Cuando aprecio una exhibición, como la que se presenta en estos inicios del 2023 en la Sala de Exposiciones temporales del Museo de Arte Costarricense, que me ancla o motiva a razonar y a recordar, se apodera de mi pensamiento una maraña de conexiones y la evocación de momentos de la vida cultural costarricense que me enerva la consciencia, y quiero repasar paso a paso la cuantía de esas dotes y vivencias. La introducción a la abstracción en Costa Rica en los años sesenta del siglo anterior, marcó un breve anclaje en las aguas (in)tranquilas de aquella década, pero suficiente para la ida y venida de artistas que viajaron a formarse a Europa, Estados Unidos y América del Sur; así como la traída de notables muestras del arte de punta de aquellos años, montadas bajo los aleros de nuestros espacios culturales. Trasciende la exposición del Grupo 8 en 1963 en Las Arcadas frente al Teatro Nacional, que con brevedad abrazaba lo abstracto, pero influidos quizás por las críticas de Marta Traba, quien años después fustigó esa manifestación en favor de la Nueva Figuración Latinoamericana, fue un potente nubarrón que en los setenta y ochenta irrigó con creatividad los ya abonados campos del arte local.

Repito (in)tranquilas, pues no pasaban desapercibidos los conflictos bélicos en Vietnam y la Guerra Fría. La revolución sobre las estructuras académicas y reclamos estudiantiles del 68 en Europa, con repercusiones en México; el movimiento hippie que adversaba la guerra y se hizo notorio en las conductas de la juventud, fueron solo algunos detonantes que removieron la escena. En 1969 el connacional Juan Luis Rodríguez Sibaja obtiene el Gran Premio de la Bienal de París con El Combate, una instalación en regla, y ya de regreso al país llegó cargado de materiales y experiencia para establecer el taller de grabado en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Costa Rica, significativo para las discusiones y revisiones a la teoría del arte y los fundamentos para jóvenes artistas que encontraron un espacio para ventilar sus ideas y que, en los noventa, cultivaron el terreno para que brotara aquel carácter descolonizador, político y crítico tan propio del arte contemporáneo.

El signo de lo geométrico y el constructivismo ya había sido plantado regenerando los estudios de lo precolombino, como lo fue la experiencia del uruguayo Joaquín Torres García en el Cono Sur, y el guatemalteco-mexicano Carlos Mérida derivado de los tejidos mayas de aquel país del istmo centroamericano, llegando a dar sus propios brotes en pintura y algunos murales. Se recuerda que, en la portada del catálogo de la Primera Bienal de Arte Centroamericano, 1971, organizada por el Consejo Superior Universitario Centroamericano (bienal de la cual Traba fue jurado), se publicó la fotografía de uno de los murales de Mérida pintado para el Banco Hipotecario de Guatemala.

Y digo «aguas nada tranquilas» pues, además de las idas y venidas de artistas por un mundo tan convulso, entre ellos Harold Fonseca, quien se estableció en Estados Unidos, se trajeron muestras de suma importancia, como recuerda en un comentario a una de mis publicaciones en Facebook, Carlos Poveda, evocando su inclusión en «Modern Artists of Costa Rica» en la Unión Panamericana de Washington D.C. 1964, con el apoyo que el crítico José Gómez Sicre brindó al arte del istmo. Evóquese que la Guerra Fría sirvió para apoyar el desarrollo de los países de la región, y la cultura nunca estuvo al margen.

El artista nacional Rafael Ottón Solís, en una entrevista que le cursé para la revista de arte contemporáneo La Fatal en 2010, recordó sus propios inicios en estos terrenos y agregó como fundamental la exhibición «Arte Italiano Contemporáneo» 1967, itinerante por Centroamérica y traída desde Roma, presentándose en el Museo Nacional de Costa Rica con un catálogo-libro de 324 páginas, ilustrado con fotografías y textos. También evoca otra exposición promovida por la Unión Panamericana, OEA, expuesta en La Sala de Artes y Letras, como importante «Grabados de pintores y escultores contemporáneos», curada por el MOMA —The Museum of Modern Art—, de Nueva York, 1966. No pasa desapercibida en ese panorama una tercera propuesta, la cual, según Rafael Ottón, le marcó indeleblemente: «Arte de Centroamérica y Panamá».

Ahí enfrenté por primera vez en mi vida a grandes valores centroamericanos de los años sesenta, y fue cuando conocí la obra de Lola Fernández y descubrí el sentido y significado de la abstracción.

En el artículo «Memoria y abstracción en el arte centroamericano. Reflexiones compartidas por el pintor y académico José Pablo Solís», en la revista Meer, febrero de 2021, este autor acota:

… muchos de los maestros de la época viajan a Sur América a formarse como jóvenes inquietos en la relación con la pintura, Alfredo Sinclair en Panamá, Armando Morales en Nicaragua, Carlos Cañas en el Salvador, Ricardo Aguilar en Honduras, Harold Fonseca y Manuel de la Cruz González, que generan una nueva sensibilidad a partir de principios de la abstracción universal, en conceptos como ausencia de representación de la realidad, la comprensión que la abstracción era una tendencia de las artes decorativas de todas las épocas, que inician una reflexión de la pintura occidental moderna.

En la primera parte del siglo XX, en el país se habían dado movimientos influyentes en el futuro desarrollo de la cultura costarricense y, en particular, en las artes visuales. Se recuerda la bonanza cafetalera de finales del siglo XIX e inicios del XX que incidió en el avance edilicio al construir, entre otros, el Teatro Nacional, 1897; la escuela Buenaventura Corrales conocida como Edificio Metálico, 1896, estructura traída de Europa y ensamblada en el céntrico sitio que ocupa hoy en la capital al lado del parque Morazán; además el Colegio de Señoritas, 1888; la iluminación del alumbrado público de San José, bonanza que impulsó a los hacendados cafetaleros a —como se dijo—, enviar sus hijos a estudiar al exterior, y al regresar estos fomentaron una cultura de sensible influencia europeizante. Artistas de la talla de Enrique Echandi, Teodorico Quirós, Max Jiménez Huete, Margarita Betheau, jugaron un papel preponderante al elaborar discursos que buscaban rehacer lo local, pero observando los lenguajes de punta vigentes en las principales capitales del arte y de aquella referencia eurocentrista. A Bertheau, por ejemplo, la vimos referenciar a Fernand Léger, Lionel Feninger, entre otros, antes de enmendar la práctica del paisaje costarricense que ella tuvo con la acuarela.

Dicho flujo de experiencias formativas potenció la ida y venida al viejo continente por parte de Felo García, Lola Fernández, César Valverde, y Manuel de la Cruz González, quien se estableció en Venezuela e incluyó de lleno en una de las facetas más representativas de su búsqueda, y uno de quienes a su regreso conformaron en el Grupo 8, cuya primera exposición fue en Las Arcadas en 1963, tal y como se dijo.

La curadora de esta exposición María José Chavarría en el brochure de la exposición acerca de dicha dinámica transcultural de esos años, destaca a Harold Fonseca junto con Luis Daell, Rafael (Felo) García, Hernán González, Manuel de la Cruz González, Guillermo Jiménez, César Valverde y Néstor Zeledón G., quienes integraron el Grupo 8 en 1961, en cuyo manifiesto anunciaban el interés de promover y discutir sobre el arte moderno y las tendencias no figurativas, pero que ya al final de esa misma década cada uno siguió sus propias investigaciones y derroteros.

Esa marea de referencialidad al pujante arte internacional tuvo sus aciertos, pero también contradicciones y desaciertos. El Grupo 8 que se propuso potenciar la abstracción pronto se diluyó y los artistas abrazaron la figuración, pero dejaron pasar desapercibido y al margen un arte como el originario de este continente, que demostró enorme valor potenciador y genuinidad para ir más allá y descolonizar aquellas referencias eurocéntricas.

Harold Fonseca

Visitar la muestra 2022-2023 de este artista en el Museo de Arte Costarricense, encabritó aquella maraña de mis memorias y saberes. En el país Harold Fonseca asimiló la raíz rizomatosa de la abstracción potenciando lo originario prehispánico desde su médula e intelecto. Se observa en sus primeras obras y, a pesar de viajar a estudiar a Chicago y trabajar en otras ciudades norteamericanas por varias décadas, el arranque de su actividad creativa fue marcado por un cultivo muy poroso, que emerge de los componentes del arte autóctono y ancestral, y a lo largo de su producción creativa lo retoma, sobre todo en sus últimas pinturas antes de fallecer en el 2000, abordando algunos elementos o artefactos con esa raíz.

Los historiadores de arte Ileana Alvarado y Efraín Hernández en el libro-catálogo Arte Costarricense en la colección del MAC: Diversidad e hibridación, 2013, comienzan su ensayo curatorial abordando esta problemática y definen que el arte producido antes de la conquista y colonización o antes de la llegada de los europeos es en suma valioso y genuino:

El patrimonio heredado por los grandes artistas indígenas legó, no solo centros urbanos complejos como Guayabo de Turrialba sino, también, una escultura excepcional en talla directa en piedra, una cerámica variada y de gran riqueza formal y pictórica, y un trabajo en orfebrería de gran refinamiento (Alvarado y Hernández, 2013, p.11).

Descolonizar el arte

La trascendencia dada a la influencia europea en la educación artística opacó el vigor y genuinidad del arte originario ancestral, e incluso al de las etnias actuales que trabajan principalmente las artesanías, los textiles y el grabado, y en las estructuras de validación de la obra; pero dan poco interés al conocimiento y regeneración del legado originario, como dije, autóctono.

Razón para que este arte sea apreciado como no nuestro, como si fuera solo de los otros. A menudo repito que el arte costarricense no se inició con la llegada de pintores europeos o los que se formaron en aquel lejano continente; se inició cuando los habitantes originarios empezaron a interpretar lo que la diversidad presente en la naturaleza les hablaba: las aguas de los ríos, los árboles, la flora y fauna, las nubes, el tremor volcánico, el rayo, el fuego y la tormenta, o sea, cuando empezaron a interpretar los signos del lenguaje vernáculo, entorno y trascendencia de una cultura de enorme valor y originalidad sustentada en el binomio cultura/naturaleza.

Aquella raíz del arte originario ancestral, pudo ser la mejor escuela para nuestros arquitectos, diseñadores y artistas visuales actuales, visto en la piedra esculpida, en la cerámica, la orfebrería, los textiles, en la esencia de la arquitectura y el diseño urbano mismo. Por fortuna, algunos artistas como lo fue Harold Fonseca, en esta parte de la historia nacional, descubrieron el potencial de esta bio/cultura, que deviene de lo tratado por los artistas originarios prehispánicos, y se esperaba que los «8» dieran una mayor brillantez y calado, investigando aquella huella para regenerar aquel legado y signo de resistencia cultural a las futuras generaciones. Sí hubiera sido de esa manera, otro sería el cantar.

Eso no ocurrió, por la contradicción que les provocaba que se les llamara «indios» o artistas «indigenistas», como suele suceder con las percepciones eurocentristas e incluso «newyorkcentristas» que, descalifican el arte que no cuadre con sus estructuras de validación hegemónicas.

La curadora María José Chavarría observa a cabalidad ese contraste y contradicción que aún no hemos sabido revalidar y aportar desde las posturas de la creciente descolonialidad:

Fonseca estuvo involucrado con los intereses de dicha agrupación, trabajando sus propuestas de la no figuración, especialmente en este periodo. Se podría decir que su producción se caracteriza por una fuerte tendencia abstracta en la década de los años setenta, para luego incluir la figuración de manera estilizada junto con temáticas que interpretan referencias de la tradición grecolatina, y a la vez, una presencia importante de imaginarios de la cultura local, de la herencia afroamericana, así como de los pueblos originarios (Chavarría, 2022).

Acercamiento a algunas de sus obras

Harold Fonseca (1920-2000) —y con esto concluyo el comentario de esta muestra que me parece reveladora dentro del arte costarricense de la segunda parte del siglo XX—, luego de estudiar en el Instituto de Arte de Chicago y regresar al país en la década de los noventa, concientiza o potencia esa esencia en su pintura, que ya no era del todo abstracta, pero lo sorprendente es que mantiene reminiscencias de aquellas expresiones originarias: Abstracción óleo sobre tela, 1963; Génesis óleo sobre tela, también de 1963; Motul, 1959; Calac, 1960. Aunque luego se diluye esa fuerza del referente originario y de la abstracción, aparece en algunas pinturas de años posteriores como Raíces, 1996; Lo que siempre fue, 1997; tres piezas donde se advierte una figuración muy estilizada que en parte refiere a la pintura de Fernand Léger y Pablo Picasso.

Este ensayo sobre el arte de Fonseca devela una de mis facetas al intentar escribir algunos rudimentos de la historia, y visitar la muestra forzó no solo la morada sino la naturaleza de aquellos vectores, acomodados hasta sacarlos a flote en este comentario. El lenguaje abstracto se aprecia en el mural de Plaza González Víquez, uno de los pocos proyectos urbanos del Grupo 8, construidos posteriormente para rememorar su legado, el cual fue homenajeado por la Municipalidad de San José en 2019. En la muestra de Fonseca en el Museo de Arte Costarricense 2022, también afloran temas de cierto goce mitológico y de un lenguaje muy estilizado en la pintura Cariátides del Café, 1998, y Rapto de Europa, también de 1998. Pero lo más destacable y que trasciende en lo expuesto al recorrer la sala, y por lo que recomiendo la visita a tan importante exhibición es que, en su mayoría, lo expuesto son obras de la colección del MAC, elaboradas en un lapso al final de su vida, cuando regresó al país y pintó todo ese conjunto que hoy apreciamos, que junto a lo colectado de otros artistas referentes nos permite mirar en retrospectiva el arte nacional, sus preocupaciones estéticas, ideológicas, sociales y culturales en un arte vivo, que debemos observar y aprender a valorar como un buen soplo de aire propio al catar un buen vino.