaron. No las valieron. El corazón ardía al escuchar las notas que emergían al abrir el fuelle mientras los dedos saltaban sobre la botonera doble que hacían cantar al bandoneón, pero llegó el día en que lo entendí, era preciso trascender, dejar atrás la figura del compadrito y buscar un mejor tema que el eterno farolito de una esquina desde la que se puede ver el Mar de la Plata. Zarpar en el barco que llegara al lugar preciso en el que una nota no puede ser sustituida por otra y una palabra no debe ser reemplazada por otra similar. No, no hay sinónimos, hay precisión, como tampoco hay acercamientos sino exactitud. Sí, es cierto, tal vez sea un enemigo del tango; pero del tango como ellos lo conciben. Estos señores me atacan porque no lo entienden ni lo entenderán jamás.

Fue a conciencia pura, deliberada pero no fue mala intención. Fue nada más querer salvarte. Porque te quise tanto, tanto, tanto que para ampararte me hice odiar. Lo transformé, muchos opinan que lo reconstruí. No fue sencillo, ¿qué lo es? La búsqueda del registro perfecto y de la armonía afinada, fue el motivo de mi más grande obsesión. Esos desvelos, esas miradas hundidas en el techo, esas manos petrificadas sobre el instrumento, incapaces de moverse hasta dar con el sonido ideal, nunca antes de llegar a la nitidez a la que se llega con puntualidad milimétrica.

El pentagrama es el reflejo del barrio violento de la Calle Ocho de la Ciudad de Nueva York; es la representación del hambre y el pleito callejero, de la combinación del jazz y la música barroca. También es la raíz que nace en el Cono Sur, es la mina que canta con voz profunda y las noches de asado, desgracia y mala suerte. Es arrancar los destellos amargos por no vislumbrar la forma de ver el amanecer del día que me quieras. Ahí, entre esas cinco líneas horizontales, paralelas y equidistantes, donde otros escriben notas musicales y signos de notación, yo plasmo la cotidianidad. Ese día con día que recuerda las mañanas en las que iba al Teatro Colón a oír interpretaciones de Stravinsky, Bartók y Ravel para regresar por las noches a tocar el bandoneón en los clubes nocturnos de mi Buenos Aires querido. Era necesario trazar el arco que uniera el barrio, el timbre del lunfardo y los movimientos sinfónicos para narrador, coro y orquesta. Esa fue mi obsesión.

El cuidado de la rítmica, las figuras modales y los acordes por cuartas se repetían una, cien, mil veces hasta lograr el sonido necesario. La rutina diaria, cronométricamente calculada. Estirar las sábanas apenas abrir los ojos, ni una sola arruga. No debe haber pliegues ni en las cobijas ni en los manteles ni en las toallas. Inspeccionar las habitaciones para que cada objeto conserve su espacio. ¿Qué tan complicado es comprender que siempre debe haber un lugar para cada cosa y cada cosa debe tener un lugar? Todo debe de respetar el principio de simetría. El equilibrio es esencial. El orden cotidiano debe respaldar el cimiento musical. Nada puede saltar el precepto.

No tolero los murmullos en la audiencia, si percibo un bostezo o detecto un cabeceo, siento la necesidad de parar la representación. Me molesta la impuntualidad y me desquician los descuidos. Do es do y no do sostenido. Si bemol no se parece en nada al natural. También están las pequeñeces que prefiero dejar escritas: no cierren la puerta del estudio, me da asco poner la mano sobre el picaporte y es muy difícil girar la perilla usando sólo los codos. No me gusta caminar por las banquetas que tienen muchos cuadros y no tolero pisar las rayas.

Sí, todo eso son insignificancias. Lo relevante era encontrar la síntesis y creer. Tener fe en Astor Piazzola y en que mi música no era tan mala como yo creía. Porque yo pensaba que mis composiciones eran una basura que nada más se escucharía en un cabaré y que con los años sería olvidada, porque me atormentaban las opiniones todos estos viejos que me acusaban de asesinar al tango. Y resulta que lo que yo quería era encontrar esa cosa que se llama estilo. Fusionar a Stravinsky y Bartók, juguetear con Bach y el jazz para fundirlos en el pentagrama con los movimientos del tango. Vayámonos al diablo y al son del tango tengamos por ahí un romance. Sí. Pero por ahí es un lugar al que se llega con orden, intención y esmero. Nada es casualidad.

Seguro fue una locura. Combinar poesía y música, piano y bandoneón, folklore y tango, Piazzola y Ferrer para que brotara la nueva canción popular argentina, el tango de la vanguardia, el nuevo rock nacional: Balada para un loco. Quiero que trabajes conmigo porque mi música es igual que tus versos, porque para Horacio encontrar no resultaba una tarea espontánea, era fruto del esfuerzo, del sudor y del sufrimiento que causa la veleidad de las musas que no llegan como se les necesita. Y se hizo esa hermosura. La comunión de dos compulsiones dio como resultante la mejor locura: un recitativo inicial y uno al medio, piano y bandoneón: Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao, no ves que va la luna rodando por Callao.

Entramos al concurso con Balada para un loco. Se abrió el telón. La melodía brotó del fuelle del instrumento, lenta con un ritmo tan acompasado que parecía un vals, las teclas del piano que se hermanaron con la voz de la cantante que partió paso para declamar que las callecitas de Buenos Aires tienen ese, qué sé yo, ¿viste? Las palabras en voz de un narrador testigo que se vuelve cómplice al conjugar en segunda persona y empezar a hablar de sí mismo. Pusimos a la audiencia frente al protagonista que salta y baila y hace reír. Pusimos el corazón y cada neurona en acentuar el espíritu de alegría y el alma de felicidad subiendo un tono y medio la escala mientras la letra aventuraba: arbítrelos amores, que vamos a intentar, la mágica locura de revivir, ¡Volá, conmigo ya!

Sí, lo adivinas: es una defensa de esta locura. Piantao, como lo decimos en el argot rioplatense, como lo refiere el lunfardo. Piantao significa enajenado, loco. Se cerró el telón y aquel día que imaginé histórico no ganamos ni concurso ni cheque ni reconocimiento ni el agrado de los viejos, pero el tema quedó para siempre en la gente. Todos lo cantan. Son frases que quedaron grabadas en la piel, en el recuerdo bonaerense, en la cotidianidad del que la silba cuando va caminando por la calle y del que encuentra un refugio en esas letras. ¿Cómo no me voy a arrepentir de todas las lágrimas derramadas por esas oleadas de ternura emocionada que tantas veces regalé por un simple lugar común? El piantao no sólo propone a la amada que lo acepte tal y como lo ve, sino que quiere hacerla partícipe de su locura. ¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá! Un loco así es mucho más tierno, mucho más digno que aquel que se conforma con lo primero que llega a su cabeza y lo plasma en automático. Nada de improvisaciones. Una vida dedicada a reflexionar y encontrar la única respuesta que le importa al arte: ¿Qué quiero hacerte sentir?

Pero te confieso: sin ti el pentagrama luce plano, vacío. Contigo llega la camorra, despierta el tango apasionado, la hora zero y por fin: se rompe el corazón. No, no soy el asesino del tango, soy el que buscó hasta la obsesión el sonido preciso que se debía mezclar con el bandoneón.