El medio acuoso de los mares y los océanos rebosa de sonidos. Más aún que en los ambientes en los que hacemos nuestras vidas, pues al ser el agua casi mil veces más densa que el aire que nos rodea, las vibraciones materiales del sonido se transfieren mucho más lejos de lo que llega la luz, recorriendo así largas distancias sin apenas atenuarse un poco. Ese eco omnisciente que escuchamos al sumergirnos en las playas, y que algunos de nosotros hemos confundido con agitaciones en el interior de nuestros cráneos, es en realidad una amalgama de voces y cantos, de chirridos y estruendos que llegan de todas direcciones y cuyas fuentes son difíciles de identificar y ubicar.

Ese bullicio es producto de fuentes naturales e industriales. Desde los icebergs que se resquebrajan y hunden, hasta los gases liberados por actividad geotérmica, pasando por la algarabía de buques pesqueros y las operaciones de las plataformas petroleras. Estas últimas —como otras muestras de nuestras prácticas comerciales— son responsables de índices altos de contaminación sonora en el medio acuático, tan dañinas para el equilibrio del ecosistema como lo son la liberación de químicos en la atmósfera, o de plásticos en los océanos.

Cada año, cientos de ballenas sufren las consecuencias del ruido causado por nuestra actividad. Padecen de migrañas, vómitos y mareos causados por los sonares de los submarinos militares y el ajetreo de los barcos de pesca. No es un malestar único de una especie, pues afecta a todos los cetáceos y demás criaturas de las profundidades que son sensibles a la acústica de su entorno. En ocasiones, el exceso de decibeles les hace sangrar por los ojos, y conocidos son los casos de belugas, vaquitas, cachalotes, orcas, y otras tantas ballenas y delfines que prefieren varar y morir en las playas, todo con tal de escapar al escándalo acuático que los aparatos de nuestra industria y comercio, del ocio y de la guerra, no pueden evitar causar.

Para los cetáceos, el equilibrio acústico es necesario si desean mantener las rutas de tráfico y los canales de comunicación, encontrar alimento y encontrarse entre ellos mismos. Se hablan unos a otros utilizando ecolocalización y sonidos, y sus voces se transmiten a través de la termoclina, la frontera térmica entre las aguas calientes más cercanas a la superficie, y las gélidas de las profundidades. Es una barrera de entre uno a dos metros de grosor, según los cambios de presión y temperatura, en la que el sonido queda atrapado. Es ahí dentro donde las voces de las ballenas rebotan arriba y abajo, contenidas por los techos y suelos de agua caliente y fría, recorriendo de esa forma un pasillo acústico que se extiende a lo largo del mar.

Es gracias a este canal con el que hablan unas a otras las ballenas, aunque eso no significa que todas puedan entenderse. Cada especie (y cada clan) tiene su propio lenguaje, e incluso dialecto, cada cual determinado por una cierta longitud de onda que la distingue de las demás. A toda vista, se trata de voces que se mezclan y confunden en el ruido marino ambiente, igual como las nuestras se confunden en un parque. No es fácil captar la charla de las ballenas, y más complicado aún es encontrar la diferencia entre el comadreo de una especie y las fantochadas de otra. Se necesita estar en un lugar aislado, de relativa limpieza acústica, e instalar los hidrófonos necesarios, esperar y escuchar.

Estas voces que nos son tan extrañas, esos ecos con los que se ubican en su entorno, son una pauta en el desorden acústico de los mares y los océanos. Un orden musical que apenas comienza a ser descifrado por quienes se han dedicado a su estudio. Desde canciones de cuna para las crías de los cachalotes, hasta entonaciones de guerra para las cacerías que tanto gustan organizar las orcas. Desde melodías para indicar el último sitio donde se vio un cardumen de sardinas, hasta juegos de palabras y canciones fúnebres. También baladas melancólicas.

Ocurrió que, a finales de la década de los 80, los hidrófonos del Instituto de Oceanografía Woods Hole, instalados a lo largo del Pacífico, escucharon una entonación parecida a los cantos de los rorcuales, aunque con las diferencias suficientes para sembrar dudas sobre la especie que la vocalizaba. Su rango se encontraba por los 52 hercios, demasiado agudo para el cantar del rorcual común, que se comunica entre los 10 y los 35 hercios, y desde entonces se ha contemplado la posibilidad de un único miembro de una especie desconocida. O, en su defecto, híbrida y tímida, pues a pesar de que su voz continúa detectándose, nadie aún ha reportado un avistamiento de esta ballena solitaria en la vastedad de los océanos.

El rorcual (Balaenoptera physalus) es el segundo animal más grande en la historia de este planeta, que con sus veinte metros de largo se encuentra solo por detrás de la ballena azul (Balaenoptera musculus). Ambas especies son barbadas y colosales, con forma de nave espacial y capaces de recorrer grandes distancias y profundidades. Salvo por la leve diferencia entre su coloración y dimensiones, además de la poca densidad poblacional de la segunda (se estiman 25,000 individuos), a ojos no entrenados podrían pasar por la misma especie. Comparten también ciertas similitudes biológicas que las hacen amantes compatibles, encontrándose el canto de la ballena azul entre los 10 y 39 hercios, muy parecido al rorcual, por lo que no es descabellado pensar que la ballena de la voz de los 52 hercios sea la hija de este matrimonio. La única de la que se tiene noticias.

Hay quienes opinan que puede tratarse de un rorcual común, pero con problemas de vocalización, producto de una malformación o un accidente. Luego están quienes piensan que puede tratarse de un individuo sordo que nunca aprendió a modular su voz. Sea cual sea la verdad de lo que ocurre, la ballena de los 52 hercios navega sin ninguna otra compañía salvo la suya. Llama a lo largo y ancho del océano sin que otra ballena la escuche, y viaja por sus extensiones topándose con otras tantas tal vez parecidas a ella, pero con quienes es incapaz de llevar la más rudimentaria de las conversaciones.

La comunicación entre especies, incluso tan distintas como los humanos y los cetáceos, ha sido desde hace tiempo materia especulativa de la ciencia factual y la ciencia ficción. Aunque a su haber John C. Lilly tiene el honor de ser pionero en el campo, manchó su reputación y la de estos estudios al dar LSD a los delfines con los que intentaba llevar charlas sobre asuntos cósmicos y mundanos. Incluso asumiendo la posibilidad de que algún día las dimensiones psíquicas de esta y otras sustancias sirvieran como canales de comunicación entre los seres más dispares, lo cierto es que su estudio a profundidad apenas comienza a ser descriminalizado. Su uso sin escrúpulos por Lilly, allá en los 70, no puede catalogarse de otra cosa sino de abuso animal, y semejantes ocurrencias retrasaron durante años cualquier avance en la comunicación entre especies. Las ideas y buenas intenciones de su proyecto, por otro lado, encontraron suelo fértil en el trabajo de otros expertos en etología y biología, en ingeniería electrónica e inteligencia artificial.

Para el año 2026 será posible iniciar una forma de comunicación con al menos una especie de ballena: los cachalotes que rodean la isla de Dominica. O al menos eso es lo que le gusta creer a David Gruber, biólogo marino y cabecilla del Cetacean Translation Initiative (Iniciativa de Traducción Cetácea), un proyecto menos esotérico que la farmacología de Lilly, y que reúne a biólogos, ingenieros e informáticos para utilizar drones submarinos, machine learning y grandes bases de datos con cuales estudiar los movimientos y el canto de los cachalotes, comprenderlos según el contexto de estos, y crear así una base lingüística con cual iniciar comunicaciones. Tiene el apoyo de la National Geographic Society, así como de otros organismos, y se permite el lujo de hacer del dominio público todo el conocimiento que pueda generarse.

Para Gruber, el hablar con cachalotes no es solo cuestión de aprender su idioma, sino también de vocalizarlo con la cibernética adecuada. Limitados como somos, los humanos carecemos de los medios bioacústicos con los cuales mantener una conversación con ellos, incluso si nos volviéramos hábiles en su lengua. No tenemos la capacidad que ellos tienen de comprimir el aire en nuestro sistema respiratorio y producir los chasquidos —llamados codas— con los que hablan, pero Gruber confía en la armada de robots, hidrófonos y sistemas especializados con los cuales traducir sus voces y reproducir nuestras respuestas. Semejantes tecnologías, espera él, probarán que los frutos de la ciencia no solo son beneficiosos para nuestra especie, sino también para el resto de aquellas con las que compartimos los ecosistemas del planeta.

Pero la comunicación de cualquier tipo es mucho más que la maestría de la lengua y la tecnología no es siempre la única solución a los problemas. Las sutilezas de un idioma dicen mucho sobre la idiosincrasia de quienes la hablan, y esta se preserva incluso cuando dos o más personas se comunican en una lengua común. Frecuentes son los malentendidos entre culturas por suponer que las gracias en el idioma de uno son las mismas en el del otro, incluso entre gente de diferentes geografías unidas por una misma lengua. Hasta entre los amigos y los amantes existe a veces una barrera comunicativa, y uno nunca está del todo seguro de conocer lo que los demás sienten o piensan de verdad.

Si la manera de pensar y sentir de una raza o pueblo se refleja en aspectos de su lengua, y si el conjunto de los idiomas humanos apunta a una manera «humana» de ver la experiencia de la vida, y si aun así muchos de nuestros problemas son causados por la incapacidad de entender qué es de lo que hablamos entre nosotros, ¿qué podemos esperar entonces de especies tan ajenas a la nuestra, como las de los cachalotes, las marsopas, los rorcuales y demás cetáceos y mamíferos de los océanos? Stanislaw Lem construyó algunas de sus mejores novelas bajo la premisa de que la comunicación entre los humanos y seres inteligentes de otros mundos será imposible por culpa de los grandes golfos que separan a nuestra biología, nuestras mentes y filosofías, pero tal vez no debemos ir hasta las estrellas para toparnos con una barrera semejante.

Nadie sabe qué es lo que la ballena de los 52 hercios siente al encontrarse con otras como ella y ser incapaz de la más mínima comunicación, pero semejante incapacidad no ha sido un inconveniente para su supervivencia. En 1992 se descubrió que su llamado se redujo a 50 hercios, lo que para algunos biólogos marinos sugiere maduración y vida larga. Tal vez, algún día, el proyecto de David Gruber desarrolle los medios y los protocolos suficientes para encontrar patrones y comunalidades suficientes con cuales entablar diálogos con otras especies, además de cachalotes, pero es posible que mucha sea nuestra hibris al pensar que llegaremos a un entendimiento con ellas. Es posible que algún día se logre enviar una canción a la oscuridad del océano y hacerle saber a la ballena de los 52 hercios que no debería estar triste, que hay muchas como ella, y que ahora hay una manera de poner fin a su soledad.

Pero la soledad es un sentir y un modo de vida que, hasta donde nuestra experiencia indica, es única en nuestros corazones. Nace de nuestra cultura y la percepción del universo, la cual está limitada por las condiciones de nuestra biología. ¿Qué podemos saber, al final del día, sobre lo que siente una ballena solitaria, cuando muchas veces no sabemos lo que nosotros mismos sentimos? No por nada «el hombre», escribió Lem en Solaris, «se ha marchado a explorar otros mundos y otras civilizaciones sin haber explorado primero su propio laberinto de cámaras secretas y pasajes oscuros, y todo sin haber descubierto aún lo que se encuentra detrás de puertas que él mismo ha sellado».