Serán pocas, muy pocas, las personas de habla española que no hayan oído en algún momento en sus vidas aquello de «no trates a los demás como no te gustaría que te tratasen a ti», ¿cierto? Sin duda una expresión popular bienintencionada. Quizá tú, te encuentres entre los que consideran que la expresión bien podría ser considerada una regla de oro que define la base ética de nuestro comportamiento. Es decir, si fuéramos capaces de seguirla a rajatabla, lo lógico sería que fomentara las relaciones sanas de reciprocidad y de consideración. Sin embargo, lo que sustancia esta expresión contiene un riesgo, el de considerar nuestro yo como una referencia universal a partir de la cual juzgamos lo que para otros es un buen trato.

Si tratamos a los demás como nos gustaría que esas personas nos trataran a nosotros mismos, resulta que podemos solo estar teniendo en cuenta nuestro propio punto de vista. Si ayudamos a los demás porque así es como nos gustaría que nos ayudaran a nosotros si nos encontramos en una situación similar; si nos colocamos de su lado, nos metemos en su piel o nos calzamos sus zapatos, podemos permitirnos entender por lo que esas personas están pasando, pero, aún así, con toda nuestra intención empática, todavía suelen darse discrepancias entre lo que nosotros creemos que les ayudaría y lo que ellos consideran que les sería de ayuda.

Ocurre, también, que, en determinadas situaciones, podemos experimentar, de manera más o menos intencional, la tentación de utilizar la regla de oro a nuestro favor. Cuando queremos que alguien haga algo por nosotros, por ejemplo. La regla, sin duda, se puede mal usar en base a calcular qué obtendremos a cambio de nuestra «inversión» en tiempo, energía y esfuerzo, etc. Somos seres, con frecuencia, fácilmente seducibles por las transacciones. Somos amables con los demás sin dejar de poner el foco en nosotros mismos, en lo que necesitamos, en lo que podemos obtener, la regla de oro esconde la trampa de lo condicional.

Queda, como mala práctica de la regla de oro, lo que podemos denominar con fundamento la «salida de emergencia». Cuando queremos tratar a alguien como nos gustaría que ese alguien nos tratara, y no reacciona de la manera que esperamos o queremos, es fácil pensar: «bueno, lo hice lo mejor que pude. No coopera. Lo he tratado bien, como me gustaría a mí en su caso. ¡El mundo está lleno de gente poco razonable!».

Pero, pese a ello, la regla, sin duda, vale su peso en oro, cuando coincide que lo que es realmente útil es lo que al otro le es verdaderamente útil. Cuando consideramos y preguntamos al otro qué podría serle útil, entonces es cuando realmente nos centramos en ellos. Estar atentos a las necesidades de los demás y respetarles es un asunto ético que nos exige algo más que responder a la pregunta ¿cómo me gustaría que me tratasen a mí?, en una determinada situación, por supuesto.

Esto requiere ver a los demás con una mentalidad fuera de la caja, en la que a veces nos encerramos y a veces nos autoengañamos. A veces, una cosa y la otra ocurren a la vez. Se trata de aceptar que las otras personas tienen tanta importancia como nosotros. Reconocemos que las demás personas tienen valor, independientemente de cómo nos traten o de cómo nos gustaría ser tratados. El mero hecho de que seamos personas nos otorga un valor intrínseco. Cuando vemos a los demás como personas, no nos enfocamos en nosotros para saber cómo tratar a los demás, si no que nos enfocamos en los demás para saber cómo tratarlos.

Aunque todos estamos acostumbrados a escuchar nuestra regla de oro y, aunque para algunos sea una forma de proceder y para otros, muchos más o cada vez más, diría yo, no pase de una frase hecha, te voy a pedir, para poder seguir con este artículo, que hagas el esfuerzo de focalizarla de ti hacia ti; eso sí, reformulada:

No te trates a ti como no tratarías a nadie

Me he encontrado, con relativa frecuencia en consulta, con personas que, al mirarse por la mañana en el espejo habrían de aprovechar para decirse a sí mismas que deberían tratarse mejor. Al fin y al cabo, el presente es el lugar en el que pasaremos el resto de nuestras vidas y conviene adaptarse a él de una manera constructiva, empezando por comprometernos con nosotros mismos.

Si algún extraterrestre nos estuviera observando, cosa que nadie se atrevería a descartar categóricamente dado el nivel de conocimiento que en realidad tenemos del universo, de nuestro planeta y del funcionamiento de nuestro propio cerebro, no estaría comprendiendo cómo es posible que nos comportemos, los terrícolas, de una forma tan estúpida. Y no se estaría refiriendo a que seamos seres defectuosos o llenos de limitaciones.

Al contrario, su sorpresa vendría dada por la comprensión del humano como un ser muy capacitado y dotado de una funcionalidad moldeable y adaptable a la superación de las condiciones y las experiencias adversas de la vida. Lo que hace inexplicable esa tendencia al maltrato de nosotros mismos. Probablemente, acabaría exclamando a los habitantes de su galaxia aquello que ya Astérix decía de los romanos en las viñetas de Goscinny y Uderzo: «¡Estos terrícolas están locos!».

Los seres humanos somos unos seres muy complejos, para lo bueno y para lo malo. Los psicólogos que ejercemos de psicoterapeutas y estamos o hemos estado años en las trincheras de los conflictos psicológicos, explorando el lado oscuro de las conductas traumáticas humanas, lo sabemos bien. Sabemos muy bien que, en la mayoría de los casos clínicos que se deciden a traspasar la puerta de la consulta buscando ayuda y asesoramiento, se esconde un problema con la autoestima.

Los diferentes conflictos relacionados con la autoestima, concretamente con tener una pobre autoestima, distancian a la persona de sí misma, la llevan al descuido personal del bienestar físico y emocional, nos adentramos en conductas de riesgo y dolorosas, con frecuencia guiados por la absurda, pero real idea, de que «nos lo merecemos». El maltrato a la persona con la que pasaremos el resto de nuestros días se convierte en intolerable en los juicios demoledores y sin piedad hacia nosotros mismos.

«Si tú sabes lo que vales, ve y consigue lo que mereces»

Me gusta el cine. De hecho, utilizo diferentes escenas y secuencias de películas como metáforas terapéuticas en mis intervenciones o enseño a mis alumnos de psicología y neuropsicología a utilizarlas. Rocky, la primera, me parece una película excepcional, el resto de la saga de una mediocridad inmisericorde. Sin embargo, te traigo a la reflexión de lo que estamos desarrollando en este artículo sobre, básicamente, la autoestima, una escena de Rocky VI (que recordé de la lectura de Autoestima Automática de Silvia Congost) donde el protagonista Rocky Balboa le dice a su hijo:

No te lo vas a creer, pero un día cabías en la palma de mi mano. Te levantaba y le decía a tu madre: «Este choco va a ser el mejor del mundo, este chico va a ser mejor de lo que nadie imagina» Y fuiste creciendo cada vez más estupendo, era fantástico poder observarte un privilegio, y cuando te llegó el momento de hacerte un hombre y enfrentarte al mundo, lo hiciste. Pero en algún punto del trayecto cambiaste, dejaste de ser tú. Permitiste que te señalaran y que te dijeran que no sirves, y cuando empeoró todo buscaste a quien echarle la culpa, a una sombra alargada. Voy a decirte algo que tú ya sabes, el mundo no es todo alegría y color. Es un lugar terrible y por muy duro que seas es capaz de arrodillarte a golpes y tenerte sometido permanentemente si no se lo impides. Ni tú ni yo ni nadie golpea más fuerte que la vida, pero no importa lo fuerte que golpeas sino lo fuerte que pueden golpearte. Y lo aguantas mientras avanzas, hay que soportar sin dejar de avanzar, así es como se gana. Si tú sabes lo que vales, ve y consigue lo que mereces. Pero tendrás que soportar los golpes y no puedes estar diciendo que no estás donde querías por culpa de él o ella o de nadie. Eso lo hacen los cobardes y tú no eres un cobarde, tú eres capaz de todo. Yo te querré en cualquier situación, pase lo que pase, eres mi hijo y llevas mi sangre, tú eres lo mejor de mi vida. Pero hasta que no empieces a creer en ti mismo no tendrás tu propia vida.

Somos la persona del resto de nuestros días, la de nuestro presente y la del presente que viene. Somos la esencia de nuestra propia vida. Tener una buena visión de nosotras y nosotros, considerarnos con asertividad, desarrollar y confiar en nuestras ideas y creencias, son elementos fundamentales del nivel de autoestima, equilibrada y adaptada, que debemos cultivar para enfrentarnos a los desafíos y contradicciones de nuestra realidad cotidiana.

La autoestima es un fenómeno psicológico complejo que implica diferentes procesos mentales igualmente complejos. Hace referencia a nuestro «yo ideal» y está intrínsecamente vinculada con nuestros procesos de percepción, nuestra carga emocional y los referentes socioculturales que han estado presentes a lo largo de nuestras vidas. Nacemos con un potencial enorme para desarrollarla eficientemente, aunque, con frecuencia, las experiencias adversas de la vida suelen hacernos perder parte de la confianza en nuestras capacidades, en nuestras creencias e ideas.

Si cuidamos a quien queremos, le protegemos, respetamos y tratamos de darle siempre lo mejor; si, al fin y al cabo, esto es lo que haríamos con alguien a quien amamos, conviene no perder nunca de vista la asertividad sobre nosotros mismos. Somos la persona más importante del resto de nuestra vida y no podremos hacer, en realidad, por nadie, lo que no seamos capaces de hacer en conciencia por nosotras y nosotros, mientras no conectemos con la sintonía de procurar hacer lo que pensamos y lo que sentimos.

Cuando nuestra autoestima es fuerte, tú y todos los que forman parte de tu vida viven mejor. La persona que somos se sentirá más capaz y valiosa durante más tiempo, durante más momentos, con mayor equilibrio emocional y psicológico, con más empatía hacia los demás.