Hace dos meses en la Guayana Francesa, a bordo de un cohete del tipo Ariane 5, y luego de interminables años de actualizaciones y postergaciones, el telescopio espacial James Webb marchó al fin hacia lo más alto. Más allá de la órbita de cualquier otro de los satélites que nos rodean. Más allá incluso de por donde cuelga la Luna.

No lo hace por capricho, sino bajo el sustento de razones y números, pues el ojo del James Webb es uno que penetra en las regiones de la luz infrarroja. Las bajas temperaturas entre la Tierra y el segundo punto de Lagrange, a un millón y medio de kilómetros de aquí, permiten estas observaciones sin el inconveniente que nuestra estrella causa con su radiación. Y no es un mero experimento; no se trata de una novedad, pues este no es el primer instrumento que hace su hogar en esa región de equilibrio —una de cinco— que resulta de la gravedad combinada de nuestro planeta y el Sol. Ya la sonda de microondas WMAP y los observatorios Planck y Herschel hicieron con éxito sus rondas en ese punto, donde el nuevo telescopio podrá comunicarse sin problemas aquí abajo con el cuarto de control.

Aunque la suya es una misión que se ha promocionado como sucesora del Hubble, las diferencias técnicas y de enfoque entre ambos instrumentos sugieren tomar a James Webb como una manera más refinada de observar el entramado cósmico. Sus visiones son diferentes. No es lo mismo apreciar el mundo revelado por la luz infrarroja que el descubierto bajo la luz que emana de las galaxias, cada una más y más lejana debido al ímpetu con el que se expande el universo.

Qué tan amplias son estas distancias, que la propia luz tarda miles, millones, miles de millones de años en llegar desde los sitios más remotos en el espacio hasta la pared de nuestras retinas, haciendo así una máquina del tiempo del domo de la noche. Como el geólogo que excava los diferentes estratos que forman el manto terrestre, la mirada del astrónomo penetra en el pasado distante conforme más profunda sea la luz de su observación. Pero existe, como en todo, una sutileza que vendría bien no olvidar. Pues la luz visible, que desde los días de Sumeria —incluso antes— ha sido la manera más fiable de hacer observaciones, es una banda elástica que se expande y contrae.

Lo visible, lo infrarrojo y lo ultravioleta son franjas del mismo espectro electromagnético, diferenciadas entre sí por la frecuencia y longitud de la onda. Así como ocurre con el sonido, cuyas ondas se compactan y vocean cuando nos acercamos a una alondra que canta, o se separan y murmuran cuando nos alejamos de ella, así pasa también con las ondas de luz. Se deslizan a los pasteles del ultravioleta cuando su fuente emisora se nos aproxima, o pasan a los carmesí del infrarrojo cuando esta se aleja. La luz de Andrómeda, galaxia vecina a la nuestra, nos llega en tintes azulados en virtud de los 402,000 km/h con los que se nos aproxima, contrario de lo que ocurre con las galaxias que la expansión universal aleja de nosotros, cuya luz aparece manchada de tonos rojizos en las lentes de los telescopios.

Los primeros objetos lumínicos se formaron varios cientos de millones de años después del Big Bang, según interpretaciones contemporáneas. Su aparición puso fin a la vasta oscuridad por aquel entonces reinante, pero su luz se ha desvanecido a toda vista, en gran parte, por la expansión del espacio. La ha estirado y deformado. Tanto así, que la única manera de poder encontrar a estos objetos es con la instrumentalización adecuada. James Webb será la manera de estudiar estas galaxias primigenias que se ocultan bajo el infrarrojo, pero también ayudará a determinar las maneras en que la evolución galáctica ha ocurrido durante todas estas eras. Los astrónomos podrán observar los estados iniciales de la formación estelar y, de tener suerte, confirmarán también los modelos existentes sobre la creación de sistemas planetarios. Esto, y más, con solo modificar la manera de observar.

James Webb no es el primer observatorio infrarrojo. Tampoco el primer telescopio espacial. La genialidad está en la ingeniería de sus instrumentos, tan refinada que permite hoy estudiar lo que se encuentra allá en lo lejano, tan lejano que ningún ojo es por sí mismo capaz de apreciar. Ya desde hace siglos que los científicos y los artistas han reconocido el poder de los instrumentos para modificar el entendimiento y la perspectiva. Los unos, para así tener una aproximación más certera, aunque nunca final, a los mecanismos bajo los que opera la naturaleza. Los otros, para lograr una mayor apreciación de ella. El mismo cambio de mentalidad que aconteció en quienes miraron por primera vez las estrellas con un telescopio. Ese humilde primer telescopio.

A inicios del siglo XVII la astronomía era aún dominio del ojo desnudo, incluso con la existencia de medios con cuales refinar la observación. Poco antes, alrededor de 1580, allá en la fría Uraniborg, su castillo y pequeño feudo en la isla de Hven, Tycho Brahe había diseñado instrumentos sofisticados que fueron construidos por los mejores fabricantes de Alemania: sextantes de bronce y esferas armilares, cuadrantes acimutales de latón y globos estelares. Era la tecnología de observación más avanzada del momento, el equivalente al James Webb, y aunque se trataba tan solo de ayuda métrica para las capacidades naturales del ojo, se sabe que de entre toda esta maquinaría se encontraba también un tubo pequeño y esbelto. Carecía de lentes de cualquier tipo, pero podía apuntarse con él a los objetos lejanos, como así hizo Brahe para dar apoyo a uno de los proyectos que más le obsesionaron: calcular la distancia y posición de Marte.

Genial como él era, lo cierto es que este proto telescopio no fue idea suya. La naturaleza tiene maneras de insinuar pistas sobre su funcionamiento, y a lo largo de los siglos gente astuta ha llegado a conclusiones tan solo con la observación y el ingenio. Ya de tiempos antiguos se sospechaba que la visión natural podía reforzarse, y es posible que Brahe tomara inspiración para su instrumento tras la lectura de los clásicos, pues además de la astronomía y la alquimia sus intereses estaban también en la filosofía y la literatura. Tal vez encontró la referencia en De la generación de los animales, donde Aristóteles observa que «el hombre que con la mano da sombra a sus ojos, o mira a través de un tubo, no distinguirá ni más ni menos la diferencia de los colores, pero verá más lejos».

Decir que con las manos se verá más lejos es cuestionable, pero es cierto que observar a través de una ranura mejora un poco la claridad de la visión, pues la luz que rebota del objeto distante se concentra toda en la hendidura por la que el ojo se asoma. El truco puede lograrse con un pequeño cilindro, o con una perforación en una lámina de aluminio o cartón. También de otras maneras mucho más prácticas, como las gafas estenopeicas, similares a las convencionales, pero con lentes opacas agujeradas como panal. Fue con un par de estas gafas con las que Aldous Huxley aprendió a mirar de nuevo, mejorando así la lamentable queratitis que desde joven le arrastraba rumbo a la ceguera.

Ya desde la noche de los tiempos se conocen otras curiosidades de la óptica, como las cámaras oscuras que proyectan en las paredes imágenes lejanas. Se las menciona por primera vez en los registros de China, allá por el siglo 4 a. C., pero es posible que su descubrimiento preceda a toda la historia escrita. Por mucho tiempo fueron la maravilla de filósofos que teorizaron sobre su funcionamiento y de artistas que las utilizaron como herramienta para la percepción y el dibujo. Su desventaja estaba en las imágenes invertidas y borrosas que se proyectaban debido al revés de los rayos de luz al cruzar la hendidura. El primer detalle se corrigió con la aplicación de espejos. El segundo, en 1558, cuando Giambattista della Porta sugirió aplicar una lente convexa. La física detrás de la cámara oscura abrió nuevas perspectivas sobre la visión humana. Quienes miraron y estudiaron a través de ella debieron de reorganizar sus viejas concepciones del mundo.

Los astrónomos habían aprendido a utilizarlas al menos dos siglos antes de las innovaciones de della Porta. Estudiaban al sol, sus eclipses e incluso manchas, pero eso era lo más lejano a lo que podían llegar. Un instrumento con el refinamiento del telescopio debió esperar no solo al desarrollo de lentes cóncavas y convexas, sino a que sus precios fueran lo suficientemente asequibles para cualquier filósofo natural. Era una idea que flotaba en el aire, y su materialización ocurrió a finales del siglo XVI, aunque tal vez por accidente. No tanto como un instrumento científico, sino como una curiosidad. Un juguete fino para nobles y exploradores.

Su inventor no fue Galileo, contrario a lo que se dice, pues ya antes podían encontrarse telescopios de muy bajo alcance entre los artesanos de Italia. También es posible que algunos mercaderes de los Países Bajos tuvieran instrumentos parecidos para fines mercantiles y de navegación. Que a nadie se le hubiera ocurrido apuntar con estos aparatos al cielo no deja de ser una sorpresa, pero también hay que mencionar que Galileo tampoco fue el primero en hacerlo. El honor queda a nombre del matemático Thomas Harriot, quien observó la Luna cuatro meses antes de las primeras aventuras telescópicas del italiano.

A crédito de Galileo está la intuición de que estos primeros telescopios se fabricaban con lentes comerciales para la inspección de puntos textiles o corregir la miopía, pero no para ver las estrellas. Cualquier telescopio así no tendría más de dos o tres aumentos, por lo que él mismo cortó y esmeriló sus lentes. Invirtió tiempo en el diseño y construcción de prototipos. Se equivocó y aprendió, se amargó y festejó. Muchas fueron las noches que pasó encerrado en sus reflexiones, pero poco más tarde fue él, y ningún otro, quien trajo al mundo el primer telescopio astronómico.

Qué tan innovadores fueron sus ajustes, que hubo quienes se negaron a creer en los mundos fantásticos que podían encontrarse al otro lado. De pronto el universo dejó de ser tan pequeño y se abrió el camino a una concepción más amplia y antigua de él. Pero no fue un cambio de perspectiva adoptado en el momento. Mucho menos por todos. No por el estrato más conservador de entre la buena y docta gente de la Iglesia. Tampoco por los astrónomos rivales que descreían del heliocentrismo propuesto por Copérnico y que tacharon al telescopio de hacedor de ilusiones. Algunos incluso se negaron a ver a través de él.

El proceso tomó tiempo y se necesitó un cambio en la manera de observar. No solo en la metafísica de quienes hacen las observaciones, sino en la propia actitud hacia ellas. El telescopio pasó a ser parte del arsenal astronómico solo años más tarde. Unos dijeron simplemente no saber qué era eso que veían a través de él. Otros aseguraron que se trataba de una curiosidad interesante, un truco de la ingeniería, pero no una manera de practicar la astronomía. La ciencia, que comenzaba a nacer por esos años, no siempre tiene intuiciones acertadas.

De los humildes telescopios a las naves espaciales que observan el universo alrededor hay una brecha de poco más de cuatrocientos años, pero su evolución técnica parecería no solo acelerada, sino análoga a la biológica. Que el James Webb sea descendiente del diseño de Galileo sorprende tanto como descubrir que la ballena azul es descendiente de un pequeño ungulado pakistaní. Más sorprendente aún es la manera en la que estas tecnologías permiten la generación de ideas novedosas sobre el universo. Tal vez nunca serán lo suficientemente sofisticadas para mostrar el rostro verdadero de la realidad, pero si al menos una aproximación cada vez más acertada.

Y todo eso con solo aprender de nuevo a observar.