Solía frecuentar los bares del Barrio Gótico de Barcelona y, de modo especial, el ubicado en la primera planta de la galería de arte Amagatotis, en la calle de la Liebre.

Tímido, retraído, parco en palabras, Luis Claramunt, de quien desconocíamos su nombre y apellidos, y a quien llamábamos «El gitano», era en ese entonces —primeros años ochenta— un artista apenas conocido. Un tipo raro que por no tener ni siquiera poseía carné de identidad ni cartilla de la Seguridad Social. Un outsider, un marginal, un nómada. Uno más de la peña que recalaba en aquellos lugares que tantos sueños y esperanzas abrigaron en el alma de escritores, poetas, pintores, cineastas, actores y demás congéneres de la farándula de Barcelona.

De su obra, invisible, se decía que reflejaba con acierto la atmósfera que nos envolvía y que, en su caso, durante el período comprendido entre 1970 y 1985, adquiría tonos oscuros cargados de cierto dramatismo. Más tarde, en realidad muchos años después, nos llegaron otras noticias: «El gitano» no era sino un trasunto creado por Luis Claramunt; una mediación inventada por él mismo para relacionarse con el mundo y que, dando la espalda a su origen social de clase acomodada, se había internado en los vericuetos de una identidad «otra»: la de alguien que había adoptado —hasta en los más nimios detalles— la estructura de un personaje que reproducía a la perfección una existencia errante. Así, su apostura no era otra que la de un bailaor bien plantado, el cual desplegaba un gran atractivo entre las mujeres que nos acompañaban; alguien capaz de hablar en caló —lengua de los gitanos españoles— y de internarse en barrios tan peligrosos como el de La Mina para celebrar peleas de gallos o frecuentar tablaos de auténtico flamenco; cuando no de desempeñar, con carácter puntual, el viejo oficio de vendedor ambulante. Sin duda, en algún momento de su infancia, la imagen fantástica construida alrededor de «los alegres carromatos de los oficios silvestres»1 debió impresionar la retina de su mirada más abierta e inocente.

Sí, como tantas veces se ha dicho, esa fue la peripecia vital que inspiró en Juan Marsé la escritura de El amante bilingüe, una novela que satiriza la política lingüística emprendida por la Generalitat de Catalunya al comienzo de la década de los 90. Pero detrás del personaje en cuestión había ya un trabajo pictórico extraordinario, que ese «otro», el mismo que habitaba en el interior de Luis Claramunt, desplegaba en el silencio activo, solitario y fecundo de su taller.

Durante los años de esa década —nada prodigiosa, por cierto— en la que tuvieron lugar los Juegos Olímpicos de 1992 ya no lo vi más. Desapareció de la escena barcelonesa y ninguno de mis conocidos supo darme noticia de su paradero. Luego, traspasado el umbral del año 2000, un colega, José Carlos Cataño, me comentó en el transcurso de un encuentro en la feria del libro de ocasión que tiene lugar cada mañana de domingo en el Mercado de San Antonio de Barcelona, que Luis había muerto.

Sí, en efecto, había muerto a temprana edad: 49 años cumplidos. Pude leer la noticia en El País, en una nota firmada por Javier Maderuelo. Me acordé entonces del poeta portugués Mário de Sá-Carneiro, de quien Fernando Pessoa, haciéndose eco de un aforismo latino, dijo de él que «muere joven lo que los Dioses aman, es un precepto de la antigua sabiduría».2

No sé si su desaparición fue un «precepto de la antigua sabiduría» o no. En cualquier caso, la muerte, como siempre, estaba ahí, al acecho. Hasta que se lo llevó tras padecer, como suele decirse, «una larga y dolorosa enfermedad». Sin embargo, lo absoluto y definitivo de la misma no pudo llevarse el aliento de su vida: su obra. Y esta, ahora, veintidós años después de su fallecimiento, podemos contemplarla en una soberbia exposición organizada por la Fundación Vila Casas de Barcelona en los muy celebrados Espais Volart.3

Son 180 obras entre pinturas, grabados y dibujos que recorren las cinco etapas en que queda dividida la producción de este artista. Un periplo que comprende las principales ciudades en que trabajó y de las que extrajo inspiración para su labor: Barcelona, Sevilla, Marrakech, Madrid y Zarautz. A lo largo de nuestra visita comprobamos el estilo dominante en esta exposición, y que no es otro que el de un expresionismo que evoluciona desde lo figurativo hasta lo abstracto de su lenguaje, revelándonos así lo más íntimo de un alma que, en palabras de Juana de Aizpuru —su galerista y mentora—, resultó, así en la vida como en la obra, «galante, sensible y sublime».

Ciertos críticos lamentan que el personaje creado por Claramunt eclipsara tanto el impacto como la extensión de su trabajo a lo largo de treinta años de actividad ininterrumpida. Observando atentamente el resultado de lo aquí expuesto, creo que incurren en un error. En un error de bulto. Fue ese desapego de su origen y clase social el que determinó que Claramunt conquistase el bien más preciado que un artista puede desear: el de la libertad.

Desde esa emancipación, voluntariamente elegida, el creador pudo, desde su primera juventud, hacer la experiencia de la realidad del tiempo que le tocó en suerte y confrontarla con su deseo. Un deseo que, como bien dicen, no seguía los dictados de escuelas, tendencias o modas. Autodidacta, Luis Claramunt siguió su propio camino obedeciendo únicamente a los impulsos de su anhelo, que, como «el agua brota y corre / Sin servidumbre de mover batanes, / Irreductible al mar, que es su destino».4

Esa presencia del mar, como sinónimo de vida y libertad, de vida en libertad no vigilada, es la metáfora que mejor define su existencia y que arranca con la primera etapa de su trabajo, titulada La isla del tesoro, la novela de R.L. Stevenson cuya lectura atrajo y conformó la imaginación del Claramunt más joven; hasta desembocar en la última, que no por casualidad se titula Naufragios y tormentas, y donde el artista nos da resumida cuenta de su travesía vital. Una travesía no exenta, como toda experiencia humana, de torbellinos y reveses de la fortuna, de pérdidas, y donde la esperanza flota a la deriva; como ese velero que aparece en esta serie última y que Luis rescató de un contenedor de la basura con el preciso objeto de ofrecernos, no tanto una imagen de sí mismo, cuanto un retrato de la sombría luz de nuestro tiempo. Cuando los historiadores del arte, críticos, o simplemente narradores, vuelvan su mirada sobre este momento de nuestro paso por la vida, hallarán en los lienzos de este pintor algunas de las claves para interpretar el sentido del río que nos lleva hacia un destino ignorado, aunque transparente para quien, como Luis Claramunt, supo transmitir, desde la mirada de un «otro», desconocido y hermético para sí mismo, aquello que todo lenguaje no puede sino expresar desde el silencio.

Notas

1 Sastre, A. (1980). Lumpen, marginación y jerigonça. Madrid: Legasa literaria, Editorial Legasa, p. 283.
2 Poesía (1978). Revista Ilustrada de Información Poética. N.º 3. Madrid, p. 108.
3 Claramunt, L. Naufragios y tormentas, Espais Volart. Fundació Vila Casas, Barcelona. Desde el 21 de enero hasta el 1 de mayo de 2022.
4 Cernuda, L. (1983). «La familia», en La realidad y el deseo. España: Fondo de Cultura Económica, Octava reimpresión, p. 203.