Es uno de los debates más apasionados de la actualidad, que se entrelaza con la salida económica, social, política, cultural y hasta antropológica de la pandemia, que está todavía bastante lejos.

La digitalización es global en el número y la distribución de los usuarios, en su impacto en la industria, el comercio, los servicios, las finanzas, la educación, el conocimiento; no es global en cuanto a quienes la manejan. Los servidores, que son un elemento insustituible de la digitalización, de Internet y de las redes, tienen localizaciones territoriales bien precisas y están concentrados en pocos países y en enormes empresas privadas.

Hay diversos intentos legislativos para regular el uso de la red y de sus servidores, como de los gigantes que la dominan, en la Unión Europea, en Australia, en China y en su momento en Brasil. Es una lucha con un alto contenido fiscal, de recaudación, aunque también incluye diversos grados de protección de los usuarios. Esto debería ser lo fundamental.

La cuarta revolución industrial se basa precisamente en el crecimiento exponencial de la digitalización como elemento principal de todo el proceso tecnológico y su principal instrumento es el registro de datos a través, por ejemplo, de los 23 mil millones de smartphones, y su transformación en una mercancía, en dinero a través de su comercialización y en nuevos modelos de negocios. Hoy los datos, o los documentos –como los llaman algunos autores– son la base de la actual revolución.

Primero una afirmación tajante, absoluta: no hay la más mínima posibilidad de frenar y menos de hacer retroceder este proceso de la digitalización global. Este es un dato fundamental para todas las futuras batallas civilizatorias.

El problema central es el choque entre dos paradigmas, que pueden considerarse complementarios, pero que en realidad chocan en forma constante, el paradigma tecnológico y el paradigma humanista. Y esto se produce no solo en la cuna de la civilización y la cultura occidental, en Europa, sino en todo el planeta.

Hemos pasado de las anteriores revoluciones industriales y su correlato cultural e ideológico, a un nuevo momento muy diferente.

Al inicio las ciencias y sus aplicaciones tecnológicas y culturales, comenzaron a ser determinantes para concebir el mundo, la producción, el trabajo, la acumulación y substituyeron, o se sobrepusieron, a las religiones y crearon nuevas clases sociales y diversas formas de interdependencia. Fue un momento histórico de fuerte cambios políticos, las revoluciones en los Estados Unidos, principalmente en Francia, en Gran Bretaña, en Holanda y los procesos independentistas en América Latina y posteriormente las revoluciones del siglo XX, en Rusia, en China, en Viet Nam, en Yugoslavia. Las que cayeron estrepitosamente y las que se mantienen.

El gran grito de alarma lanzado en la actualidad, es el extremo peligro de que las máquinas, pero sobre todo la inteligencia artificial, Internet y sus aplicaciones, dominen a los seres humanos y los vayan substituyendo en funciones claves de su propia existencia.

Esa interpretación no tiene en cuenta tres elementos claves: primero que sin consumo humano, la inteligencia artificial y las máquinas son inútiles; segundo que los seres humanos somos los únicos en tener conciencia de nuestra muerte inexorable y como consecuencia de ello y de los procesos culturales somos los únicos que disponemos de una espiritualidad, que influyó e influye de manera determinante en todas nuestras sociedades, en las más diversas latitudes. Y las máquinas, aún en su capacidad de aprendizaje, nunca dispondrán de una espiritualidad.

Unas de las mayores limitaciones de la obra de Carlos Marx, no corregida en su segunda etapa creativa junto con Federico Engels, es precisamente haber desconocido la espiritualidad al considerar a los seres humanos como sus relaciones sociales y de producción.

Tercero, las máquinas por su parte, existen desde los albores de cualquier civilización, desde que salimos de las cavernas o bajamos de los árboles y construimos los más primitivos instrumentos de labranza, de caza o de guerra, se sentó el principio de que entre nosotros y la naturaleza crecería una infinidad de instrumentos para explotarla y en nuestra relación con otros seres humanos, en la paz y en la guerra.

Que marchamos hacia un papel cada vez más presente de la digitalización aplicada a las máquinas y a la producción y a ocuparse de funciones cada día más complejas, nadie debería tener muchas dudas, basta comparar lo que ha sucedido en dos décadas de este siglo, pero muy diferente es afirmar que ello implica necesariamente que los seres humanos estamos destinados a someternos a ellas.

El trabajo, el elemento sobre el que se asientan todas las civilizaciones y el concepto mismo de progreso está cambiando y cambiará todavía más rápidamente, también eso es inexorable. ¿eso implica que seremos prescindibles?

Es la clásica explicación de los que necesitan encontrar un culpable, más poderoso e invencible para culparlo de los males que son entera responsabilidad del género humano. No son las máquinas, ni la digitalización las que determinaron la acumulación vergonzosa de la riqueza, que en los Estados Unidos, durante la pandemia, los más ricos hayan aumentado su riqueza en 2.1 billones de dólares (millones de millones). Mientras miles de millones de seres humanos se han precipitado todavía más en la pobreza, el hambre y en las más elementales formas de supervivencia. Ambas cosas y muchas otras son de absoluta responsabilidad de nosotros, los seres humanos.

¿Habrá necesidad de menos horas de trabajo para producir lo mismo o incluso más y mejor que en la actualidad? No hay la menor duda y ni siquiera nos imaginamos hasta dónde puede llegar ese proceso, pero eso no implica en absoluto que lleguemos a ser dominados ni suplantados por la digitalización y la inteligencia artificial.

De nosotros depende que este proceso de la cuarta revolución industrial y productiva cumpla cuatro condiciones fundamentales: el cuidado del medio ambiente y asegurar que se mantenga la vida sobre la tierra; que avancemos substancialmente en la sostenibilidad y la justicia social; que desarrollemos y profundicemos la gobernanza democrática y de ese modo ampliemos la libertad, incluso la libertad de la necesidad; y por último que no nos precipitemos en nuevas guerras hasta la guerra final. Todo eso es de entera responsabilidad de los seres humanos.

Como consecuencia de los cambios en el mundo del trabajo, que además es mucho más que el conjunto de mecanismos por los que satisfacemos nuestras necesidades de consumo, es obvio que con más habitantes sobre la Tierra, habrá menos disponibilidad de horas de trabajo y podremos y tendremos que reorganizar nuestras sociedades. No está escrito en los libros de los tiempos que las 8 o las 6 horas diarias es un mandato divino, es una convención y una conquista social en su momento.

La investigación científica de todas maneras deberá avanzar con mayor velocidad y profundidad en el cuidado de la salud humana ante los nuevos peligros.

La consecuencia directa de la importante reducción de las horas de trabajo individual y colectivo determinará que los seres humanos dispondremos de más tiempo y ese es un desafío fundamental y una enorme oportunidad: ¿Cómo llenaremos ese tiempo libre?

Obviamente ya existen experiencias diversas, pero ahora se trata de algo nuevo, de la necesidad de transformar la educación permanente, obligatoria, como el factor complementario en todas las sociedades para el progreso, para mejorar las formas de convivencia, para atacar de raíz los vicios y los males que nos afectan actualmente.

No solo la educación, vinculada al trabajo o a la cultura cívica y democrática, sino algo diferente, la educación durante toda la vida para elevar radicalmente el nivel cultural de nuestras sociedades y ocupar parte de ese tiempo libre que nos generará la inteligencia artificial. Cada sociedad deberá medir su capacidad de desarrollo, su nivel de civilización, por el nivel cultural de sus habitantes a todas las edades. No se trata solo de la alfabetización y la capacidad de utilizar nuevas tecnologías, sino del acceso a la cultura, la ciencia, el arte; es decir, parte fundamental de la espiritualidad como elemento decisivo.

No se trata de un cambio de intensidad, o de modelos pedagógicos, sino de un nuevo paradigma social, dentro del cual habrá que cambiar también los proyectos que mantienen el actual orden socio político. También en esos proyectos que marcaron la historia de la humanidad, la educación, es decir, parte esencial de la espiritualidad tendrá un papel fundamental.