Sandra I. Botargues
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Sandra I. Botargues

No sé por dónde empezar a describirme. Hace rato que no escribo y ni siquiera sé si todavía puedo hacerlo. Si todavía quiero hacerlo. He dedicado mis letras a diseccionarme, texto a texto, tratando de averiguarme. Intentando conocer qué es lo que espero de mí misma y de las personas de las que me rodeo. Me pregunto si hilar palabras bisturí en mano ha servido para algo.

Empecinada en acumular orgasmos de felicidad, empeñé toda mi energía en operar a corazón abierto a la tristeza. Quise descubrir qué oscuro obstáculo me impedía vivir en un clímax continuo, en una placentera convulsión eterna. Me colé entre los recodos de los pensamientos que gobiernan los blue Mondays de todas las vidas. Descubrí que no existen mapas que guíen por la oscuridad íntima.

La paciencia jamás ha sido una de mis virtudes. Impaciencia y pasión elevada al cubo podrían definir el estado habitual de ese envoltorio de emociones que es mi cerebro. De este bonito papel de regalo que esconde desvaríos varios y, según unos cuantos insensibles, demasiada sensibilidad.

Me pregunto qué es el ser humano si no es sensibilidad transformada en materia. Sensibilidad pura y dura que ha perdido cualquier atisbo de razón. Emociones, negativas y positivas, que pugnan por destacar en la cabecera de los pensamientos. Por influir en los movimientos que dibuja tu cuerpo casi por inercia.

Harta de cometer errores a sabiendas, me he confeccionado un traje de gomaespuma para amortiguar el salto la próxima vez que me dé por lanzarme al vacío. Cuando vuelva a meterme en esa boca de lobo que tanto me vicia, a pesar de arañarme y desgarrar mi piel de forma violenta y voraz. Ya tengo ganas. Temeraria, me llaman algunos. Inconsciente a ratos. Y es que si no arriesgo un trocito de mí en cada segundo de vida siento que no merece la pena.

No creo que sea bueno. Me refiero a vivir las cosas con tal intensidad. Parece que el aleteo de una mariposa en corazón ajeno pudiera provocar un terremoto en el mío propio. No conozco, sin embargo, otra manera de ser. De vivir. De sentir. Otra forma de hacer que no sea darlo todo y quererlo todo y arriesgarlo todo y perderlo todo. No concibo una alternativa a esta vida, incompleta y feroz, que avanzar a través de la maleza, navaja en mano, aprovechando todas y cada unas de las gotas de salvia que la sabia naturaleza sangra. Persiguiendo, como niños, puntos de luz que pueden convertirse en hadas y en duendes y en sueños cumplidos.

No puede ser malo. Me refiero a vivir las cosas con tal intensidad. A que el aleteo de una mariposa voraz en corazón ajeno pueda hacer temblar el mío propio. Hablo de ver la vida tras ese filtro cristalino que el húmedo ventanal de mi mirada infunde al paisaje. Brillante y mágico. Tan intenso que convierte todos los sentimientos en suspiros componiendo, nota a nota, la banda sonora de las miles de historias, abstractas y tangibles, ficticias y reales, que conviven en el tiempo. No, no puede ser malo escuchar la música del mundo y entender la letra de la melodía que tejen las palabras hermosas.

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