Según el antropólogo Sergio Mendizábal, «el encantamiento de la realidad»1 es una estrategia esencial tanto en la producción de conocimiento como en la construcción de la identidad maya, y puede observarse en las prácticas sociales de diversas comunidades étnicas —entre ellas la Q’eqchi’— en Guatemala. «Notamos —comenta este investigador— una sacralización de lo cotidiano como práctica social», o un «encantamiento reiterado en cada acto de la vida, que se realiza en prácticas que vinculan a la persona con lo sagrado y que la conectan con lo trascendente en la experiencia de vivir». Los matices de esta singular visión del mundo sobreviven en muchas facetas de la experiencia cotidiana. Las lenguas mayas, por ejemplo, logran descentrar el protagonismo occidental del sujeto «humanizando la realidad», estableciendo una igualdad de condiciones y de origen entre las especies existentes y los elementos naturales. Ello se manifiesta en expresiones recurrentes como «madre tierra, luna nena, ombligo de las casas, cintura de los territorios, cabezas de los cerros, ojos de agua o espíritu de los ríos», según Mendizábal.

La sensación de esta cualidad sacro-mágica de la cultura y el territorio me acompañó a lo largo de mi travesía por la tierra de los Q’eqchi’s, cuando nos adentramos en la Sierra de la Minas por los municipios de Alta y Baja Verapaz, situados en la región central de Guatemala. Es imposible no caer bajo el encantamiento del paisaje en la región, o sustraerse del aura peculiar de una geografía que parece retener y transmitir la memoria del territorio y sus evoluciones telúricas, así como la historia y la cultura de sus pobladores. En los días anteriores, habíamos visitado —de la mano de nuestra guía Nancy Bosarreyes— la selva virgen en el Biotopo del Quetzal y las arquitecturas de estalactitas en las Grutas del Rey Marcos. La siguiente etapa de mi periplo me llevaría de las lagunas de agua turquesa de Semuc Champey a la reserva ecológica de Orquigonia, donde el encantamiento que describe el antropólogo se convirtió en una experiencia tan real como imborrable: una inmersión en el espacio vivencial donde converge, la belleza infinita del mundo natural con las tradiciones y las historias de vida de los habitantes de la zona.

De Cobán —la capital del municipio de Alta Verapaz— a Semuc Champey, en el poblado de Lanquín, hay una hora y media de viaje en auto, circulando por una carretera sinuosa que atraviesa las altos y verdes cerros del lugar. En esta geografía cambiante que la naturaleza ha labrado a través de los siglos, abundan las zonas de roca caliza y las formaciones kársticas, resultado de la erosión del agua en la superficie y en el subsuelo. De ahí que la región sea también conocida por sus galerías subterráneas, entre las que resaltan las Grutas de Lanquín, a unos pocos kilómetros de nuestro destino. Una oportuna parada en el atípico hotel Guayahá nos permitió refrescarnos y merendar antes de emprender, cuesta arriba, la segunda etapa del recorrido. El hotel cuenta con muchas comodidades entre las cuales se incluyen dos grandes piscinas y diversas áreas de descanso intercaladas bajo el frescor de la frondosa vegetación del lugar. Los amantes de la aventura y el campismo disfrutarán particularmente de este lugar, donde las tradicionales cabañas han sido sustituidas por elegantes carpas, debidamente acondicionadas con luz eléctrica y otras comodidades de un hotel regular.

Semuc Champey se encuentra en la altura de un cerro, por lo que se requiere de un vehículo de doble tracción capaz de vencer las abruptas pendientes que se presentan en el camino de tierra. Este segmento del viaje —que dura poco menos de una media hora—, es en sí mismo el comienzo de la aventura y un modo de adentrarse en la geografía del lugar, conociendo de pasada a sus habitantes, cuyos caseríos se extienden a lo largo del camino en sus evoluciones. Declarado monumento natural en 1999, Semuc Champey —o «donde el río se esconde debajo de la piedra», en lengua Q’eqchi’— es un espacio natural privilegiado y un oasis de belleza oculto entre dos altos cerros, en el corazón de la selva subtropical. En una explanada de unos cientos de metros cuadrados se asientan, en la forma de terrazas escalonadas, seis lagunas o pocetas de varios metros de profundidad que se intercomunican entre ellas por pequeñas cascadas cuyo volumen e intensidad depende del nivel de las lluvias recientes. La explanada forma a la vez un gran puente de piedra caliza que franquea y sobrepasa al caudaloso río Cahabón en su andar inquieto. Su caudal parece penetrar la tierra por el agujero del sumidero, como un enorme taladro que se abre camino entre la dureza de la roca —de ahí el nombre del lugar—, para salir trescientos cincuenta metros más allá, en un nivel inferior, con la intensidad y el brío complementario que le aportan las aguas de las pocetas que se derramen en su cauce desde una cascada de unos treinta metros de altura.

Desde el estacionamiento de la entrada, un camino que atraviesa la selva nos permitió acceder a las piscinas, aunque el trayecto se bifurca en dos alternativas a elegir. Por la primera salida, también se llega a las terrazas, pero bordeando los márgenes del río Cahabón, lo cual nos resultó imposible ese día por la crecida del nivel de las aguas debido a las lluvias recientes. Otro camino conduce al increíble mirador de Semuc Champey, donde, con ojos de pájaro, es posible observar desde las alturas el gran puente natural con sus pocetas, así como disfrutar de una vista panorámica de la inmensidad de la selva en la región. Ascender hasta el mirador es todo un reto. Es mejor contar con una buena forma física y también, con unos zapatos cómodos, a prueba de deslizamiento. Pero cualquier esfuerzo será más que recompensado. En un sentido figurado, Semuc Champey se asemeja a la danza nupcial del pavo real. En este espacio de quietud y contemplación, la naturaleza parece «abrir su cola» exuberante para mostrarnos, generosa, el abanico infinito de la creación. El color de las pocetas es de un verde intenso de matiz turquesa, muy poco común, y la concentración de la vegetación en las laderas de los cerros colindantes ofrece un espectáculo asombroso por la variedad de sus figuraciones, así como por la diversidad que alcanzan los tonos ocres, verdes y amarillos de la flora.

Me resultó imposible no asociar el color de las piscinas con el jade, piedra sagrada de los mayas y ornamento distintivo de la realeza en los tiempos de esplendor de esta civilización. Esta piedra preciosa, cuya dureza solo es superada por el diamante —de ahí que resulte muy difícil de labrar—, se extraía en la antigüedad en la vecina Sierra de las Minas. Se cuenta que, en nuestros días, los mineros la identifican por el sonido singular de sus picas cuando rebotan sobre la dura superficie del mineral. Más allá de las semejanzas, la inusual tonalidad de las piscinas proviene de la alquimia del agua sobre los minerales y los microrganismos del lugar, en una paciente labor orquestada por la naturaleza a través de los siglos. Los cristales de carbonato de calcio que conforman las pocetas actúan como espejos naturales, refractando la luminosidad y los colores del entorno que las rodea. Así, Semuc Champey puede convertirse en una suerte de gran prisma que filtra la luz solar para devolver, según el clima, una paleta de cambiantes tonalidades. En días soleados, de un cielo azul intenso, las piscinas brillarán con colores centellantes, acentuando la transparencia de sus aguas cristalinas. En días cubiertos y lluviosos, sus tonalidades adquieren valores más discretos, ofreciendo otros niveles no menos hermosos de contemplación.

Después del calor y del ejercicio del recorrido inicial, nada mejor que adentrarse en las piscinas o zambullirse directamente en sus aguas cristalinas. El impacto inicial es electrizante pues sus aguas son muy frescas y podrían resultar —para alguien acostumbrado a las tibias aguas del Caribe como es mi caso— hasta frías. Pero pasados unos minutos, el cuerpo sincroniza las temperaturas convirtiendo el baño en una experiencia agradable y energizante. Dentro de este espacio de transparencia, la visibilidad es máxima. Aún sin una máscara, es posible escrutar el fondo de piedras claras que, curiosamente, es también a estas alturas el techo de un río subterráneo, el Cahabón. La oportunidad me sirvió para probar un aditamento que me había prestado mi hija —arquitecta y fotógrafa deportiva— para usarlo durante el viaje: una cubierta de resina epoxi que protege la cámara convirtiéndola en un equipo de fotografía subacuática. Así que retraté, entre legiones de pececillos inquietos, las sinuosas raíces de los árboles penetrando en el agua para asentarse en la firmeza del fondo.

Semuc Champey es probablemente uno de los espacios naturales más hermosos que he visitado en mi vida. Una parte de mis afectos sigue ahí, en ese ámbito de quietud y asombro, resguardado por las murallas de la selva profunda. Sin duda un paisaje inolvidable que fue descubierto accidentalmente en 1954, según esa acepción tan occidental de la palabra en la que «descubrir» no es más que reconocer —muchos siglos después—, la existencia de un espacio habitualmente transitado por sus lugareños. En la mañana siguiente, tendríamos la oportunidad de vincularnos con los habitantes de las comunidades vecinas cuando visitamos la cooperativa de producción cafetalera Chicoj. Si en Semuc Champey contemplamos la naturaleza virgen en un ecosistema protegido, en Chicoj conoceríamos los modos de intervención agrícola sobre el territorio, así como el anhelo de convertir la producción en un ejercicio sostenible, concebido para preservar los valores del entorno y garantizar a la vez, el bienestar productivo de las poblaciones Q’eqchi’s de la región.

Según se cree, la planta del cafeto es originaria del Cuerno Africano y fue introducida en Guatemala por los frailes jesuitas durante la colonización española. Hoy día, este país es el principal exportador de café en Centroamérica, pero el auge y desarrollo de su industria estuvo fuertemente impulsado en sus inicios, por la inmigración alemana que se asentó en municipios como el de Alta Verapaz desde las últimas décadas del siglo XIX hasta mediados del XX. Herederos de la revolución industrial europea, los colonos y comerciantes alemanes introdujeron nuevas técnicas en el cultivo y la producción del café, creando la infraestructura necesaria para su transporte, comercio y exportación. Las políticas del gobierno de entonces —interesado en alentar la inversión extranjera— les permitieron adquirir a precios favorables, las tierras tristemente expropiadas a las comunidades nativas de la zona. Los pueblos indígenas se convirtieron en una mano de obra «casi gratuita»2 en el cultivo y procesamiento del grano. Pero las prósperas plantaciones de los colonos fueron, a su vez, confiscadas años más tarde, como resultado de las alianzas e intereses políticos que se establecieron a raíz del conflicto bélico de la Segunda Guerra Mundial. Muchos ciudadanos alemanes fueron repatriados o internados en campamentos en los Estados Unidos, quedando las fincas bajo la administración del gobierno que, en 1944, decidió finalmente rentarlas a los campesinos y cooperativas de la zona para su explotación.3

«Los alemanes enseñaron a nuestros antepasados a cultivar de un modo más sofisticado el café —nos comenta Álvaro Yat, el gerente de esta cooperativa creada en 1969, a pocos kilómetros de Cobán—, y nosotros extendimos y perfeccionamos esta tradición para beneficio de nuestra propia comunidad». Hoy día, la finca Chicoj está formada por pequeños productores de la etnia ‘Qepchi’ y entre sus proyectos figuran, entre otros, el turismo ecológico y las labores de una reforestación que se impone con urgencia, como uno de los retos principales en la preservación del ecosistema en la región. El recorrido por los cafetales —junto con las oportunas explicaciones de Álvaro—, nos permitió comprender los diferentes momentos de un proceso complejo que oscila, desde las etapas iniciales de la siembra y la cosecha, hasta otras fases posteriores como la clasificación de los granos, el «despulpado», la fermentación y las técnicas de lavado y secado. La naturaleza en esta zona montañosa es exuberante, de modo que la visita a los cultivos puede alternarse con un recorrido por la selva tropical vista desde las alturas, con la ayuda de esos sistemas deslizantes de cables y arneses que se conocen como canopy.

Después de recorrer las diferentes áreas de la cooperativa, nada mejor que pasar a degustar un delicioso café al estilo tradicional, preparado por las manos expertas de un catador de la infusión o barista. En este espacio donde confluye la historia del país, la cultura y las tradiciones agrícolas de sus habitantes, varias generaciones de Q’eqchi’s han trabajado la misma tierra, transmitiendo de forma oral un legado de excelencia y sabiduría en el cultivo y procesamiento del grano. «De mi abuelo y de mi padre aprendí esta profesión», nos comenta Rogelio Cu Poou, el barista de la cooperativa. «Mi abuelo trabajaba para los alemanes y solía firmar las actas de la finca con un símbolo pues no sabía escribir. Hoy día, yo debo elegir entre mantener este oficio o dedicarme a representar legalmente a la cooperativa, pues pronto terminaré mis estudios de derecho». El atelier de Cu Poou es el de un alquimista. Detrás de un amplio mostrador poblado por vasijas de vidrio, balanzas, calentadores y contenedores del preciado grano, este artista del sabor nos preparó pacientemente, diferentes variedades de café. Los sabores y aromas varían notablemente según el tipo de grano que se emplea y su forma de prepararlo. Una vez listos, el barista los prueba con un sorbo pequeño, emitiendo con sus labios que aspiran un sonido estridente. Y la expresión de su rostro denotará, al instante, su conformidad —o desacuerdo—con el resultado de su preparación.

Otro espacio inolvidable de tradiciones e inspiración familiar se encuentra a escasos kilómetros de Cobán —el epicentro de nuestro viaje—, y fue nombrado como Orquigonia por la familia de su fundador, Oscar Archila Euler. Abierta al público en 2007, a raíz de su muerte como un tributo a su labor de tantos años, Orquigonia cobija hoy día una de las mayores colecciones de orquídeas de Guatemala y es un santuario para el rescate y la preservación de las más de 1,400 especies endémicas del país (muchas en peligro de extinción), junto con otras variedades que coexisten en este ecosistema protegido del Bosque Nuboso. «Hemos sembrado alrededor de 100,000 orquídeas en el área —nos comenta Francisco Archila, uno de los hijos de Óscar y el administrador del lugar. Lo que nos resulta imposible calcular es cuántas existen hoy día porque como es lógico, ellas se multiplican. Y esta es una de las cuentas que nos encanta perder». Lo cierto es que, el amor y la dedicación de Archila Euler (1938-2007) por estas plantas, encontró en su familia el eco de una continuidad necesaria para llevar a buen término su paciente labor de recolección, estudio y clasificación de los especímenes de esta especie que convivió con los dinosaurios, y cuyo origen se remonta al cetáceo tardío, entre 76 a 84 millones de años atrás.

Desde la década de los setenta, Óscar Archila —deportista, entrenador de fútbol y empleado del Banco de Guatemala hasta su jubilación— coleccionó toda clase de orquídeas, desde los hermosos especímenes de vibrantes colores hasta las más comunes, pasando por aquellas variedades diminutas, de esas que «caben en la cabeza de un alfiler» como asegura Francisco. Junto con sus hijos, recorrió los bosques recién talados de su país y en los árboles abatidos rescató muchas de las orquídeas que formaron parte de su colección inicial, situada en los terrenos de su casa. Muy pronto, esta «Arca de Noé» de la flora —como lo describió la escritora Adriana Herrera— resultó pequeña para tamaña empresa, por lo que Óscar decidió comprar un terreno adicional. De este sueño nació Orquigonia, pero también, otra generación de apasionados ambientalistas y científicos que hoy día llevan el apellido Archila, y que han extendido el estudio de esta hermosa flor a niveles internacionales. Tal es el caso del ingeniero agrónomo Fredy Archila —hijo de Óscar e investigador asociado al Marie Selby Botanical Gardens de Sarasota, Estados Unidos— quien dirige actualmente la Estación Experimental de Orquídeas de la Familia Archila junto con su banco de germoplasma, el mayor del país.

Un estudioso consagrado y clasificador de nuevas especies de orquídeas como lo fuera su padre, Fredy Archila trabajó pacientemente en el cultivo y reinserción de un espécimen prácticamente extinto en el país: la Monja Blanca o Lycaste virginalis, la flor nacional de Guatemala. Llamada así por la curiosa apariencia de su columna interior que semeja a una religiosa en el acto de rezar, la Monja Blanca —también conocida por los antiguos Q’eqchi’s como Sak ijix o la «princesa convertida en flor»— es en realidad una orquídea albina, cuyos pétalos de terciopelo y belleza singular igualan a su rareza y también, a su fragilidad. «Rescatar y conservar las orquídeas no solo es una vía para protegerlas contra las depredaciones del medio ambiente o del comercio indiscriminado —nos aclara Francisco Archila—, sino una forma de reconstruir el equilibrio biológico del Bosque Nuboso. Mientras las orquídeas se multiplican, estas atraen a toda clase de insectos —sus agentes polinizadores—, los cuales constituyen el alimento principal de muchas aves, reptiles y pequeños mamíferos de la región, que ahora regresan para convivir en este espacio protegido».

Mucho antes que los hindúes, los antiguos mayas concibieron y usaron regularmente el concepto del cero, como parte de un sistema de numeración vigesimal y posicional que contenía la potencialidad de imaginar el infinito. Esta percepción de lo inconmensurable, indisociable de su cosmovisión, les permitió desarrollar un alto pensamiento abstracto que abarcaba la naturaleza cíclica e infinita del tiempo y del espacio, de algún modo conectada a la belleza ilimitada del paisaje natural en esta región que hoy día es Guatemala. Este es uno de legados que me llevo de mi travesía por la tierra de los Q’eqchi’s, junto con las historias entrañables de sus habitantes: el paréntesis abierto de una visita inconclusa, que seguro vendrá a certificar en los próximos destinos, la frase del ermitaño Heráclito de Éfeso, observador del tiempo y de los fenómenos de la tierra: «Si no esperas lo inesperado, no lo reconocerás cuando llegue».

Notas

1 Mendizábal, S. «El encantamiento de la realidad. Producción de conocimientos en procesos de construcción de identidad maya, en prácticas sociales de K’icheab’, Kaqqhickela, Q’eqchi’eb y Q’eman», p. 169-170. Culturas de Guatemala. Los Mayas: historias, discursos y sujetos. Séptimo Congreso de Estudios Mayas, 8-10 agosto de 2007. Universidad Rafael Landívar. Tercera Época. Año XXIX. Volumen I, enero-abril 2008.
2 Caso Barrera, L. «Viajeros alemanes en Alta Verapaz en el siglo XIX. Su aportación al conocimiento de las lenguas y cultura maya», p.141. Revista Brasilera, enero 2014.
3 Molina Londoño, L. F. «Expolios, deportaciones e internamientos: el destino de los alemanes durante la segunda guerra mundial», p.18. Oxímora, revista internacional de ética y política, núm. 11. jul-dic 2017. ISSN 2014-7708. pp. 4-24.