Hay libros que llevamos en nuestras maletas de viaje aún sin saberlo. Estos aparecen inesperadamente, aunque no en su forma impresa. Abren sus páginas en las calles de la ciudad visitada o en los rostros de su gente, en los paisajes y en las historias locales que entretejen toda clase de deja vú y de memorias entrañables. Es como si la dimensión del lector y la del viajero estuvieran perfectamente unidas por un hilo traslúcido y casi invisible, una hebra que solo aparece in situ y por momentos, bajos las luces del azar y las coincidencias. En la novela Los pasos perdidos (1954) de Alejo Carpentier, el narrador y protagonista de la historia —un músico, musicólogo y, a su pesar, compositor de temas publicitarios— es invitado a emprender un viaje singular que transformará para siempre el sentido de su vida. Deberá remontar el cauce del Orinoco hacia el interior de la selva virgen, para encontrar los instrumentos musicales de una cultura aborigen que le encarga un viejo amigo, el curador del Museo Organográfico. Pero su largo recorrido terminará revelándose como un viaje a través del tiempo, un «paneo» regresivo que lo llevará a reconstituir las etapas significativas de la historia del continente, y lo sumergirá —a través del asombro—, en el conocimiento de los mitos y arquetipos fundadores de la identidad cultural americana.

Una experiencia semejante le espera a todo viajero que recorra las tierras guatemaltecas en búsqueda de sus Pasos perdidos. Ya sea que se detenga frente al Templo del Gran Jaguar en la Plaza Mayor de Tikal, que cruce en un viejo lanchón las aguas flanqueadas de volcanes del Lago Atitlán, o que transite por las calles empedradas de la Antigua Guatemala, la primera capital del país; la evidencia de un tiempo híbrido —síntesis de la percepción del presente y del aura de una memoria histórica que parece habitar el territorio—, lo acompañará en las diversas etapas de su recorrido.

Una mañana en la ciudad colonial de Antigua Guatemala —La Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballero de Guatemala, como fue bautizada por los colonizadores españoles en 1524, año de su fundación— puede comenzar, por ejemplo, con el avistamiento del omnipresente Volcán de Fuego (o Chi q’aq’, que en maya k’iche’ significa «donde hay fuego») exhalando una de sus habituales «fumarolas», como le llaman los lugareños. Estas bocanadas de un humo negro y compacto que se elevan de imprevisto para desaparecer a los pocos minutos se repiten periódicamente, y contrastan con la serenidad del ya extinto y majestuoso Volcán de Agua, en realidad, dos de los tres colosos de piedra que, junto al Acatenango, flanquean y delimitan geográficamente el valle donde se asienta la ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979. Pero, de la que fuera entre, 1541 y 1776, la Capitanía General de Guatemala y una de las ciudades emblemáticas del imperio español en Mesoamérica, queda, hoy día, uno de los lugares más bellos y sugestivos que he conocido en Latinoamérica, un enclave humano y cultural cuya persistencia en el tiempo también habla del tesón y la resiliencia de sus habitantes frente a los caprichos y cataclismos de la naturaleza.

Destruida o severamente afectada a través de los siglos por oleadas sucesivas de sismos y derrames volcánicos, la ciudad persiste y se levanta una vez más tras cada embate de la naturaleza. Las numerosas iglesias y conventos de todas las órdenes que atesora desde la época colonial nos muestran las cicatrices de esta batalla de titanes, y nos hablan de su importancia política y religiosa en los primeros siglos de la conquista. Semidestruidas y luego restauradas parcialmente a punta de perseverancia, siguen funcionando hoy día y constituyen puntos de interés para cualquier visitante, por su poder simbólico y por la belleza arquitectónica de sus formas resueltas en un estilo barroco colonial, propio del lugar.

Antigua tiene una predisposición particular para depararnos algún tipo de sorpresa, sean estas de carácter histórico o relacionadas con el imaginario de una espiritualidad que involucra a la ciudad y a sus pasiones a través de los siglos. En mi visita al Santuario de San Francisco el Grande pude presenciar, por vez primera, el espectáculo sobrecogedor de un halo solar —también conocido como Antelia—, un fenómeno óptico y atmosférico que se produce cuando los rayos solares inciden en las partículas de hielo suspendidas en las altas nubes, que actúan como espejos. Aquella circunferencia colosal que adornó el cielo con sus bordes de arcoíris multicolor parecía a todas luces coronar el campanario de la iglesia, evocando las representaciones medievales de lo divino y, para algunos, el aura misma de Pedro de San José de Betancourt, un misionero de origen canario que fue canonizado en 2002 por el papa Juan Pablo II. En una pequeña y atiborrada habitación cercana a su tumba, se conservan los objetos que sus devotos han depositado a través de los años como constancias de la urgencia de algún ruego, o como ofrendas de agradecimiento ante el milagro de los favores concedidos. La edificación actual data de 1702 (la primera iglesia fue destruida por un sismo en 1565) y durante la época de la Capitanía General de Guatemala fue también un prestigioso centro cultural que albergó al Colegio de San Buenaventura. El segundo edificio fue a su vez destruido por otros sismos que se sucedieron a través de los siglos, y luego abandonado hasta 1967, año en que la orden de los franciscanos emprendió la reconstrucción parcial de sus instalaciones.

Otro encuentro cercano con la historia de América puede verse en los predios en ruinas de lo que fuera la primera y monumental catedral de Antigua, la Catedral Primada de Santiago de los Caballeros: una de las más fastuosas de su época según los cronistas de la ciudad. La edificación original comenzó a construirse en 1545 y, como otros tantos santuarios de la zona, fue destruido por los terremotos de Santa Martha (1773) y luego reconstruida en varias etapas a través de los años. Una tarja de piedra situada en el centro de su nave principal señala el lugar de descanso de figuras históricas como la del controvertido Don Pedro de Alvarado —fundador de la ciudad, «adelantado» de Hernán Cortés, «conquistador» de Guatemala y protagonista de la matanza de Tóxcatl en Tenochtitlán—; o la de Bernal Díaz del Castillo —entre otros—, nombrado gobernador de Antigua en 1551, y autor de la conocida crónica Historia verdadera de la conquista de Nueva España.

Con otro orden de expectativas fueron restauradas las ruinas del Monasterio de Santo Domingo, cuya construcción tuvo lugar entre 1551 y 1666, siendo este, en su momento, la sede de la Orden de los Predicadores y del Colegio de Santo Tomás de Aquino. «Tiene esta ciudad famosos conventos —asegura fray Antonio Vázquez de Espinosa, autor del Compendio y descripción de las Indias Occidentales—, el de Santo Domingo es muy suntuoso, de muy buena fábrica con grandiosa iglesia muy adornada y claustros; hay sujetos muy religiosos y doctos, aunque por humildad, y la gran reformación que en hábito y costumbres observan, no se gradúan» .1 También destruido por sucesivos sismos a través de los siglos, los terrenos del monasterio pasaron a tener diferentes usos y restauraciones hasta que fueron adquiridos por inversionistas locales que lo ampliaron y transformaron en un peculiar y lujoso hotel, cuyo diseño contemporáneo mantiene la elegancia y el espíritu de las construcciones originales, logrando una atractiva combinación de los códigos arquitectónicos de diferentes épocas. El Hotel Casa Santo Domingo es además un museo que alberga una extensa colección de piezas de arte religioso del período colonial, que se agrupan en varios recintos o forman parte directa de la decoración del lugar. Una zona de las antiguas catacumbas del monasterio se mantiene abierta al público, como parte de las muchas atracciones de este confortable hotel y spa.

En Antigua, las iglesias son un espacio idóneo para la celebración de los ritos de interacción social de la población. Sus plazas son lugares habituales de reunión y descanso familiar, áreas donde se ubican decenas de comerciantes informales ofreciendo todo tipo de productos, desde los bocadillos de la gastronomía local hasta las más variadas artesanías y tejidos de colores brillantes y factura impecable. Frente a la hermosa fachada de la Iglesia de la Merced, una fotógrafa profesional retrataba a una quinceañera que, para la ocasión, lucía un elegante vestido de color azul intenso. Pintada en una llamativa combinación de amarillo y blanco que recuerda a los versos del Popol Vuj —«…de maíz amarillo y de maíz blanco se hizo la carne del hombre» —, la fachada de la Merced es profusa en elementos decorativos de varios tipos. Estos parecen invadir cada centímetro de su superficie en una clara evocación al horror vacui del barroco local. Por sus cuatro conjuntos de columnas dobles corren serpentinas de motivos florales ascendentes que parecen irrumpir en los planos contiguos del edificio, bordeando los nichos que sostienen las diversas estatuas y el gran tímpano de la segunda planta, que alberga la figura de Nuestra Señora de las Mercedes. Coronando la fachada en la parte superior, y entre los dos campanarios, se encuentra la estatua de San Pedro Nolasco, fundador de la Orden Mercedaria. El edificio fue inaugurado en 1767 y, por su acertada construcción, resistió a los terremotos de Santa Martha.

En un estado similar de conservación se encuentra la elegante iglesia de San Pedro Apóstol, sede del hospital que lleva el mismo nombre. El edificio fue inaugurado en 1654 y sufrió daños severos debido a los sismos, pero fue restaurado y se mantiene hoy día abierto a turistas y devotos, además de los servicios que presta como hospital. La necesidad de construir edificaciones que resistieran las violentas embestidas de los sismos activó el talento de constructores y arquitectos criollos, entre los que resalta la figura de Diego de Porres (1677-1741), nativo de la ciudad de Antigua e hijo de un padre mestizo, también arquitecto de profesión. Como resultado de su paciente observación de los daños causados por el terremoto de 1717, las iglesias comenzaron a construirse con estructuras reforzadas y soportes capaces de tolerar el movimiento sísmico. Así, la altura de los campanarios comenzó a reducirse, los muros de carga aumentaron su espesor —llegando a medir entre 1.40 y 2 metros de ancho—, mientras que las soluciones de techado adoptaron el concepto de la bóveda vaída, una versión aplanada de las clásicas bóvedas semicirculares. Los cambios en la apariencia exterior e interior de estos edificios dieron lugar, en términos estilísticos, a lo que el historiador Manuel Lucena Salmoral denomina como «el florecimiento de una arquitectura sísmica-barroca, un modelo propiamente regional con una arquitectura pegada al suelo para soportar los terremotos».2

Para el autor de La cámara lúcida —el semiólogo Roland Barthes—, lo que define una buena fotografía de paisaje no solo es que este sea «visitable»; debe además ser «habitable». Tal vez de ahí provenga la cualidad fotogénica —o el deseo de pertenencia a un espacio imaginado— de tantas imágenes que vemos habitualmente de la que fuera la primera capital de Guatemala. Lo cierto es que Antigua es una ciudad afable, alegre y hospitalaria, y no solo por la amabilidad y el carácter diáfano de sus habitantes, los «chapines», como gustan los guatemaltecos llamarse a sí mismos. Recorrer sus amplias calles empedradas es una experiencia de sosiego y bienestar interior, un escape oportuno del bullicio y del tráfico de las grandes urbes atiborradas de ruidos, asfalto y estructuras uniformes de concreto y cemento. La ciudad conserva en gran medida el encanto de su trazado renacentista en «damero» que data de 1543, cuando fue trasladada por tercera vez al Valle de Panchoy, luego de que un derrame de lodo del Volcán de Agua destruyera su segundo emplazamiento. Según el catedrático e investigador Alberto Garín, Antigua fue diseñada con un concepto de confort urbano muy poco común en las ciudades europeas de la época.3 Sus amplias, iluminadas y ventiladas calles aseguraron, desde muy temprano, la cómoda circulación de carruajes y peatones. Las viviendas que se conservan suelen ser de los siglos XVIII y XIX y lucen habitualmente alegres tonos amarillos, ocres o de color papaya, cuando no están pintadas de blanco. Los techos de tejas rojas son un clásico de la arquitectura en la ciudad, así como los altos ventanales con pequeños balcones protegidos por rejas de hierro adornadas con diversos motivos. La mayoría de las villas y viviendas han sido oportunamente restauradas y albergan, hoy día, toda clase de comercios, desde hoteles confortables —como el Porta Antigua, que nos albergó por varias noches— y hermosos restaurantes típicos, hasta locales más pequeños, cuyos patios interiores ostentan una vegetación frondosa, mientras sus galerías techadas aseguran un lugar conveniente de frescor para el descanso y la relajación.

Recorrer Antigua y sus calles es, sin duda, una experiencia perdurable. La ciudad histórica —un área de apenas 49.5 hectáreas de tierra— es un gran museo sin paredes ubicado en un enclave geográfico de una belleza conmovedora. Esto la convierte en un polo turístico muy visitado, y en un renglón fundamental para la economía del país y el bienestar de sus habitantes. El concepto de un turismo sostenible inspira particularmente al grupo Agexport, una comunidad de empresarios y productores locales cuyo objetivo es la divulgación de los bienes y servicios que Guatemala puede ofrecerle al mundo. De la mano de sus representantes, Anaité Castillejos y Dagmar Moreno, así como de nuestro avezado guía maya k’iche’, Tomás Morales Saquic, caminamos los rincones de una ciudad que vibra, intensamente, porque ha sabido preservar las riquezas de su patrimonio histórico, cultural y arquitectónico. Hoy día, en el aniversario 498 de su fundación (25 de julio de 1524), La Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala sigue asombrando e inspirando a lugareños y visitantes de todo el mundo. La presencia imponente de sus dos grandes colosos, el Volcán de Fuego y el Volcán de Agua, no hace sino devolvernos la humildad necesaria para entender las fuerzas de la naturaleza, y tal vez, para intentar esbozar un modo de convivir en armonía con ella. Y así, entre los edificios señoriales de la Plaza Mayor de la ciudad, en la presencia de la Fuente de las Sirenas concebida por el genial Diego de Porres, cualquier viajero que sin saberlo carga con Los pasos perdidos en su equipaje de viaje, no puede menos que recordar la frase de Alejo Carpentier que nos invita a comprender como «los años se restan, se diluyen y se esfuman, en el vertiginoso retroceso del tiempo». Visitar Antigua, es viajar en el tiempo y regresar, no solo fascinados sino revitalizados por la experiencia.

Notas

1 La Antigua Guatemala. Convento e Iglesia de Santo Domingo. Centro Virtual Cervantes.
2 La Antigua Guatemala. Historia y tradición: Arquitectura religiosa. Centro Virtual Cervantes.
3 Casa Popenoe: Historia, arquitectura y tradiciones en Guatemala. newmediaUFM.