La muestra de las costarricenses Ingrid Cordero y Sofía Ureña, curada por Lola Malavasi Lachner, Daniela Morales Lisac, y Paula Piedra, para el Centro Cultural de España, San José, Costa Rica, es una de las actividades de la cooperación española para las capitales del istmo, curaduría general de Tamara Díaz-Bringas (La Habana 1973-Madrid 2022) y Ricardo Ramón Jarné, integradas con otra exhibición allende el Atlántico, en Casa de América, Madrid, rememoran el bicentenario de independencia centroamericana, 1821-2021.

Quizás por el carácter de «no celebración», que influenció las fiestas independentistas de los doscientos años, el ayer dio un paso hacia adelante, para encender tácticas que enfrenten las paradojas del presente, y, empoderen ante la fragilidad de una actualidad velada por los protocolos sanitarios de la pandemia del coronavirus, y otras tensiones sociales y culturales latentes.

Pero la vida debe continuar con el trabajo, el estudio; importa mantenernos: crear, investigar, producir para sacarle el mejor provecho al tiempo, el cual, en estas exposiciones juega un rol definitivo, y que hoy nos presenta la dicotomía del artista actuando como el científico, cambiando su visión de mundo, de lo racional hacia lo irracional-creativo, en la actuación exploratoria, sintetizadora, sumida en un laboratorio para buscar —como en este caso—, una nueva piel que transparente el «ánima» del arte de hoy ya entrados en la tercera década del siglo XXI.

Materia, tiempo, y entorno

Estas son palabras clave que impelen a comprender la cuantía de estas metodologías tan porosas entre ciencia y arte, me vuelven a evocar al escritor japonés Kobö Abe (1924-1993) al afirmar que la esencia de la investigación hoy no se haya en los resultados o frutos finales sino en lo observado, documentado con los rigores del proceso.

Las curadoras sostienen:

Por medio del cultivo de celulosa bacteriana integra en su práctica artística tejidos vivos, amigables con el ambiente y los acompaña de objetos o materiales encontrados en un gesto que prolonga su vida útil. Su trabajo se encuentra en la intersección entre arte y ciencia, un laboratorio de experimentación con los materiales y las formas (Malavasi, Morales, Piedra 2021).

«Lo que no vemos crece de todas formas»

Como otras frases de las curadoras en su texto «lo expuesto está vivo y es afectado por el entorno, y el mismo entorno afecta a la muestra» (Malavasi, Morales, Piedra 2021). Adelante o atrás, objetiva otra noción, la del tiempo contrapuesto a la métrica del reloj, o el tiempo atmosférico tan variable o invariable como la subjetividad y que permea el ánimo en la práctica artística, acota sus procedimientos para investigar y elaborar proyectos, referentes y metodologías del hoy, y, la conexión que tengan las artistas con el entorno: material, tangible e intangible. Obtención de un tejido mucilaginoso y vivo, aplicado en los libros arte, y en algunos bio-textiles que cuelgan en la sala y escurren en unas cajas de acrílico sobre una alfombra de tierra.

Pero no deja de obligarme a evocar —en tanto referencia el pensamiento de cinco mujeres del arte de hoy—, a meterme en la narrativa de Carmen Martín Gaite, en Nubosidad Variable (Barcelona, Anagrama, 2000).

Tiempo, desborde-afectación

Es un sujeto y objeto de la creación, la temporalidad que se multiplica como la raicilla «rizomatosa», (Rizoma, un concepto filosófico desarrollado por Gilles Deleuze y Félix Guattari en su proyecto Capitalismo y Esquizofrenia, 1972-1980), y que se estira, como la noción de la temporalidad actual, durante la visitación a la obra y palpar este discurso de la inmanencia y materialidad.

El entorno, en cambio, tiene que ver con las superficies urbanas, las territorialidades objetivas o subjetivas que se (des)fragmentan, y que en mi encuadre personal me engulló en el acto del parto, al presenciar aquellos flujos proyectados en la membrana o corporalidad de la obra y sujeto primordial de esta propuesta de Cordero y Ureña.

En sincronía con el enigma, la contradicción, el caos, cuando lo que hacemos, en tanto son hormas duras, nos hacen (como decían los sociólogos de los setenta del siglo pasado, entre ellos Alexander Mitscherlich, en el Fetiche Urbano, 1968. No dejan de ser apreciadas en estas realidades para conformar el lenguaje y hacer cuajar el discurso contemporáneo, donde y en tanto rizoma, aún habrá algo más que ver y/o descubrir.

Visitar la propuesta demuestra una vez más que el arte y la ciencia liman sus asperezas ontológicas e integran, como la idea de redirigir el visor del pasado hacia adelante, y hacer cuajar a su vez esa piel que crece o decrece su influjo como la luna sobre las superficies del planeta.

Evoca, tal y como referí al inicio, al escritor japonés Kobö Abe, en su novela de los años sesenta del siglo anterior: El Rostro Ajeno, publicada en español por Siruela en 2007. Acota su sinopsis:

Convencido de que el alma reside en la piel, de que su propio ser se ha desvanecido junto con los rasgos de su cara desfigurada a raíz de un accidente, un científico se obsesiona con la idea de cubrirse con una máscara, otro yo que concibe como un nexo con el mundo (Abe 2007).

La materialidad

En cuanto a la (in)materia útil, es de suma importancia la membrana cobertora y porosa de esa gran matriz, o placenta que nos devuelve al útero materno, al cual queremos retornar los humanos para palpar ese entorno orgánico, donde apreciamos burbujas como si se tratare del líquido amniótico, y la métrica o ritmo de un órgano que late, provocado por aquellas proyecciones de luz sobre dicha membrana, que incluso su sombra se percibe en las paredes, y no deja de advertirse temor, ante las circunstancias de la incertidumbre sobre nuestras existencias.

Dichas propiedades orgánicas son propias de la materia textil, hecha a partir de la bio-materia. Con esto ensayan tácticas, o soluciones factibles a esas preocupaciones del artista actual, de sumirse en un laboratorio de experimentación y producción, para aportar a la descarbonización del planeta y, por ende, a la nueva economía, fundamental para las naciones delante al desafío y embates del poder hegemónico —político-económico—, de siempre, con todo y sus estrategias de penetración y apropiación de otras segmentaciones del mercado que se encumbran a adorar al dios dinero.

Un ruedo de tela teñida o pintada con manchas oscuras como la materia orgánica, como las manchas del banano maduro, que traen además las evocaciones de otras pugnas históricas para este istmo centroamericano, antes llamadas «repúblicas bananeras», y constituyen un espacio de una porosidad estética que nos permite ver a través de la transparencia otras materias colgadas en aquel vacío que fluye hacia adentro y hacia afuera. Un espacio rememorativo.

Posee unos cortes o huecos que tienen dos funciones: ver lo que esta adentro, la materia, impregnada de luminosidad, traje u horma, y generar el espacio vitrina; el que permite ver hacia adentro y a la vez mostrar. Y, por otro, que el espacio circundante o neutro de las paredes de la sala, como insinué, reciban la luz y la sombra de ese ruedo vivencial, con esas mirillas recortadas, y que vuelven multisignificativo el abordaje: Un espacio quizás carcelero de las tensiones internas y externas del lenguaje, del discurso actual encontrado o leído en las superficies artísticas urbanas, como son los grafitis, los carteles, vallas, murales arquigrafías, grandes pantallas de tv o proyecciones, poética de una ciudad de hoy que encuentra ecos en algunas palabras que a veces no se dicen, pero nos atrapan, inyectan valor, conducen, alientan o desalientan para que suceda algo de verdad, para no permanecer iguales después de la experiencia y conexión con el arte.

De por sí, como agrega el título de la propuesta: «Lo que no vemos crece de todas formas».

Fuera de ese contorno enmarcado por la tela pecosa y atravesada por vectores lumínicos, hay otros elementos muy heteróclitos para la creación, que también acrecientan el enigma de la materia, la contradicción del tiempo, y del entorno cambiante. Una especie de cajas acrílicas dispuestas sobre ruedos de tierra en el piso de la sala, que también parecen lastres o escombros, terrón, polvo, asperezas tan significativas como la vida misma, y en diálogo con los textiles que cuelgan de lo alto y que, al escurrir, dejan un charco espumoso en aquellas superficies que lo enmarcan. Tremendo, al lenguaje que acuden estas artistas para mostrar su conexión y empatía con el arte de esta tercera década del siglo XXI, y con el desafío de la lectura tanto como con la poética del material, tiempo y entorno.

Las curadoras, en otro célebre párrafo de su texto acotan: «El espacio artístico invita a la contemplación y al desaceleramiento; a salir de la cotidianidad para entrar en un espacio de comunión con las obras y sus enunciados».

Diría que, en este caso, una vez más puedo decir acerca del uso de la tierra, la evocación del territorio, del continente, de la meseta, de la isla o archipiélago, istmo o aquel «Estrecho Dudoso», 2006 que percibió, acuñando estas transformaciones discursivas Virginia Pérez-Ratton y Tamara Díaz, y que revolucionó la percepción de un arte confrontado a lo universal desde las posturas de lo particular. Me recuerda además aquel poema tan amado de la Dulce María Loinaz: «Rodeada de mar por todas partes…». Y la antigua Aztlán, patria de los «hombres de Tierra y Agua», de este istmo transitado por migrantes de todos los confines terrestres, recuperando tierra o propiedad histórica, tierra fragmentada de la memoria pertenencia de una madre violada, parida, agredida por las tensiones hegemónicas de siempre. Tierra que también agrega sentido al ser lastre de la vida, con todas sus contingencias e incertidumbres que nos afectan, y sobre la cual se proyectan esas luces y sombras dentro de aquel gran vientre de la cultura cotidiana.

Luego están los libros, los eternos cómplices del intelecto y la memoria de la humanidad, en ese caso los libros arte confeccionados con biocelulosa, materiales degradables que seguirán (des)integrándose o hasta creciendo más allá del tiempo y las presiones sociales, culturales y económicas que nos embargan hoy en día, donde nada se mueve sino bajo control del dominador y el gran ojo vigía. Respecto a estos libros las curadoras agregan:

Cada libro-objeto será otro experimento para llevar un registro de los diferentes procesos que afectan a los distintos materiales. Los libros continuarán su degradación mucho después de que la exposición haya terminado, lo cual resultará en un muestrario de cómo cada elemento que los compone cambia con el tiempo (Malavasi, Morales, Piedra, 2021).

¿Qué me queda, permanece o afirma al visitar esta intensa exposición?

La pregunta es de rigor en mis comentarios, pues si no me quedara nada qué sentido tendría escribirlos. Afirma —y con esto concluyo— el valor de la creatividad en la práctica artística actual, el valor del lenguaje como signos que provocan el parto de las nuevas circunstancias en el cual el binomio ciencia-arte implican al paradigma: la proyectualidad como método con lo cual disipar esos nubarrones de lo atmosférico, la incertidumbre, el no saber que siempre serán acicate a la eterna actitud del artista de disentir, de cuestionar, de intentar ver más allá.

En el caso de la trama de Kobö Abe, ya citada, la piel concebida durante años de proceso de investigación de carácter autorreferencial reinventa al científico o personaje central de su novela, incluso influye en su psicología y personalidad. Importa también deducir que ocurrirá con esa piel o bio-textil de Cordero y Ureña, en tanto hormas ¿qué nos hará? o ¿en qué nos convertirá?, ¿cuál será la afectación de esos resultados o proceso, y lo que se nos devuelve, el eterno retorno en lo cual las artistas a quien investigan, siempre será a sí mismas?

Notas

Abe, K. (2007). El Rostro Ajeno. Siruela.
Gaite, C. (2000). Nubosidad Variable. Anagrama. Malavasi, P., Morales, D., Piedra, P. (2021). Texto curatorial.
Mitscherlich, A. (1976). Fetiche Urbano. Enaudi.