Uno de los lugares comunes más molestos en las editoriales en tiempos electorales es la frase (casi muletilla): «son las elecciones más importantes de nuestra historia». No say, you idiot. Cada nueva elección es «la más importante», pues es la que todavía no está definida. Así que sí, la elección presidencial del 2024 en México es la más importante (por ahora) en su historia. Sin embargo, hay dos peculiaridades este año; según algunos entendidos, la siguiente podría ser la última elección libre de nuestra historia, pues una de las alternativas tiene sesgos antidemocráticos y regresivos, por otro lado, quien escribe que no es ningún entendido, afirma que esconde un problema existencial para México.

Mucho ruido hay en torno a la elección presidencial del 2024. En medios, círculo rojo, redes y sobremesas sociales. En este ruido existe la idea que nos enfrentamos a dos visiones y versiones de México; importando una expresión desde los EE. UU.: «nos jugamos el alma de México», el tipo de país que queremos ser. Estas visiones de México se concretan en dos proyectos políticos antagónicos que dominan nuestra narrativa política. Repasemos ambas.

Por el lado del oficialismo podemos llamar a su proyecto: «nacionalismo y regeneración». Como su nombre lo indica esta visión tiene énfasis en traer de vuelta una versión idealizada de México, corrompida por proyectos importados ajenos a la esencia nacional. El nacionalismo del oficialismo es una narrativa homogénea, solo hay un modo de ser mexicano que es el reflejo de un solo pueblo. Un excepcionalismo mexicano el cual debe volver a dominar nuestra vida política, social y cultural. Evidentemente es una visión tradicionalista, incluso en lo moral.

Es un proyecto comunitarista donde el grupo, o sea la nación mexicana, tiene prioridad sobre los individuos. Es más, el individualismo entendido como la defensa de los intereses y derechos de las personas es considerado un vicio, un tipo de egoísmo, frente a la fraternidad de la comunidad. El escritor Paco Taibo 2 lo resume: «somos los libros que leemos, las canciones que bailamos y nunca bailamos solos».

Un nacionalismo homogéneo y comunitarista requiere un Estado centralista, que acumule en el gobierno central, en el presidente, todo el poder necesario para guiar al pueblo. El presidente no solo es un puesto público, sino un líder nacional que debe encarnar y representar la esencia nacional y al pueblo. Un líder, un maestro, El Tata. ¿Cuál es el lugar del individuo bajo este esquema? siempre ligado y subordinado al Estado, no de modo directo sino a través de alguna de las corporaciones o sectores de sí mismo, siempre como un engranaje más de la maquinaria, nunca como un individuo autónomo.

Este proyecto nacional es estatista en lo político y lo económico. Se ve al capitalismo como un mal necesario y a los empresarios como bestias por domesticar. No son suficientes las regulaciones de una economía (neo) liberal, pues el libre mercado desata las peores pasiones humanas, fuente de corrupción y desigualdad. Por eso se necesita una economía o capitalismo ligado al Estado; con muchas regulaciones, al servicio de los intereses estatales, con empresas paraestatales e industrias completas «estratégicas» en control completo del Estado. Los críticos a este sistema lo describen como capitalismo de compadres con grandes oportunidades para la corrupción y el tráfico de influencias.

Uno de los elementos claves de este proyecto es la vanguardia, una élite ideológica que debe guiar al movimiento, pueblo y, de ganar al país. Allí está el presidente, la candidata, los intelectuales orgánicos y líderes del movimiento. A ellos les toca no solo guiar y apadrinar, sino definir lo verdadero, lo correcto, lo valioso y lo bueno.

El segundo proyecto o visión de nación la podemos llamar (neo) liberal. Originada en los años 80 como reacción al fracaso político y económico del proyecto nacionalista de los años 60 y 70. Es un sistema individualista , el individuo, sus derechos y la fuerza transformadora de su actividad libre. Acá el individuo es más importante que la comunidad, sus derechos y libertades no se sacrifican en favor del grupo. No llega al extremo de la destrucción del Estado, no es un anarco individualismo sin un discurso nacionalista (tan cursi como la versión pasada).

Acá tenemos una narrativa de diversidad y heterogeneidad, dentro del paradigma de la globalización capitalista. México es una más de las naciones y culturas de la globalización, con algunos rasgos distintivos como la comida o algunas singulares tradiciones. Es una narrativa abierta a más expresiones de «lo mexicano», siempre y cuando no sean una amenaza real al sistema de la globalización; las cuales categoriza como «locas», «irracionales» o «no civilizadas». Una de las consecuencias de esto es un elitismo meritocrático y una tendencia tecnocrática en las actividades humanas y de gobierno.

Esto genera no un Estado mínimo, al estilo Robert Nozic, sino un Estado mediano. Un estado necesario con funciones claves, muchas de ellas ejecutadas por instituciones públicas autónomas. Un Estado con división de poderes que busca alejar la concentración de poder en una sola persona o grupo. Busca mantener una democracia representativa e institucional, que en México ha tomado la forma de partidocracia. Un sistema cerrado, diseñado por los partidos políticos tradicionales, donde la democracia se vive solo a través de ellos con altas barreras de entrada para nuevos partidos. Quizás uno de los mayores defectos del sistema político mexicano.

Además, valora las instituciones, de afiliación voluntaria entre el individuo y el Estado; empresas y organizaciones de la sociedad civil. Es por esto por lo que tenemos una economía de capitalismo globalizado de mercado pseudo libre. La apertura económica de los 80 y 90 es uno de los fenómenos más importantes en la historia de México, y hoy tenemos más empresas, más sectores económicos y opciones como consumidores y productores. Sin embargo, sería ingenuo suponer que la apertura ha sido completa. Según los índices internacionales la mexicana es una economía moderadamente libre, al nivel de Indonesia, Kazakstán, Saint Lucia, Mongolia, Bosnia y Herzegovina, y muchas de las tareas faltantes para una economía más libre no se han llevado a cabo para proteger intereses económicos de las élites políticas y económicas.

Uno de los pocos puntos de contacto entre el nacionalismo de regeneración y el (neo) liberalismo, es su filosofía de historia. Ambos emanan de posturas modernas, liberalismo clásico y marxismo, ambos creen que la historia es el recorrido de la humanidad hacia mejores estados; progreso. Para los primeros en la expansión de las libertades individuales y para los otros la lucha de clases y liberación de los oprimidos.

Más allá de este detalle, las dos visiones de México son incompatibles entre ellas. Antagónicas, sin posibilidad de puntos de contacto. Por lo que vivimos en un conflicto sin fin en un país que no es país, que carece de una identidad nacional real, un conjunto de valores políticos y sociales e ideas compartidas. Por eso la falta de concordia, de ciudadanos que se ocupan de las mismas cosas (Aristóteles); de ciudadanos que juran obedecer las mismas leyes (Jenofonte) o de un gran consenso, el mejor y más apretado vínculo de todo Estado (Cicerón) y a la coincidencia de sus miembros en ciertas opiniones últimas (Ortega y Gasset).

Un Estado sin concordia es uno que se desvanece, sobreviene el reino irracional de las pasiones encontradas, irreconciliables, violentas (Krauze).

Todo esto en un ambiente de alta polarización, compartido con el resto de las democracias occidentales, donde se vive una reducción de la política a dos alternativas que exigen al elector tomar postura absoluta para no dar validez a la visión opositora.

Y ya que ambas posturas se presentan como antagónicas y perfectamente separadas, es imposible hacer síntesis ni concordia. México está condenado.