Hacía un viento huracanado, traído de una tormenta del Atlántico, de esas que crujen los mástiles y balancean los candelabros. La noche anterior la previsión del tiempo había avisado de que se avecinaba un temporal: ‘Fuertes vientos se esperan en la costa y el interior de Galicia’, decía. No es que sea un tierra muy propia de altos soplos, pero no deja de ser un paraje de valles, montañas y castros, y ahí, como bien sabe el viajero, cualquier aire se hace notar. Aquella noche la madre naturaleza ya avisó de sus intenciones y del acierto del meteorólogo. Me despertó una contraventana suelta que no paraba de golpear contra la pared. El viento, que hacía silbar a los árboles y se colaba entre las tejas, era tan fuerte que había conseguido arrancar la tablilla que mantenía la puertezuela resguardando la ventana. Yo trataba de acurrucarme más y más entre almohadas y edredones, mientras los perros, inquietos por los estruendos, aullaban asustados entre las ruinas de las casas colindantes.

A la mañana decidí salir al encuentro de una antigua calzada romana que según un viejo mapa de turismo estaba a unos pocos kilómetros de mi aldea. El folleto llevaba años dando vueltas por la casa y nadie vio más utilidad en él que la de recordar algún teléfono sin prefijo. El hecho de que tuviera más de 15 años y pudiera estar obsoleto no fue un motivo de desánimo sino todo lo contrario. La incertidumbre y la posibilidad de comprobar in situ cómo cambia la zona en cuestión de 15 años me animaba a aventurarme. El cielo presentaba todas las tonalidades de gris posibles, con claros y oscuros que pronosticaban un día de charcos, parabrisas y cafés al pie de la chimenea.

Ante el incesante chispear, decidí dejar el coche en un apeadero al lateral de la carretera y seguir a pie por el camino que conduce a O Burgo, el pueblo atravesado por la calzada romana. A O Burgo se puede llegar por varios caminos, pero todos presentan el mismo aspecto salvaje, sin rastro de asfalto ni piedras y con unos bancos de agua que auguraban aventura al que osase cruzarlo con coche. Así que opté por caminar. Según el folleto, me separaban unos dos kilómetros, un pueblo y dos bifurcaciones para llegar a la aldea asentada sobre la historia de Roma.

En mis primeros pasos la lluvia fue benévola y decidió darme un respiro, aunque el viento seguía jugueteando con las hojas caídas moviéndolas de un lado a otro del camino. La senda estaba marcada por las lindes de esas pequeñas fincas que sólo sobreviven allí, con un tamaño y pureza propios del paso del tiempo y de la humedad del norte. Miré el mapa en más de una ocasión, al tener que cruzar un riachuelo y andar más de lo esperado – es probable que no fuera más de diez minutos, pero ya saben que la incertidumbre siempre ralentiza el reloj -. Dudé en cada cruce aunque opté por seguir el consejo de los paisanos: ‘siga el camino que más pinta tiene de camino’; que, dicho sea de paso, fueron más de las dos ocasiones previstas.

Como acompañante, únicamente el viento, el silbido suave, mecedor que se desliza entre la arboleda que observa al caminante. Cuando volvía a dudar de si estaba siguiendo la dirección adecuada descubrí, a lo lejos, entre el verdor de la omnipresente vegetación, las piedras propias de las casas del interior gallego. Grandes pedruscos de cantera de incontable peso y con el grosor de un pilar de catedral. Según me aproximaba, aminoré el paso. Es típico en estos parajes que cuando uno llega a una aldea sea recibido, en primer lugar, por los canes que la guardan. No siempre son amables y cariñosos, de hecho, todo lo contrario. Amenazan, enciman al viajero y le ponen a prueba con sus protestas, a fin de que éste se pare y puedan tantearle guardando las respectivas distancias.

Sin embargo, no salió ningún perro. Tampoco ninguna persona se asomó a mi paso. El pueblo, formado por una casa a cada lado del camino, estaba deshabitado. Un pajar, con el techo derruido pero manteniendo aún su estructura en pie, y un cobertizo que sí daba la impresión de seguir en activo, era todo lo que formaba la aldea –registrada en el mapa– junto a las dos viviendas que un día tuvieron su vida y sus historias.

Eran casas viejas, por las que había pasado la mano de varias generaciones y cuyo reloj parecía haberse detenido en la década de los noventa. Aún quedaban vestigios de haber servido de improvisados almacenes o pequeños establos. Las entradas, ambas en la parte superior, seguían manteniendo sus puertas cerradas, soldadas en sus pliegues con telarañas también abandonadas. Me paré un instante en medio de aquel camino, entre las dos casas, para disfrutar del silencio de un lugar misterioso, custodiado por ventanas, puertas entreabiertas y recovecos por los que uno siempre tiene la sensación de estar siendo observado por muy sólo que se sepa.

Dejé Piñeiro atrás y seguí por la vía más clara que vi, la única que muestra rastros de un paso reciente. Continué con un espíritu renovado, cada vez más seguro,por el sendero rodeado de campos y delimitado por el musgo que viste las piedras y árboles que lo bordean. La senda zigzaguea por entre las colinas y permite al viajero divisar la infinidad de los montes gallegos, coronados por pueblos, iglesias, molinos e incluso algún castillo. No tardé en divisar mi destino, O Burgo.

Aunque anduve con cuidado de no ser sorprendido por los guardianes de la aldea, la rectitud del sendero previo a la llegada me permitió atisbar con cierta seguridad mi puesta en escena en aquel pueblo. Ya desde lejos distinguí a una mujer yendo de un sitio a otro con una cesta, lo cual me tranquilizó aún más. Una vez entre sus casas, divisé un cartel blanco, sobre la pared de una palleira, aunque apenas se podía intuir lo que en él se decía, ya que estaba prácticamente devorado por el musgo.

Como había perdido de vista a la mujer y tampoco encontré a nadie a mí alrededor, decidí adentrarme por sus calles en busca de alguien o algo que me orientase para encontrar el camino milenario. En seguida me topé con la iglesia, pequeña y de estilo románico (como todo por la zona), embellecida por el musgo y rodeada de una cerca de piedra lisa a menos de dos metros de distancia. Al lado de la puerta encontré una pequeña vitrina con una nota. En ella, lejos de indicar nada útil para el posible visitante (como es lógico), quedaban recogidas a boli, por una mano con síntomas de flaqueza y una caligrafía propia de la vieja escuela, las donaciones de cada vecino para gasolina. Diez euros cada uno, con su nombre y lugar de residencia.

Volví sobre mis pasos, sabedor de que lo que buscaba estaba más cerca de por donde había venido que hacia donde iba. Pasé por un pequeño pasaje cubierto por la planta alta de una casa de madera. Al cruzarlo, con la constante incertidumbre de no saber que encontraría al otro lado, me di cuenta de que debía estar en la zona de trabajo de algún vecino. Las cuerdas de tener la ropa atravesaban toda la parcela hasta anclarse con un pequeño cobertizo para guardar madera. En ellas, las pinzas tenían bastante trabajo con mantenerse al son del viento. Al fondo, una gran ladera que abarcaba todo el paisaje, rematado por nubarrones que amenazaban con cumplir las amenazas de la brisa que azotaba al pueblo.

Bordeé la casa para reencontrarme con el camino del inicio, pero al girar la esquina me topé con un lugareño que conducía una carreta llena de hierba mojada. Casi se sorprendió tanto él como yo de encontrarnos, así que traté de hacer lo más familiar y natural nuestro cruce en tan inesperado lugar. Le pregunté en gallego –una fortuna saber el idioma del lugar para familiarizar el trato con los paisanos– dónde podía encontrar ruinas romanas. La simple cuestión dejó al hombre desubicado –de unos sesenta y algo, de buena barriga y corpachón, con manos amplias, dedos gordos, nariz ancha y aguileña, sonrojada por el frío y ataviado con un abrigo de lana y boina. Todo ello sin perder la elegancia del pantalón bien planchado y los botines impolutos, propios de aquel que quiere mantener el prestigio de vivir en la ciudad con la practicidad de su amado pueblo-. El hombre me indicó que atrás encontraría el camino romano que cruzaba desde San Martino hasta San Pedro.

Volví decidido a caminar un rato por él hasta encontrar algún vestigio de primer asentamiento, que bien recogía mi mapa. Sin embargo, únicamente me topé con un barrizal que la llegada del chaparrón convirtió en un terreno fanganoso e incaminable. Ante la imposibilidad de avanzar por aquel terreno, me detuve en lo alto de una finca, al resguardo de una caseta medio derruida debajo de un árbol. Allí esperé algo desanimado por el fracaso de no encontrar nada a la altura de las expectativas, entre goteras y arañas que buscaban el mismo consuelo que yo. Busqué algo de apoyo en la tecnología, pero tampoco había cobertura. Resignado, me senté descansando sobre el árbol, con el único fin y acto de contemplar la lluvia.

No sé cuánto tiempo estuve con la mirada tendida al vacío, perdido entre la variedad de verdes que ascendían desde lo más próximo hasta acabar en un grisáceo que poco a poco comenzaba a clarear. Lentamente, el cielo fue tornando a un azul vivo, propio del sol que aguarda con ganas su momento de lucir. Me levanté para emprender mi vuelta al coche y en ese momento descubrí que la estampa quedaba coronada al fondo por el arco iris, dibujando una imagen hipnotizante. No deja de ser curioso. Había descubierto en aquella tierra, aún tutelada por la naturaleza y que parece más propia de otro tiempo, que actualmente el hombre se pierde buscando la belleza en lo instantáneo, superficial y hasta de una manera inconsciente, sin tener la calma ni la apertura suficiente para dejar que sea ella la que venga a nuestro encuentro.