En el verano de 1991 me encontraba trabajando como capitán de río al sur de Chile, en circunstancias funestas que acaparaban titulares: el rebrote del cólera en el Perú y la guerra del Golfo Pérsico, respuesta norteamericana al intento de Irak por anexar a Kuwait.

El cólera, una de las enfermedades más antiguas que parecía erradicada, retornaba a las costas del Perú. El contagio llegó vía marítima y, en corto tiempo, dejó una estela de muertes, causando cerca de tres mil víctimas. Ese año quedó grabado en las pupilas de los costeños el tremendismo de los periódicos que reportan con crudas imágenes en sus portadas. La guerra de Irak sucedía en un escenario más remoto, pero con amplia cobertura en el diario El Mercurio.

Terminada la temporada, abordé dos buses para el largo retorno a mi patria. Andaba ansioso por retirarme, ya extrañaba la comida. A raíz de la difusión de las noticias sobre el cólera, conocía el peligro de comer pescado marinado en jugo de limón, y dejé el cebiche para más adelante. Añoraba pasar tiempo con mi familia y despilfarrar ahorros obtenidos con esfuerzo.

La historia comienza en junio, cuando iba a realizar un viaje a la selva del Tambopata para el que sería mi segundo descenso. Me encontraba entusiasmado por la aventura que nos aguardaba en el bosque de lluvias. Estaba feliz, iba a ganar por partida doble: mi guiada y el alquiler del bote. En un grupo grande de veintidós personas, se necesitaba equipo extra. En esos días, no había mucho trabajo y ese ingreso cubriría cuentas atrasadas.

Tres de los guías fuimos enviados con antelación para viajar junto con la carga. La logística es complicada, preparar el equipo para varios días de navegación implica atención al mínimo detalle. No se puede dejar nada al azar. Chando, el jefe, contaba con experiencia navegando el Tambopata; Lucho, Mendel y yo teníamos mucho que aprender y esta era nuestra oportunidad. En el carguero teníamos al Loco Pepe, un hombre de talentos: músico, joyero y guía de montaña. Por último, Willy venía de training, haciendo sus pininos en el arte de la navegación fluvial.

Viajamos en bus hacia Juliaca, una ciudad de mucho comercio y poco orden. Una vez allí, nos acomodamos lo mejor que pudimos, entre la carga, en la tolva de un camión. Íbamos con destino a San Juan del Oro, distrito de la provincia de Sandia, Puno, único lugar en el Perú donde se encuentra a la serpiente de cascabel. Nos esperaba un largo y tedioso viaje, pero se percibía el entusiasmo, la fascinante selva nos iba a mostrar algunos de sus secretos. El día que salimos del Cusco empezó a llover y nevar en la parte alta de la ciudad, algo raro, al encontrarse a solo trece grados bajo la línea ecuatorial; no cae nieve en alturas menores a los cuatro mil doscientos metros.

El clima estaba trastocado, pero no teníamos información acerca de un friaje que soplaba desde la Antártida. Ya en la ceja de selva, hubo un tramo donde el barro impidió el paso de varios automóviles que debieron ser remolcados por los camiones. Daba miedo observar el precipicio de trescientos metros que nos esperaba si es que se cometía algún error. Las cruces al borde del camino rememoran a los caídos; definitivamente, el trabajo de camionero en esas rutas es: El salario del miedo.

¡Llegamos!, molidos, pero aliviados de acabar con el intenso traqueteo. Empezamos a descargar el equipo y preparar nuestros botes. Mientras la lluvia persistía, veíamos con preocupación cómo el río Tambopata venía cargado con sedimentos arcillosos, colorados. Empezaba a oscurecer. El cielo encapotado nos mostraba sus destellos; empapados por la lluvia tratamos de prender una fogata, pero los intentos fracasaron, no había un solo leño seco. Nos fuimos a dormir con la sensación de que algo andaba mal. Los clientes llegarían a la mañana siguiente.

Nos encontrábamos en los orígenes del Tambopata. El río seguía acrecentándose, no teníamos información sobre los clientes, a excepción del número y su procedencia. «Ojalá sean deportistas», pensábamos; la ayuda extra sería bienvenida. Nos arrepentimos de no haber empacado los remos largos, solo el carguero los usaría y era muy tarde para lamentaciones. Con ellos tienes más control sobre las embarcaciones.

Los clientes llegaron en un confortable bus todo terreno. Nosotros, sentados a la orilla del río, miramos con recelo, a un grupo de jubilados con redes para cazar mariposas, libros de aves y binoculares. Ellos estaban en un safari fotográfico sin contar con el perfil de los deportistas.

Aun confiábamos en nuestra habilidad para navegar, que el mal tiempo acabaría y que el río retornaría a sus niveles habituales. Balanceamos los equipos y recibí seis pasajeros, veteranos de otras lides, a los que entrené lo mejor que pude. Ponían de su parte y se esforzaban. Pete, uno de ellos, no aprendió a agarrar el remo por sufrir comienzos del párkinson.

Hormiguero es el nombre del primer rápido, clase IV técnico, con el caudal del río se llenan los espacios fácilmente. Avanzábamos raudos por los volúmenes de agua, pero todavía no habíamos ingresado al pongo; tránsito de las montañas hacia los llanos. Acampamos y nos juntamos para cocinar y pasarla bien, mientras bebíamos vino junto a los clientes. Un nativo de etnia local viajaría con nosotros, su habilidad para encender fogatas era apreciada y sería de utilidad en las condiciones climáticas.

La más joven del grupo destacó como la favorita de los guías, Lisa era una linda enfermera que hizo amistad con Cóndor, el jefe y dueño de la compañía americana con la que viajábamos. Ella viajaba sola y los fervorosos guías, intentaban conquistarla, presentando producción de testosterona. Para mala suerte, había un arrogante doctor que también la enamoraba. Ella flirteaba con todos.

Al siguiente día, el río continuaba en crecida a puertas de ingresar a la sección de rápidos. Olas enormes, huecos y grandes troncos eran parte del escenario. Sin poder detenernos, tras una prolongada curva, entramos a los rápidos llamados The Monster. Sin fortuna, tres de los cinco botes caímos a un mismo hueco y terminamos de cabeza, todos a nadar en medio de caóticos momentos. Los botes indemnes rescataron a los nadadores, en su lucha por salir de las corrientes. Me sujeté al bote junto con dos de los pasajeros.

Con la misión de ir al rescate, tenía que ubicarlos entre aguas achocolatadas. La contracorriente de una curva me permitió rescatar a dos pasajeros que daban vueltas aferrados a sus remos. Con apremio, logré voltear el bote, mientras descubría, aliviado, que el resto ya había sido rescatado. Mucha suerte en un incidente que pudo terminar muy mal.

Entre nerviosos comentarios y sonrisas forzadas pudimos continuar con una tripulación que, a pesar de no ser aventurera, estaba demostrando coraje y deseos de hacer las cosas bien. Nos decían sin articular palabras: «Confiamos en ustedes, por favor, sáquennos de aquí».

Acampamos río abajo en una enorme playa y, durante la medianoche, el agua nos alcanzó, viéndonos obligados a levantar el campamento y subir aún más. Por el peligro latente habíamos previsto una playa de esas características. Teníamos los botes amarrados a inmensos árboles, desconocía de que especie o familia, eso vendría después.

Dadas las condiciones climáticas, a la mañana siguiente se decidió no salir y pasar el día explorando el playón. Fue en estas circunstancias que Mendel tuvo un accidente con el machete. Iba liderando una caminata y lo hundió, apoyándose en él como un bastón. Se cortó tres dedos de una mano que, sin cercenarse por completo, mostraban una profunda herida por la que se veía hasta el hueso. La buena estrella de Mendel salió a relucir, el médico (que enamoraba a Lisa), viajaba con su equipo de sutura e hizo un gran trabajo cosiendo los dedos con anestesia local. Esta fue la oportunidad de Willy para empezar a guiar, contradiciendo con terquedad las órdenes de Mendel; él se ganó, con el tiempo, el sobrenombre de «Terminator», pero esa es otra historia.

Al alba, observamos aliviados que el caudal había disminuido y podíamos recorrer los siguientes tramos de manera conservadora. Para darles una idea, esta sección que transcurre durante seis días, la habíamos recorrido en la mitad del tiempo. El río Lanza nos indicaba que Bolivia estaba en la orilla opuesta. Ya relajados, nos concentramos en avistar vida salvaje; tapires, capibaras y diferentes tribus de monos iban apareciendo y, en el cielo, los guacamayos se anunciaban bulliciosos.

Salió el sol y por fin pudimos secar las ropas y calentarnos. Estábamos contentos, el grupo se había unido y sentían alivio de ver que lo peor llegaba a su fin. En el río Távara, nos esperaba un bote a motor para llevarnos al lodge; la aventura estaba a punto de terminar. El doctor acabó enamorando a Lisa quien, a su vez, se dejó conquistar. En la cena de despedida ofrecida al grupo, nos dieron las gracias, expresando sentirse orgullosos de la experiencia, y nos dejaron una excelente propina.

Llevar gallinas vivas es una opción que contemplamos para futuros viajes, aunque alguna vez lo hicimos, pero escaparon y el bosque no les dio oportunidad alguna. Marcar las latas de comestibles con clavos indicando el contenido, (se pierden las etiquetas), secar los pies con talco para evitar el pie de atleta, y usar repelente para ahuyentar la «manta blanca», (mosquitos diminutos que se mueven en nubes) fueron lecciones que no se olvidarán.

Al año siguiente, cuando regresé a remar el río Biobío, tuve la agradable sorpresa de tener de clientes al médico cirujano y a Lisa, ahora una pareja a punto de casarse. Ellos mandaron confeccionar, como recuerdo de la aventura, unas camisetas cuyo estampado decía: «Canotaje en los tiempos del cólera», Tambopata, 1991. Este fue mi polo favorito durante años, hasta que terminó lleno de agujeros por el continuo uso y los cientos de lavadas. Gané valiosa experiencia en esta aventura tropical.

(Extracto tomado del libro: «La página en la puerta», próximo a ser publicado.)