Es importante subrayar que la actual epidemia del nuevo coronavirus (SARS-CoV2) no solo es la primera gran pandemia del tercer milenio, sino también la primera del Antropoceno. Decimos esto para evidenciar que no es una especie de contratiempo: un evento biológico aleatorio, extemporáneo e impredecible, sino un episodio particularmente dramático, por sus modalidades de manifestación y por sus consecuencias a nivel sanitario, social, económico-financiero y político (aún no del todo previsibles). Es parte de una larga crisis biológica a raíz de la «guerra contra la naturaleza» o, para usar los términos de las dos últimas encíclicas, contra el Hogar Común por el Homo sapiens sapiens. Esta crisis biológica y sanitaria mundial fue ampliamente pronosticada y anunciada como inminente desde hace casi 20 años por científicos de todo el mundo y, en particular, por virólogos, cazadores de virus y epidemiólogos.

En efecto, sabemos desde principios de este siglo que el mundo de los microorganismos está en ebullición y que miles de «nuevos virus» potencialmente mortales para el hombre (Ébola, Nipah, Hendra, Marburg, pero sobre todo nuevos subtipos de Gripe-Orthomyxovirus y Bat-Coronavirus) están listos para propagarse: desde las «especies reservorio» que las han albergado durante millones de años, hasta los animales hacinados en granjas intensivas, enormes mercados de alimentos e interminables suburbios urbanos en el hemisferio sur y, finalmente, los humanos. Esto se debe al cambio climático, a la alteración de los ecosistemas biológicos y microbiológicos, a la deforestación desenfrenada, a la contaminación química y física cada vez más generalizada y a la proliferación de megaciudades en las que decenas de millones de seres humanos viven en condiciones de miseria y promiscuidad sin precedentes (al menos en términos de tamaño) en la historia.

En este sentido, podemos afirmar con absoluta certeza que se trata de la primera gran pandemia del Antropoceno: no se trata de un hecho aislado y accidental, sino precisamente de un episodio especialmente dramático de una enfermedad crónica y de rápida progresión que afecta a toda la ecosfera, sobre todo a la biosfera y a las cadenas alimentarias y, en consecuencia, a toda la humanidad. Por estas razones, no tiene sentido pensar que se puede atajar solo con fármacos y vacunas, como lamentablemente están haciendo los países occidentales más ricos y poderosos, que son (no casualmente) los que no quieren reconocer y atajar la crisis ecológica, climática y biológica global que ellos mismos han provocado.

A menudo olvidamos que la pandemia es un acontecimiento que marca una época y que para entender realmente lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo y lo que ocurrirá, tenemos que referirnos al contexto global y no solo a los acontecimientos locales. Empecemos con dos consideraciones preliminares.

La primera es que la pandemia es un acontecimiento mundial, previsto desde hace al menos dos décadas de forma absolutamente precisa: tanto en lo que respecta al agente patógeno (por eso el coronavirus del murciélago ha sido estudiado durante 15 años en todos los laboratorios del mundo), como en lo que respecta a la falta de preparación de los países occidentales, a pesar de las constantes advertencias de los científicos.

La segunda consideración, igualmente fundamental, es que la pandemia no es un evento accidental, una especie de «enfermedad/lesión aguda» que golpeó a la población humana porque un patógeno especialmente virulento se propagó accidentalmente en unos pocos meses, matando a dos millones y medio de personas. O, mejor dicho, no es solo esto: al contrario, es una etapa particularmente dramática de una «enfermedad crónica» que afecta a toda la ecosfera y que ha sido producida irresponsablemente, en pocas décadas, por una verdadera «guerra contra la naturaleza» emprendida por una sola especie: el Homo sapiens sapiens.

A esta primera consideración le sigue una primera observación: es un hecho indiscutible que los países asiáticos, en primer lugar, China, pero también Corea del Sur, Japón, Camboya, Vietnam, Hong Kong, Taiwán y Singapur, fueron capaces de cortar la pandemia de raíz. También está claro, para refutar a los que dicen que solo los gobiernos autoritarios fueron capaces de detener la pandemia restringiendo las libertades civiles de forma coercitiva y a veces violenta, que Australia, Nueva Zelanda, Islandia hicieron lo mismo y tuvieron muy pocas muertes y mínimos costes económicos. Y es que todos estos países han puesto en marcha estrategias precisas para contener las cadenas de infección, sistemas de seguimiento y vigilancia, zonas de cuarentena organizadas y departamentos específicamente dedicados a los casos medios y críticos. Han puesto en práctica lo que es el estándar de oro de la gestión de pandemias: confiar en la medicina territorial y reforzarla.

Llegados a este punto, hay que hacerse una pregunta: ¿por qué los países occidentales, a pesar de ser ya conscientes de que la única forma de frenar una pandemia en poco tiempo es poner en marcha las estrategias de contención y vigilancia antes mencionadas, siguen siendo incapaces, después de un año, de identificar y detener las cadenas de contagio, arriesgándose así a que fracase el enorme esfuerzo realizado por los profesionales sanitarios y a que se prolongue el sufrimiento colectivo?

La primera pandemia del Antropoceno

Es igualmente importante examinar las causas profundas de la pandemia, que, como hemos dicho, no puede considerarse un mero accidente del destino. En efecto, desde hace al menos 20 años, no solo los virólogos y los llamados cazadores de virus han «señalado» miles de virus potencialmente pandémicos, sino que toda la comunidad científica internacional ha descrito los efectos nocivos de la deforestación incontrolada, la urbanización masiva de decenas de millones de personas y animales en monstruosas megalópolis, las bioinvasiones y las rápidas transformaciones de los ecosistemas microbiano-virales que pueden favorecer la aparición de nuevos patógenos capaces de dar el desastroso «salto de especie». En particular, se ha estudiado a fondo la nueva y principal «especie reservorio» de virus pandémicos potencialmente letales como el Ébola, el Marburgo, el Nipah, el Hendra y precisamente el virus Bat-Corona: el murciélago. Y se ha comprendido que su presencia, ahora constante, en los suburbios de las megaciudades del sur del mundo representa una amenaza cada vez más inminente.

Pero, de forma más general, existe actualmente una abundante literatura científica que muestra cómo el cambio climático; la transformación de los ecosistemas, en particular de los ecosistemas microbianos; las condiciones deplorables de los animales en las explotaciones ganaderas intensivas, en los mercados de alimentos y en ciertos laboratorios de investigación; la contaminación de la atmósfera de las grandes ciudades, de la hidrosfera, en particular de las capas freáticas; pero sobre todo de la biosfera y de las cadenas alimentarias, son fenómenos estrechamente relacionados entre sí. Son efectos de la espectacular aceleración de todos los métodos de explotación de los recursos de la ecosfera implementados en pocas décadas por el hombre, que define y connota el Antropoceno.

La era de las pandemias

Lo que pocos parecen entender es que estas consideraciones básicas deberían situarse en el centro del pensamiento crítico sobre lo que está ocurriendo y deberían inspirar las estrategias necesarias no solo para hacer frente a la pandemia actual, sino también para prevenir y tratar de forma más adecuada y eficaz las pandemias cada vez más esperadas de los próximos años y décadas.

En efecto, ya debería estar claro que, si seguimos deforestando, manteniendo granjas intensivas de ganado y mercados alimentarios como los del sudeste asiático, construyendo megaciudades, contaminando el aire que respiramos con toneladas de partículas ultrafinas que inflaman las arterias y arteriolas de nuestro cuerpo a una edad cada vez más temprana, observaremos impotentes el rápido aumento de dos fenómenos epidemiológicos concomitantes y complementarios. Por un lado, la «transición epidemiológica» que se está produciendo desde hace al menos tres décadas, consistente en un aumento continuo de las enfermedades crónicas con un fuerte componente inflamatorio: aterosclerosis y enfermedades cardiovasculares, enfermedades endocrino-metabólicas y autoinmunes, cánceres, enfermedades neurodegenerativas y trastornos del neurodesarrollo. Por otro lado, la materialización de la temida «era de las pandemias» debido al continuo aumento de las zoonosis: es decir, el paso de nuevos patógenos de los animales, que criamos en condiciones dolorosas y antinaturales, a los humanos.

Es sumamente importante destacar que, si los problemas mencionados no se abordan de raíz y con urgencia, no solo no detendremos el devastador aumento de las enfermedades crónicas/no transmisibles, sino que corremos el riesgo de vernos desbordados por pandemias agudas/infecciosas tanto o más devastadoras que la actual. Sobre todo, porque ambas pandemias parecen ser mutuamente complementarias y sinérgicas.

¿Pandemia o sindemia?

Llegados a este punto, hay que añadir otra pieza al rompecabezas y recordar que una importante contribución en la interpretación de la actual pandemia, sobre todo en lo que se refiere a la peculiaridad de sus manifestaciones clínicas y su epidemiología, vino de la mano de una reflexión del director de The Lancet, Richard Horton.

En un breve editorial que se hizo viral, Horton criticó el enfoque predominante de la covid, argumentando que no se trata solo de una pandemia, sino de un sindemia, término acuñado hace treinta años por un antropólogo que señaló que las diferentes enfermedades se manifiestan de distintas formas porque interactúan entre sí y con factores sociales y económicos específicos de una población determinada. En el caso del SARS-CoV-2, está claro que el virus afecta principalmente a personas con enfermedades crónicas no transmisibles y en patrones de desigualdad típicos de las sociedades occidentales.

La tesis de Horton es importante y admisible, al menos en parte. De hecho, no hay duda de que la actual pandemia se ha convertido en el desastre que es porque y en la medida en que ha actuado sobre organismos debilitados. Este coronavirus, de hecho, no tiene en sí mismo una tasa de letalidad (LT) similar a la de la temida gripe aviar H5N1/1997, que mata al 50% de las personas que infecta (una LT superior a la del Variola major, el virus de la viruela), ni a la de los dos anteriores coronavirus potencialmente pandémicos, el SARS-CoV/2002 del primer SARS y el MERS-CoV/2012, que tenían LT entre el 10% y el 30%. Aunque es muy contagioso, el SARS-CoV-2 tiene una LT oficial de alrededor del 2% (unas 10 veces superior a la de los virus de la gripe común), y causa pocas formas graves (5-10%) y muy pocos casos críticos (2-3%) solo en pacientes crónicos/complejos.

Sin embargo, hay que destacar que no es cierto que la covid solo mate a los ancianos. Esto es una simplificación. El SARS-CoV-2 realmente mata a las personas con disfunción endotelial, es decir, arterias crónicamente inflamadas. Se trata principalmente de personas obesas y diabéticas o que padecen aterosclerosis sistémica (que sabemos que es una enfermedad inflamatoria) y, por tanto, hipertensión arterial y enfermedades cardiovasculares. Está claro que la mayoría son personas mayores, pero también es cierto que muchas personas mayores tienen formas no graves y que algunos jóvenes e incluso niños pueden, aunque raramente, tener formas graves o críticas. En efecto, el SARS-CoV-2 se aferra a los receptores ACE-2 que se encuentran no solo en las vías respiratorias superiores y en los pulmones, sino también en las arterias y arteriolas de todos los órganos y tejidos y, cuando los encuentra ya inflamados, desencadena literalmente reacciones inmunoinflamatorias sistémicas potencialmente letales, a menudo imposibles de controlar con las terapias disponibles (quizás solo el plasma de personas curadas o dosis masivas de IgG no específicas y cortisona podrían ser útiles). También hay que señalar que cada vez hay más pruebas de que los casos graves se deben a la concomitancia de un segundo desencadenante, que por un lado prepara el terreno y por otro refuerza considerablemente la acción del virus: las partículas ultrafinas (UP).

La primera pan-sindemia del Antropoceno

En este sentido, la tesis de Horton es aún más importante y nos ayuda a entender por qué la covid afecta más gravemente a los ancianos de las zonas más contaminadas del mundo occidental (en Italia el Valle del Po) expuestos durante décadas a este segundo y potentísimo desencadenante inflamatorio, que ya provoca (según la OMS) al menos 10 millones de muertes al año. Pero también por qué los obesos y los diabéticos son los más expuestos, ya que se trata de endocrinopatías inflamatorias sistémicas «desencadenadas» por la exposición masiva y temprana (ya desde el útero) a las UP y otros contaminantes (disruptores endocrinos, etc.) capaces de inducir alteraciones en la programación de las células y los tejidos: enfermedades epigenéticas, por tanto, y no genéticas, como la mayoría de las enfermedades inflamatorias y cancerosas crónicas que se están extendiendo por todo el mundo, incluso entre los jóvenes. Y, por último, por qué las ciudades occidentales son las más afectadas: porque es allí donde los endotelios de los vasos de millones de personas están expuestos desde hace décadas a la contaminación atmosférica y, en particular, a las UP, que, por otra parte, aumentan la virulencia del SARS-CoV2 al actuar, a la vez, como factor predisponente (determinante de la disfunción endotelial) y como desencadenante asociado (como demuestran los picos de covid vinculados con los niveles de contaminación).

Por lo tanto, podemos decir que la actual es tanto una verdadera pandemia (porque el SARS-CoV-2 es un virus lo suficientemente contagioso y virulento como para causar, en pocos meses, millones de muertes en el planeta), como una sindemia. Podríamos incluso llamarla la primera pan-sindemia del tercer milenio o, si se prefiere, del Antropoceno, siendo como hemos visto, una consecuencia tanto de la rapidísima transformación humana de los ecosistemas microbianos y sociales, como de la igualmente rápida programación epigenética de los organismos en desarrollo, que caracteriza a los países más ricos e industrializados, pero que también se está extendiendo rápidamente a las megaciudades del sur del planeta.

Llegados a este punto, es fácil responder a la pregunta que hemos planteado: ¿por qué los países occidentales siguen siendo incapaces de poner en práctica, después de más de un año del inicio de la pandemia, las estrategias tradicionales de seguimiento y contención de los contagios que resultaron útiles y probablemente necesarias para detener la pandemia, y en su lugar confían totalmente en la vacunación-profilaxis masiva? En efecto, parece claro que los países occidentales no tienen intención de cuestionar no solo la eficacia de sus sistemas sanitarios centrados en los hospitales, sino también y, sobre todo, el proyecto (dominante desde hace varias décadas) de una biomedicina cada vez más medicada y tecnificada. Además, no pretenden reconocer y afrontar las verdaderas causas eco-biológicas profundas y sistémicas de la pandemia: la destrucción de ecosistemas y biomas enteros, la crisis climática en curso, el rápido agotamiento de los recursos hídricos y alimentarios, y la contaminación cada vez más extendida de todos los sectores de la ecosfera.

En este sentido, la advertencia de algunos científicos de que hemos entrado en la «era de las pandemias» se aplica por igual a las enfermedades agudas/transmisibles y a las crónicas/no transmisibles: ambas son consecuencias de la alteración cada vez más acelerada de la ecosfera causada por el Homo sapiens, epifenómenos de una enfermedad crónica y rápidamente progresiva que afecta a toda la biosfera (y especialmente a la microbiosfera), y no meros «accidentes biológicos» que pueden resolverse con remedios específicos como fármacos y vacunas.

Solo cabe esperar que el gran «reto» planteado por la ciencia y el sistema económico occidental, centrado en la introducción en tiempo récord de plataformas de vacunación que son, de hecho, experimentales (vacunas de ARN, adenovirus recombinantes) y, al mismo tiempo, seguras y capaces de inducir una inmunidad de rebaño mundial contra el SARS-CoV-2 (algo difícil de conseguir según las multinacionales que las producen), para evitar millones de muertes más y el colapso de economías enteras, tenga éxito.

Sin embargo, hay que destacar que incluso para el éxito de las campañas masivas de vacunación-profilaxis, sería urgente y necesario, a corto plazo, poner en marcha estrategias de contención de las cadenas de infección y sistemas de seguimiento y vigilancia; a mediano y largo plazo, reforzar la medicina territorial y preparar una transformación radical de los sistemas sanitarios, que deben reorientarse en términos de promoción de la salud y prevención de las enfermedades agudas/infecciosas y crónicas/no transmisibles.

(Traducción al español realizada por la Dra. Natalia Reoyo Serrano)