En un coloquio al que fueron invitados muchos estudiantes universitarios, se reunieron los sabios del momento para hablar sobre el tiempo. El murmullo que producía la excitación de antes de empezar el evento se escuchaba como el zumbido de un panal de abejas. La audiencia podía ver que en el panel había un hueco, un asiento vacío y eso provocaba que no se pudiera empezar a tiempo. Los panelistas que llegaron puntuales se desesperaban porque, a pesar de saber que estaban listos, no podían comenzar su disertación pues faltaba uno que por fin llegó. Llegó tarde.

El sabio retrasado caminó lentamente entre los pasillos del auditorio en el que se llevaría a cabo el coloquio cuando por fin ocupara su asiento. A su paso, los estudiantes aspiraron un aroma a hollín y a humedad. El hombre caminaba como si con andar pudiera mover las entrañas del mundo. Desplazaba los pies con parsimonia. Sin prisa, llegó al frente, subió al podio, tomó su asiento y sonrió tan satisfecho por su presencia. Ni la audiencia ni los demás panelistas recibieron disculpa alguna por el tiempo desperdiciado en esperarlo ni ningún agradecimiento por la cortesía que se le tuvo al pasar casi un cuarto de hora mirándose unos a otros, analizando los secretos de las palmas de sus manos, suspirando y sonriendo en forma de excusa a quienes dedicaron esos momentos para ir a escucharlos.

Se perdieron quince minutos que no habría cómo reponer. Podría decirse que se evaporaron, que los granos de arena que se escurrieron por el reloj ya no volverán, como efectivamente, no lo hicieron. El reloj marcaba las horas. El tiempo asignado para la charla era el que estaba previsto y no se podría alargar. El sabio retrasado tomó el micrófono y empezó a disertar sobre la forma de definir el tiempo. Invocó a Aristóteles, a Santo Tomás, a San Agustín y se fascinó escuchándose citar las ideas de tantos sabios en una lista interminable de párrafos que leía en un papel que le absorbía toda la atención. Jamás se tomó el tiempo para mirar a los que le escuchaban. No se enteró de que, desde los primeros segundos, la gente perdió interés, las personas bostezaban y uno que otro se quedó dormido.

Los demás panelistas lo escuchaban hablar. Unos asentían, otros movían la cabeza de un lado al otro y una de plano torcía los labios en franco desacuerdo. Después de un tiempo, comenzaron a mirar el reloj. Al principio lo consultaban en forma discreta, aunque terminaron haciéndolo como forma de protesta. El minutero avanzaba y los momentos que el panelista retrasado se excedía eran los que les robaba a los demás. La participación de los puntuales se iba reduciendo mientras la del sabio retrasado se extendía hasta los bordes del tiempo. Hasta se atrevió a declamar con voz engolada un fragmento de Quevedo: «Ayer se fue; mañana no ha llegado; hoy se está yendo sin parar un punto: soy un fue, y un será y un es cansado». Efectivamente, la gente a su alrededor se iba cansando y el tiempo se estaba agotando.

Hablaba y hablaba sin parar, como si fuera un autómata vomitando vocablos que se desvanecían sin que llegaran a conmover a nadie. «Somos conscientes de que unos pocos minutos no bastan para acercarse de un modo riguroso a un tema tan rico y complejo como el tiempo, de ahí que mi reflexión pretenda únicamente comentar algunos de los fragmentos más significativos acerca del tiempo, porque ya lo dijo el propio San Agustín ‘si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente’, ergo, puedo decir que no hay forma de decir lo que es el tiempo.

Para concluir, dijo —y todos suspiramos con alivio ante la posibilidad de que su tiempo llegara a su fin—, «si los grandes sabios no lograron dar con una forma de definir el tiempo, yo tampoco puedo hacerlo». Los demás panelistas apuntaron al reloj. La que había torcido los labios tomó el micrófono. Se nos acabó el tiempo, agradecemos la presencia en este coloquio que se transformó en monólogo.

Los de la audiencia salimos arrastrando los pies. Los panelistas puntuales apretaban los puños y ya a todos se les veían los labios torcidos. Algunos hasta rechinaban los dientes. Una arrugó la hoja en la que llevaba sus notas y la aventó al cesto de basura. El sabio retrasado se quedó confundido, no comprendía porque nadie le aplaudió.

No me extrañó que el panelista retrasado no tuviera la capacidad de definir el tiempo. Usó palabras grandilocuentes y difíciles de comprender para precisar lo que no entiende, incluso después de haber leído a tantos grandes. Abusó de mi tiempo y del de los demás y es lógico. No supo hacer uso de su tiempo. Y yo ni siquiera lo fui a escuchar a él. Perdí mucho y a al mismo tiempo gané mucho. Logré entender que, tal vez un sabio retrasado no sea sabio después de todo.