Lima, es la única capital sudamericana a orillas del océano Pacífico, el litoral peruano se extiende dos mil ochocientos kilómetros en intrincada geografía. Colmada de contrastes, se encuentran, indistintamente, llanuras desérticas que se vuelven ensenadas o cerros recortados en abruptos acantilados. Cincuenta y siete ríos irrigan un idéntico número de valles durante todo el año, mientras que algunos se activan solo durante los veranos y se puede observar el agua del mar acumulándose en los deltas. Huarmey nombra a su vez: a la provincia, a una playa de pescadores y un río costero.

Tras almorzar frutos del mar junto con mi esposa, remontamos una quebrada que asciende por las montañas para llegar al pueblo de San Damián. Este pueblo fue nombrado en homenaje a un cura católico belga, hombre caritativo que se dedicó a cuidar leprosos y acabó contagiado de una enfermedad que ocasiona lesiones en la piel y daña al sistema nervioso. Aunque él nunca puso un pie en el Perú y no existía lepra a los alrededores, en un país católico los santos prevalecen.

Tras el hallazgo de una veta del mineral plateado, el pueblo vivió una efímera bonanza, cuando el auge declinó se volvió otro pueblo fantasma. En la sacristía de la capilla se exhibían los objetos de plata para celebrar la eucaristía, hasta que un robo sacrílego despojó a los devotos de ellos; ahora un cura itinerante llega cada cierto tiempo a celebrar la eucaristía portando los enseres para celebrar el culto. Luego de unos años en declive, llegó otro periodo dorado, esta vez producto de la agricultura; se sembraron miles de árboles frutales y mucha gente retornó a vivir en el pueblo. Mientras que el rio Huarmey desciende serpenteando, sorprende observar camarones en sartas de bejucos preservados con el descenso de las temperaturas; vistoso espectáculo en las puertas de las casas que atrae a los visitantes durante la temporada de pesca.

La primera vez que visite San Damián fue inmediatamente después de construirse la carretera, un camino de herradura conduce hacia un pueblo perdido en la serranía. Corría el año 1975 y los autos eran aún novedad para un vasto sector de la población, niños y adultos curioseaban alrededor de mi auto como quien observa a un platillo volador. Llegué de cacería con unos amigos limeños la víspera a una festividad religiosa; contaba con un cuarto de siglo, recién había contraído matrimonio, usaba el pelo largo y me había dejado crecer los bigotes. Como los hombres del pueblo no contaban con vello facial, en una mayoría lampiña mis bigotes resaltaban. Desconociendo ese acontecimiento, pero al corriente de lo que una fiesta patronal involucraba, les dije a mis amigos que se alistaran para celebrar, beberíamos chicha de jora y aguardiente de caña. La fiesta de La Cruz introducida por los españoles es celebrada con entusiasmo en los pueblos andinos. Los fuegos artificiales representan antiguas armas de fuego y se toma alcohol en demasía; es una fiesta donde se admiten los excesos y en ocasiones se disparan tanto los embarazos como las armas de fuego. Algunos niños sin figura paterna son bautizados con el apellido de La Cruz. Tras el poco éxito en una excursión corta, dejamos la cacería para retornar al pueblo y beber con los pobladores. La cacería fracasó, pero la fiesta fue exitosa.

Mi padre fue un hacendado en la sierra de Casma que exportaba algodón hacia Inglaterra; cuando recorríamos los linderos de la hacienda, recorrer juntos los linderos de la hacienda a caballo era mi actividad preferida. Para mí, la cacería se inicia tras conocer a un foráneo que trabajaba en la hacienda. Hans, un alemán de edad incierta, piloteaba una vetusta avioneta y fumigaba los algodonales; él había combatido en la Segunda Guerra Mundial. Cuando le hice preguntas sobre la gran conflagración, se mostró reticente a hablar; entendí que revivía fantasmas del pasado y no insistí en el tema. Hombre solitario y taciturno, al que le gustaba enseñar, antes de la guerra instruía matemáticas en una Alemania culta, hasta que el país fue atrapado en el embrujo de un fascista. Las armas eran su pasión e inculcó mi afición por ellas. El día que me regaló el viejo Mauser, me sentí el adolescente más feliz del mundo; esta fue el arma de la infantería alemana más copiada en el mundo. Él sufrió una trágica muerte algunos años después cuando la avioneta se estrelló en un prado. En aquel entonces contaba con 13 años y, desde mi temprana participación en una cacería de patos, comencé a practicarla en forma regular. La vida en el campo que gocé cuando mi padre manejaba la hacienda era recreada cada vez que retornaba a las montañas. Las noches bajo el firmamento serrano, invitaban a revivir episodios de mi niñez, cuando montaba a Pelton, mi caballo, sin carreteras ni gente alrededor y dependía solamente de mi habilidad.

A los 18 años cacé mi primer venado, anda de doce puntas que sigue adornando la chimenea en casa de mi primera enamorada. Una de mis primeras lecciones fue aprender que el ruido de una bala que da en el blanco era diferente al de una que yerra; es un sonido seco y sin eco. Los venados tienen en los pumas a predadores naturales, aunque hoy el ser humano se ha convertido en su peor enemigo. El ichu o pajonal es su alimento principal y al dar un sabor amargo a la carne, nunca atrajo a mi paladar; la gramínea también es usada para techar las casas y volverlas impermeables. Aunque antiguamente cazar fue una actividad ritualizada para el hombre andino —el desafío comienza desde que se camufla en el entorno este animal sumamente veloz que cuenta con excelente visión y audición—, yo cazaba para obtener la asta de trofeo; luego donaba la carne a los pobladores locales y dejaba a las hembras y juveniles indemnes.

Tras contraer matrimonio, seguí con esta actividad al aire libre, una afición que me regalaba el placer de sentirme en libertad; montado con el fusil en la espalda, me sentía dueño del mundo. El escenario era una cordillera negra, sin glaciares, que es la contraparte a una cordillera blanca y el Huascarán destacando a la distancia, el nevado más alto con sus 6,757 metros. En las cumbres al observar a los cóndores sobrevolar o en el pajonal tras vislumbrar el hilo plateado del rio Huarmey, lejano, profundo, han sido los momentos donde me he sentido poderoso e implacable al ir detrás de una presa.

Con el paso de los años, mi esposa Victoria, una mujer celosa, comienza a dudar de mis excursiones. Ella veía algo sospechoso en los escapes que ocurrían dos veces al año. En una de nuestras conversaciones, en la que ella insinuaba tonterías que involucraban a mujeres, la invité a venir y de manera sorprendente aceptó viajar conmigo. Los deportes al aire libre han sido una constante durante mi niñez, ella que había acampado solamente en el jardín de su casa y no era aventurera iba a presenciar un panorama complicado. Viajamos en un escarabajo amarillo, regalo del matrimonio, para llegar al pueblo perdido de San Damián la víspera del 24 de junio, día del campesino y fiesta de San Juan. El pueblo se encontraba en modo festivo otra vez. Ya conocía a miembros de la comunidad, Ricardo era mi hombre de confianza y me ayudaba en la logística; Braulio fue un pastor de ovejas con mucho olfato para seguir a los venados. En un viaje previo habíamos sentido a un puma durante un trecho hasta que un disparo al aire lo hizo dispersarse y, en otro, una serpiente coralillo mordió mi bota, el colmillo quedó marcado para recordarme el peligro.

Esa noche, al reunirnos con el gobernador, nos desautoriza a salir de cacería, aduciendo que los disparos harían espantar a sus animales y que no estaban dispuestos a perder tiempo en juntarlos. Yo siempre llevaba regalos, y en esa oportunidad les llevé dos damajuanas de vino, lamentablemente al destaparlos me di cuenta de que se habían torcido y convertido en vinagre. Igual, lo serví en una taza de cerámica despostillada, el vino fue consumido y el comentario fue fenomenal: «qué bueno que está el vino de chacra».

En un viaje previo ya había departido con el gobernador, la autoridad máxima del pueblo quien lleva el varayoc (bastón de mando) y el pututu (concha para llamar a reunión), estaba alegre y aceptó la invitación para beber juntos. En esa ocasión aparecieron tres músicos, el más peculiar era un hombre negro de rasgos andinos, un quechua hablante de color, algo poco común en la serranía; él era un violinista, que acompañaba al charango y un tamborilero. La velada transcurrió escuchando huainos que se alargaban demasiado. Pensé que contaba con amistades entre las autoridades, pero pronto me daría cuenta del error. Decidí salir a las 5 de la mañana sin avisar, había aceptado la negación como parte de un plan y empezamos a trepar a caballo, armados y con linternas. Dos horas después, la población se da cuenta del engaño y se congrega a perseguirnos. La gran diferencia, aquí, como en las guerras, estriba en el armamento: un fusil máuser contra escopetas de perdigones. En el desfiladero a las diez, se podía observar a una multitud subiendo detrás nuestro.

Victoria había probado pocos alimentos, la sopa de trigo preparada en la olla de cerámica no le apetecía, y la gallina que deseaba cocinar no pudo ser adquirida. Sin conciliar el sueño dentro de su bolsa de dormir, tuvo una pésima noche que transcurrió entre cuyes bulliciosos, un circo de pulgas y el fogón de la cocina. De mal humor y montada en un caballo, iba arrepentida de haber aceptado viajar. Cuando la muchedumbre enardecida se acercaba demasiado, comencé a disparar para mantenerlos a distancia, el alcance del fusil es de 700 metros, en el trascurso de la mañana desde la estratégica posición de un mirador pude contenerlos y detener el avance.

Los campesinos alcoholizados son un peligro, algo atávico en el indigenismo americano, no controlan el alcohol y se vuelven violentos. Viéndose impedidos de subir, gritaron que iban a retornar al pueblo para quemar el automóvil. Algunos quisieron incendiar el auto, pero Marcosa, la dueña de la única pensión, de carácter fuerte, se hizo respetar y pudo frenar a la turba.

Finalmente fuimos en búsqueda de venados; estos cambian de color durante las estaciones y utilizan los cuernos para luchar por las hembras a la hora de procrear. En la aguada, luego de perseguir sus huellas durante un largo trecho hallamos a un macho de doce cuernos. Una cornamenta así indica que cuenta con buena salud y vive en un buen hábitat. Mi esposa luchaba para mantenerse quieta, pero cuando llegó un abejorro que la atemorizó dio un grito, dándole oportunidad al animal para huir. Apunté a la carrera y de un certero disparo logré abatirlo. Victoria llora delante del animal caído e incrimina mi crueldad tras decir: «cómo puedes matar a un animal inocente, qué has hecho, eres un hombre perverso». Debí explicar que para eso habíamos llegado y sufrido las consecuencias del ataque, pero no la pude convencer ni argumentar mi defensa. Peleados tras el incidente y sin mediar palabras regresamos al pueblo para separar la cabeza del animal y regalar la carne en el poblado. Los campesinos ya habían olvidado el percance y retornaron a si rutina sin mayores comentarios. Salimos bien librados de un incidente que pudo acabar funestamente, iniciamos el largo retorno a casa, silenciosos, con la cabeza en el asiento de atrás como un recordatorio de una aventura difícil de olvidar.

Tuve que prometerle a mi esposa que ya no cazaría más, ante su insistencia de evitar la crueldad con los animales; accedí inicialmente como una manera de calmar su enojo, pero luego fui convencido de lo errado que yo estaba. Esa pasión que empezó en mi juventud y que continuó hasta cumplir los treinta tres años iba a ser dejada de lado por esa promesa.