Desde que el nacimiento de la fotografía puso en crisis la disciplina o la liberó de sus obligaciones miméticas, los artistas han declarado «el fin de la pintura», vista como un medio conservador y obsoleto frente al cambio tecnológico en el registro visual de la realidad.

Hacia 1840, cuando el pintor Paul Delaroche vio por primera vez un daguerrotipo, declaró: «A partir de hoy, la pintura ha muerto». Su pintura de Cromwell, el gran iconoclasta, levantando la tapa de un ataúd para contemplar a Carlos I, el gran coleccionista y comisario de Rubens y Van Dyck, capta algo de esta melancolía.

Como apuntó Arthur Danto, en sus reflexiones sobre El fin del arte (1997), la fotografía llevó a los artistas del siglo XX a abandonar cualquier intento de imitar la naturaleza y explorar, en cambio, la cuestión de la identidad del arte, lo que condujo a una era en la que todo vale.

Sin embargo, la fotografía, a pesar de su popularidad, era considerada principalmente un oficio y no una forma de arte en absoluto. Durante casi cien años no tuvo cabida en exposiciones o galerías de arte, y los fotógrafos solo eran vistos como técnicos, no como artistas.

Pero, todo empezó a cambiar con las innovaciones de fotógrafos como Alfred Stieglitz y Ansel Adams, en los Estados Unidos, quienes transformaron tan temprano como 1905 la percepción de la fotografía y la elevaron a la categoría de las bellas artes. El modernismo europeo tuvo mucho que ver con este cambio de paradigma mediante la publicación de las sugerentes imágenes urbanas de Eugene Atget, que prefería ser considerado actor hasta que otros dos fotógrafos innovadores, Berenice Abbot y Man Ray, lo empezaron a promocionar en el círculo surrealista como un artista visual.

Se va afirmando, entonces, a ambos lados del Atlántico, un rompimiento de la narrativa visual donde el objeto de la fotografía pasa de ser un mero registro fidedigno y natural del presente a un medio de expresión con sus propias reglas técnicas y conceptuales artísticas.

Sin embargo, la fotografía como medio artístico no será mundialmente reconocida hasta que tiene lugar en 1955 la muestra «La familia del hombre». Organizada por el fotógrafo Edward Steichen, segundo director de fotografía del Museo de Arte Moderno (MOMA). Esta iniciativa verdaderamente épica incluyó 503 fotografías de 273 fotógrafos que representaban a 68 países diferentes.

Poco convencionales y sin precedentes en su época, la mayoría de las fotografías se exhibieron sin marco, montadas sobre losas de mampostería y colgadas del techo, suspendidas en el aire. La muestra siguió un camino narrativo distinto, guiando a los espectadores a través de un collage de fotografías tridimensional que ocupaba todo el segundo piso del museo. La muestra de manera itinerante se exhibió en treinta y siete países y más de nueve millones de personas la visitaron.

Entre los participantes destacaron entre otros creativos como Irving Penn, Diane Arbus, y Richard Avedon que tenían en común destacadas carreras en la fotografía de modas. Los tres eran de ascendencia judía y colaboraron con las mismas revistas de modas en la década del cuarenta del siglo pasado. Pero mientras Arbus se orientó en su obra artística a visibilizar personajes de aspecto no convencional en los peligrosos barrios marginales de Nueva York como enanos, gigantes, nudistas, estríperes, transexuales, travestis y prostitutas, Penn y Avedon se enfrascaron en una competencia entre la pureza de las formas y el control de la expresión, respectivamente, que duró más de cuatro décadas e influyó decisivamente en el segundo sin que esto fuera un obstáculo para su amistad.

De cierta manera, resulta irónico que la legitimación del medio como arte se alinee con un retorno de este a la composición ideativa y concepto propio de la pintura dada por muerta por el modernismo. Este es justamente uno de los méritos de Avedon cuya muestra examinamos críticamente en esta oportunidad.

De la moda al arte

Avedon forjó su reputación en la industria de la moda fotografiando con gran suceso económico y profesional a las más bellas modelos y celebridades de su tiempo como Truman Capote, Henry Miller, Humphrey Bogart, Barbra Streisand y Marilyn Monroe para revistas como Harper’s Bazaar y Vogue, haciendo fotoperiodismo para la revista Life y campañas publicitarias para marcas cosméticas.

Pero, en 1968, producto de una crisis personal y profesional necesitaba un nuevo comienzo con una nueva cámara. Estaba envejeciendo y la competencia en el medio iba aumentando con una nueva generación de fotógrafos que rompían limites como Helmut Newton y Guy Bourdin.

Además, el mundo a su alrededor estaba cambiando dramáticamente con base en eventos como la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos, la revolución sexual y los magnicidios políticos.

Si bien había desarrollado proyectos fotográficos relevantes convertidos en publicaciones y exhibiciones en museos emblemáticos, se dio cuenta de que había algo más importante para él que la fotografía de modas.

Eran tiempos en que el estatus de la fotografía como arte visual era aún cuestionado y Avedon, perpetuamente competitivo y ansioso sobre su credibilidad y legitimidad como artista —su colega Penn había sido aceptado como artista fotógrafo, pero él no—, consideraba que solo una nueva gramática visual podía responder a la demanda de su tiempo.

Como ha escrito su biógrafo Philip Gefter en What becomes a Legend Most (Lo que más se convierte en una leyenda, 2020) el rompimiento sería solo posible lograrlo con un cambio tecnológico. Por ello, Avedon puso a un lado su cámara portable Rolleiflex para adquirir una cámara Deardorff de ocho por diez pulgadas, montada sobre un trípode, para realizar una serie de retratos grupales lo bastante grandes para cubrir una pared con un ancho de hasta más de un metro por panel. Este dispositivo contaba con un disparador lento y una profundidad de campo superficial, cuyas inconveniencias crearon nuevas demandas al fotógrafo. particularmente porque las figuras aparecían con las frentes de sus cabezas y pies cortados en los bordes.

De 1969 a 1971, produjo algunas de las fotografías en gran escala jamás impresas antes, incluyendo retratos grupales del equipo de Andy Warhol, los altos mandos de la guerra en Vietnam, y el grupo de los siete de Chicago.

Además de su fuerza estética, estos murales constituyen un hito en la impresión fotográfica. No existían las ampliaciones con impresoras de inyección de tinta que pueden hoy en día generar en un rollo de papel hasta 300 puntos por pulgada. Estamos ante impresiones en gelatina de plata, tradicionales en todo menos la escala. Eran un desafío enorme cuando se exponían en el cuarto oscuro requiriendo una impresionante precisión técnica porque pequeñas deformidades en el negativo podían convertirse en serias irregularidades en la copia final.

Tres de sus cuatro murales originales llenan una sola sala en el Museo Metropolitano de Arte en Nueva York, con motivo del centenario de su nacimiento en 1923, pero llenar no refleja como verbo el hito marcado en la producción de estos envolventes retratos que reinventaron el retrato grupal como ya antes en medio pictórico lo habían hecho los pintores de la edad de oro holandesa, preimpresionistas franceses y contemporáneamente fotógrafos que consideraba sus rivales.

«Quería ver si podía reinventar lo que era un retrato de grupo… desde los pintores holandeses, pasando por Fantin-Latour, hasta Irving Penn», declaraba en retrospectiva Avedon en el 2002.

La última vez que se presentaron los murales de Avedon fue en el 2012, en la galería neoyorquina Gagosian mediante un montaje con vitrinas de vidrio. Esta vez en el MET el contacto es directo, nada separa al espectador de los retratos que doblan a menudo en tamaño la dimensión humana promedio.

Se trata de obras honestas, sin ningún embellecimiento, iluminación llamativa; carecen de los fondos típicos de estudio, y las imágenes emergen con ciertas imperfecciones sobre un fondo blando transparente. Los bordes de los negativos son visibles, y los pies y manos no han sido retocados.

Los murales expuestos son multipaneles superpuestos compuestos de tres y hasta cinco impresiones que hacen una impactante propuesta estética en medio de un mundo en caos revelando a la fotografía como un medio vigoroso y relevante documental y estéticamente.

Triada en conflicto

Entrando a la galería 851 del MET encontramos el primero de los «murales», como los designaba Avedon, un retrato grupal del artista pop Andy Warhol y diez miembros de su equipo en La Fábrica, su centro de producción multimedial.

El grupo de celebridades fue fotografiado en el estudio de Avedon contra un fondo neutro durante varias semanas en 1969 en lo que constituiría una marca de su emblemático estilo. Hoy el uso de tales fondos parece un lugar común, pero, entonces, era novedoso y el artista fotógrafo justificaba su uso ya que «aísla al sujeto de sí mismo y te permite explorar la geografía de su cara; el continente inexplorado en el rostro humano» (Richard Avedon – Photographs 1946-2004. Louisiana Museum of Modern Art, 2007, p. 27).

Agrupadas cerca del centro del mural se presentan cinco figuras desnudas, una de ellas es la actriz transgénero Candy Darling que aparece junto a tres hombres cisgénero de los filmes de Warhol, agrupados como una parodia queer de las Tres gracias de Rubens.

Las ropas acumuladas en el suelo a sus pies declaran con extraña elocuencia la liberación de convenciones morales y las sombras de su ser social. El fotógrafo recordaba después, bromeando, que durante las sesiones con el equipo de Warhol «antes de que pudieras saludar, ellos estaban desnudos y listos para el viaje».

Debo apuntar que, para Avedon, el retrato como género fotográfico era su trabajo «profundo». Esto es que revestía la máxima seriedad sin importar a quién retratara, ya fuera una modelo, un artista o un político. Engullía a los sujetos con su intensa mirada manteniendo siempre el control. En sus propias palabras:

Un fotógrafo retratista depende de otra persona para completar su fotografía, el sujeto imaginado que en cierto sentido soy yo mismo, debe ser descubierto en otra persona dispuesta a participar en una ficción de la que no sabe nada…Su necesidad de defender su causa es probablemente tan profunda como la de defender la mía, pero el que tiene el control soy yo. Un retrato no es una semejanza. En el mismo instante en que una emoción o un hecho se convierte en una fotografía deja de ser un hecho para pasar a ser una opinión. En una fotografía no existe la imprecisión. Todas las fotografías son precisas, ninguna de ella es la verdad (citado por Fernando Portillo Guzmán en «El hombre que no cesa: August Sander y Richard Avedon, artistas con cámaras fotográficas», 2004, Getafe: Madrid).

Para llegar a la personalidad oculta de sus sujetos, los provocaba hasta el extremo, menospreciando la imagen empaquetada que muchos por entrenamiento habían desarrollado y traían consigo al estudio. A veces hasta los engañaba mediante una historia ficticia o un elemento sorpresivo o estresante y así ejercía el control necesario para obtener la verdad del momento.

Los otros dos murales en la muestra revelan la misma intencionalidad. Uno de ellos representa a los «Siete de Chicago» —entre ellos Abbie Hoffman y Jerry Rubin— que fueron reunidos por Avedon en el Hotel Chicago Hilton durante el juicio que enfrentaron por su conspiración para provocar disturbios en 1968 durante la convención demócrata; el otro muestra a los miembros del «Consejo de Misión» —los líderes militares y estrategas políticos de la guerra de Vietnam que fueron fotografiados en la embajada estadounidense en Saigón.

En lugar de la desnudez precedente, entramos al terreno de las sombras. A diferencia de los otros dos murales, tuvo solo unos minutos para hacer las fotos después de enfrentar numerosas cancelaciones y una larga espera en las salas de la embajada. Para cuando tuvo lugar el registro, ya tenía planeado como los alinearía para la sesión. El resultado es un testimonio visual poderoso sobre la maldad mundana a través de los gestos de los hombres que reducían la muerte a un ejercicio de lápiz sobre el papel.

La exhibición conmemorativa incluye también una porción limitada de fotografías grupales de formato ordinario, incluyendo cuatro que tomó en la capital survietnamita en abril de 1971, sobre niños limpiabotas y trabajadoras sexuales, precedidas de un importante registro antes de que girara su cámara de la fotografía comercial a la política y la sociedad.

Se trata de un retrato de la contralto afroamericana Marian Anderson realizado en 1955 que la muestra con los ojos cerrados, los labios como un puchero en una O perfecta; su cabello lejos de la imagen enrollada y recatada de su concierto en el Centro Lincoln, pero fluyendo como afectado por la brisa. Esta obra recuerda otras de su publicación de 1964 Nada personal un volumen de retratos que anunciaba los grandes cambios en la cultura estadounidense.

Crisis interior

Cuando uno entra a la larga pero estrecha sala en el museo, la impresión es impactante. Avedon ha retratado en sus tres gigantes murales al gobierno, los manifestantes antisistema y los influencers de los setenta. Tal vez no llegan estas tres obras a completar la imagen de la sociedad de entonces, pero al menos hacen potentes declaraciones sobre realidades interdependientes de actores claves. Hay un diálogo tácito en la sala entre el poder establecido contra las nuevas tendencias disruptivas en el plano social y cultural.

Pero, las imágenes van más allá de los conflictos generacionales para evidenciar el conflicto interno en que se debate cada grupo representado. Por un lado, los belicistas conscientes de que están perdiendo la guerra en Vietnam y en casa discerniendo que su nefasta conducta tendrá ecos a lo largo de la historia.

Por otro, los siete de Chicago en medio de un juicio legal que está saliendo muy mal y que los va dividiendo. Y, Warhol y su séquito de La Fábrica, mientras tanto, enfrentando las complicaciones de la identidad sexual, el comercio artístico y el consumo de drogas. Warhol herido de un disparo de bala del que nunca se recuperará completamente, que 18 meses antes le infringió una problemática escritora y feminista radical llamada Valerie Solanas. El mural muestra a Warhol en una etapa temprana de su largo declive como artista.

Los murales expresan como proezas técnicas para su tiempo una lucha incomoda por el reconocimiento del medio y al artista como tal. Es claro que, a pesar de sus avances, la fotografía aún no era plenamente aceptada como una forma de arte legítima por museos, historiadores y críticos. Por ello, trabajó en una escala que pudiera competir con los retratos de grupo de artistas como Frans Hals y Rembrandt, con pinturas pop y expresionistas abstractas a gran escala, y con las vallas publicitarias. Eso significó luchar contra las limitaciones de su medio.

Organizar a sus sujetos y tomar las fotografías en el momento justo fue el primer desafío; una vez que se inserta la película en una cámara Deardorff de 8 por 10 pulgadas, ya no se puede usar el visor para observar cómo se verá la composición. Al ampliar y desarrollar los negativos, Avedon se vio envuelto en una batalla constante contra el polvo y otras imperfecciones. Trabajando con un equipo de asistentes, utilizó el papel fotográfico más grande disponible y enormes baños químicos en el cuarto oscuro.

A menos que sean páginas dobles, las fotografías de moda encargadas para revistas tienden a estar en formato vertical (retrato). En sus murales, el autor quería lo contrario, una horizontalidad que obligará al espectador a desplazarse a lo largo de cada panel para poder verlo todo como cuando se despliega una pintura en un pergamino chino.

Pulso y estilo

Cada mural en la presente muestra obliga, en criterio de la historiadora de arte Eileen Travell, a mirar hacia el pasado, a una de más importantes pinturas del siglo XIX: El estudio del pintor de Gustave Courbet. Esa parece ser la ambición del formato en Avedon. Sin embargo, mientras Courbet hace una alegoría que es coherente con su realismo y postura radicalmente socialista —por lo que subtitula la obra Una alegoría real resumiendo siete años de mi vida como un artista—, la alegoría de Avedon tiene más que ver con su obsesión «con el estilo personal como una expresión de vitalidad», como ha apuntado el crítico Vince Aletti.

Recordemos por un momento lo que significa el retrato para él y lo que hizo intencionalmente en su carrera para profundizar en este género. Buscó siempre controlar el pulso de sus sujetos como una expresión de singular vitalidad consistente con su temperamento emocional y algo nervioso.

Para plasmar dicha vitalidad, además de luchar con las posibilidades del medio y la técnica disponible, contendió con el tiempo. Por ello, en contraste con el sesgo del medio fotográfico hacia la instantaneidad del momento, procuró que las imágenes captadas evocaran el sentido de atemporalidad. Además, para crear monumentalidad evitó los lentes angulares y, en su lugar, saturó el marco recortando cabezas y pies y posicionando la cámara más abajo.

El objetivo del fotógrafo fue crear un sentido de inmediatez combinando distintas exposiciones en estudio para crear imágenes que, visiblemente, se duplican en distintos paneles mostrando la fusión de opuestos aparentes, la tensión de lo espontaneo y la informalidad de los detalles.

Avedon, un agnóstico practicante, se aferraba a su propia versión de la verdad en su quehacer. Como fotógrafo tomaba la posición de que era como un pintor, sin ninguna alianza particular con el fotorrealismo.

Mientras en la pintura la presencia del sujeto o grupo representado queda afincado en el «aquí y ahora», las fotografías por lo general son asombrosas expresiones puras del «allí y entonces». Sin importar cuándo fueron registradas, pertenecen al pasado y contra esa ley lucha estéticamente en cada imagen hasta construir una solución estilísticamente simple pero muy efectiva: una tensión que perdura con resiliencia con base en la óptica pura y la entropía humana testimoniada en cada sujeto cuya mortalidad y decadencia inminentes son evidenciadas contra un fondo blanco indiferente.

¿Qué ha cambiado desde que los murales fueron concebidos y expuestos? Todo se ha reducido. La enorme cámara que aprendió a manejar con destreza Avedon ha sido sustituida por los teléfonos inteligentes con cámara de 100 megapíxeles, y la tecnología de impresión que hace las fotografías tomadas en estos aparatos móviles indistinguibles de los afiches y gigantografías que se exhiben en las galerías.

En perspectiva, la escala que imprimía fuerza monumental a la fotografía de Avedon ha dejado de ser relevante tecnológicamente, pero más serio resulta ver como las expectativas del medio de los fotógrafos en el presente se han encogido por falta de ambición y concepto artísticos que ya no gravitan con igual peso que cuando los murales vieron la luz.