Que el irreverente Ricky Gervais parafrasee la primera carta de San Pablo a los Corintios suena muy remoto. Sin embargo, y quizás sin saberlo, en la serie que dirige y protagoniza, Afterlife, la estrella inglesa del humor negro y lo políticamente incorrecto coincide con el apóstol en una dramática conclusión: si el más allá no existe, «somos los más miserables de todos los hombres» (1 Cor. 15, 14).

Podría también coincidir con Sartre en que no existe Dios ni un nosotros; solo la ausencia total de sentido. Para el autor de La náusea, no hay propósitos ni futuro. «Lo esencial es la contingencia», dice el protagonista Antoine Roquentin, que siente repugnancia cada vez que toma conciencia del absurdo y de la soledad de la existencia humana.

En la serie, Tony es un periodista de la pequeña localidad de Tambury. Cuando su mujer muere de cáncer, desaparecen sus motivos para vivir e intenta suicidarse en varias ocasiones. No tiene muchos amigos, ni hijos, ni un trabajo que le parezca significativo. Cuando su perra y su padre mueran, anuncia él mismo, oficialmente quedará libre de responsabilidades que lo aten a este mundo. Al igual que Gervais en la vida real, Tony no cree ni en una divinidad ni en la vida eterna. Tampoco cree en el ser humano: “Humanity is a plague. We're a disgusting, narcissistic, selfish parasite and the world would be a better place without us. It should be everyone's moral duty to kill themselves”. Solo quiere estar con su esposa, cosa imposible si no existe la trascendencia, estar muerto o no sentir más tristeza; lo que llegue primero.

Por eso, y sabiendo de quién viene, los que nos dispusimos a ver Afterlife esperábamos otro relato típico del angustioso existencialismo ateo. Y quizás lo seguimos esperando cuando conocimos a Tony, que bien podría ser un Roquentin cinematografiado.

Sin embargo, a medida que la serie avanza, el espíritu nihilista de los primeros episodios despega del sopor de la nada y se eleva hacia las alturas del opio prohibido: el mundo del sentido vital. Es ahí cuando nos sorprendemos del giro que elije Gervais y ahí es también cuando recordamos algunos límites filosóficos de la doctrina del desconsuelo. Quizás no lo sepa él mismo, pero, detrás del manto del humor abrasivo que le caracteriza también en este trabajo, se vislumbran tesis a las que llegó en un primer momento Viktor Frankl, Martin Buber e incluso The Harvard Study of Adult Development, el estudio más largo sobre la felicidad realizado en nuestro tiempo.

Por eso «el otro», y no la muerte, es el tema principal de la serie. Cada vez que Tony fracasa en su autoeliminación es «por culpa» de alguien que necesita de él. Ya sea su perra, que pide su comida, o una amiga que toca la puerta o la amenaza de su cuñado, que le avisa que no volverá a cuidar a su sobrino si sigue hablando de quitarse la vida.

Varios personajes ayudan a Tony a salir de sí mismo y centrarse en lo que los otros pueden beneficiarse de él. Y en ese trascenderse encuentra su salvación. Le salva la vida la prostituta a la que él puede tratar con dignidad; la molesta compañera de trabajo que necesita enamorarse de un hombre que él le puede presentar; el vecino obsesivo y acumulador al que le puede cumplir el sueño de salir en el periódico.

Así, la última escena de la tragicomedia de Gervais es un magnífico resumen de la historia y sus ideas subyacentes. Con un humor negro algo más dulcificado, el director reúne a los personajes en un festejo al aire libre. El ambiente festivo congrega a todos los seres que Tony pudo ayudar a lo largo de las tres temporadas y esto la convierte en la metáfora mejor lograda de la serie. El protagonista no se ha desembarazado un ápice de su dolor por la pérdida de su mujer. Sin embargo, ha decidido llevarlo con él hasta el final de la celebración interminable de una vida con sentido.