Según un informe de la UNICEF de 1987, en Mozambique morían diariamente 500 niños por causa del hambre, enfermedades o por motivos directos de la guerra.

Lhanguene, es un barrio muy popular de Maputo, capital de Mozambique. Es también el lugar donde está ubicado el cementerio principal de la ciudad; un antiguo cementerio colonial portugués. Debido a las diversas catástrofes que afectaban al país, el cementerio crecía y crecía, y ya no daba abasto a tan grande demanda. Mientras que, fuera del cementerio, la población también crecía día a día, debido a la enorme cantidad de gente que huía del campo a la ciudad, en busca de refugio y mejores condiciones de vida. Esta situación provocó que las paredes del cementerio reventaran y cayeran, terminando por desaparecer totalmente, quedando los habitantes del sector y los muertos compartiendo un mismo terreno. Cada día se repetía la misma escena; niños jugando con una pelota de trapo entre las tumbas de niños muertos. Lo increíble de esta dramática escena era constatar que, en esa realidad, la gente lograba hacer una vida bastante normal.

Amelia Esperança vivía allí y estaba alistándose para casarse. Amelia, como la mayoría de las mujeres mozambicanas, conocía muy de cerca la vida de sufrimiento que le esperaba; por esa razón, manifestaba que le gustaría tener cuatro o cinco hijos, ya que sabía que dos o tres iban a morir víctimas de los males que afectaban a su país y esperaba que al menos sobreviviera uno. Realidad en extremo dramática, común todavía en muchos países del llamado tercer mundo, sobre todo en África. A pesar de esta penosa situación, era motivador y hermoso ver como las mujeres del barrio participaban en vestir bellamente a la novia, se esmeraban alisando su cabello para que luciera radiante, otras maquillaban su dulce rostro de tono aceituna. Finalmente, los vecinos del barrio se abarrotaban en las afueras de su humilde casa, esperando para abrazarla, y desearle lo mejor del mundo. Nadie quería estar ausente de esa instancia tan importante en su vida. Todo era alegría, todo era canto, todo era fiesta, baile, todo era cariño, amistad y solidaridad. Seguramente, eran estas expresiones de cariño y amor las que alentaban a Amelia a resistir y poder soñar, como seguramente a todas las Amelia del continente africano, que hoy viven una realidad similar.

Una interminable caravana de vehículos sale lentamente del barrio de Lhanguene y comienza a invadir la ciudad al son de alegres cantos que entonan cientos de mujeres, abarrotadas en camiones, que danzan a pesar de los vaivenes y sobresaltos provocados por el mal estado de las calles. Finalmente, la columna de vehículos se detiene frente a un bello edificio de majestuoso blanco.

Ese inmueble, durante la época colonial, fue la sede del Club Social Griego. Una vez lograda la independencia de Mozambique, en 1975, se transformó en el Palacio de los Casados, lugar donde, hoy, todas las Amelia Esperança del país pueden ver realizado uno de sus más anhelados sueños, formar una familia. En su salón principal cuelga una gran pintura del destacado artista Malangatana Ngwnya, la cual otorga solemnidad e induce a los concurrentes a un estado de catarsis emocional.

Las incertidumbres de Amelia Esperança eran producto de la terrible realidad provocada por la guerra civil que se vivía a lo largo de todo el país. Junto con Carlos Vieira, gran amigo y camarógrafo del filme, volamos hacia la ciudad de Beira, a unos 1,200 kilómetros al norte de la capital. En el aeropuerto de Beira debíamos abordar un nuevo avión que nos llevaría hacia nuestro objetivo: filmar la entrega de alimentos a una enorme cantidad de refugiados que el ejército mozambicano protegía muy cerca del poblado de Caia.

Con Carlos caminábamos por la losa del aeropuerto rumbo a nuestro siguiente vuelo. Íbamos disfrutando el momento, mientras conversábamos con un funcionario que nos conducía hacia nuestro avión. Cuando finalmente vimos el aeroplano, nos miramos con Carlos y no pudimos ocultar nuestra sorpresa; fue como el juego de la infancia «¡un dos tres, momia es!». Creo que ambos pensamos ¡quién cresta nos había mandado a filmar estas escenas! El avión era un viejo Douglas DC-3, el cual había visto la luz en 1935, o sea, antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero eso no fue lo peor. Al llegar a esta pieza de museo, vimos saltar desde su interior a un par de personajes que parecían salidos del festival de Woodstock. Eran el piloto y su copiloto… Dos vikingos, barbones, melenudos, en bermudas, con sandalias, a barriga descubierta y una lata de cerveza en sus manos.

A pesar de que el vuelo no sobrepasaría los 30 minutos, para nosotros era una eternidad.

Los vikingos nos miraron y solo dijeron quick, quick… El personaje que nos acompañaba nos comentó que, al parecer, había enfrentamientos en la zona de destino.

Rápidamente subimos por una improvisada escala; nos indicaron que nos acomodáramos en cualquiera de los cientos de sacos con granos de maíz que abarrotaban el avión. Con Carlos, nos sentamos junto a una ventana. Casi no respirábamos cuando vimos cerrar la puerta del avión. Se cerraba con un simple y destartalado picaporte.

Los motores comenzaron a rugir, la puerta zangoloteaba hasta casi abrirse, mientras el avión, lentamente, comenzaba a rodar para tomar posición en la pista. Como consecuente ateo, no tenía a quién encomendarme. Imagino que Carlos ya lo había hecho, ya que se veía más relajado. En pleno vuelo oímos a los vikingos hablar en inglés, bastante alterados. Mientras nosotros no despegábamos la vista, mirando asombrados cómo, desde unos remaches de una de las alas, salía un aceite negro que chorreaba por el fuselaje del avión. De pronto, el aparato se ladeó bruscamente e inició un descenso en círculo. Descendíamos por un espiral muy cerrado, era muy difícil poder mantenerse sentado sobre los sacos. Finalmente, tocamos tierra, se levantó una enorme polvareda. Una vez aterrizados, lo único que oímos a los vikingos fue nuevamente su quick, quick, mientras un grupo de hombres, a toda prisa, retiraban los sacos del avión. Con Carlos, intentábamos aprovechar al máximo los minutos para filmar múltiples detalles de las dramáticas escenas que sucedían frente a nosotros.

Eran cientos de personas que, con mucha dificultad, se acercaban al lugar donde comenzaban a repartir el contenido de los sacos. Cada plano que filmábamos era más impactante que el anterior. Era terrible ver cómo niños desnudos, esqueléticos, con sus barrigas hinchadas y ombligos voluminosos, producto de la desnutrición, recogían granos de maíz, duros como piedras, y se los tragaban, literalmente, porque no tenían dientes. Estábamos filmando, cuando nos enteramos de que la razón de haber aterrizado en espiral había sido para evitar que balas del enemigo pudieran impactar el fuselaje de avión. Apuramos al máximo nuestro trabajo para huir rápido del lugar, ya que se escuchaban, cada vez más cerca, los disparos enemigos en nuestra dirección. Nos alejamos unos cien metros desde donde se repartía el alimento. A medida que caminábamos, iban apareciendo niños esqueléticos que, pese a casi no lograr sostenerse en pie, intentaban ir en busca de los apetecidos granos de oro. Fue terrible cuando nos encontramos, de frente, con miles de niños desnudos, en su mayoría acostados o derrumbados sobre la ardiente y seca tierra. Solo algunos estaban cubiertos con secas ramas de palmeras; no me atrevo a decir protegidos del implacable sol. Era muy difícil saber si estaban vivos o muertos. Son cuerpos vacíos, es piel seca, sin grasa, es piel pegada a sus esqueletos. El olor que se respiraba en ese infierno es algo que nunca más olvidé. Es un olor penetrante, es un olor ahumado, que se queda en las fosas nasales, e impregnado para siempre nuestra memoria.

Los pilotos intentaban agilizar la operación de descarga, mientras bebían su interminable secuencia de cervezas. Dejamos de filmar y regresamos rápidamente al avión, que ya encendía sus motores. Los disparos enemigos se sentían cada vez más cerca. El despegue del viejo DC-3, con sus motores a máxima potencia luchaba por despegar y alcanzar rápidamente altura para ejecutar la maniobra en espiral y así eludir los disparos enemigos.

No recuerdo exactamente cuánto tiempo había pasado de esta aventura cuando, conversando con la excelente fotógrafa zimbabuense, Moira Forjaz, me comentó que le habían enviado de Australia un VHS con un interesante documental realizado por unos cineastas australianos que se habían infiltrado en territorio mozambicano, a través de la frontera con Sudáfrica. El documental se llama Destructive Engagement. Era muy frecuente que, durante la guerra civil en Mozambique, no solo se infiltraran cineastas, sino también, existía un macabro negocio que se publicitaba en la revista Soldados de la Fortuna. Esta publicación estaba dirigida principalmente a la venta de armas, y a publicitar avisos de mercenarios. No recuerdo cómo llegó un ejemplar a mis manos, pero tuve la oportunidad de leer un aviso que promovía, safaris humanos, en el parque de Gorongosa. Esto no era casualidad, en ese lugar estaba la base principal de los Bandidos Armados, como se le llamaba a este enemigo financiado y apoyado por Sudáfrica. Era de conocimiento general que allí vivían gran cantidad de refugiados que habían huido de sus aldeas. Esas personas eran la fauna que estos safaris promocionaban.

Con mucha curiosidad, puse el VHS y comencé a ver el documental australiano. Un mapa indicaba la ruta que seguían los cineastas junto con los Bandidos Armados. La dirección señalada era Caia. Detuve la cinta y la rebobiné hasta el inicio, para buscar la fecha en que habían sido filmadas esas escenas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando vi que coincidía con nuestra presencia en Caia. Lo que yo estaba viendo en ese instante, eran las imágenes que los cineastas australianos filmaban mientras los Bandidos Armados atacaban Caia, al mismo tiempo que nosotros filmábamos desde el lado opuesto.

No puedo olvidar cómo me saltaba el corazón mientras continuaba viendo el documental. Hasta que aparece la impactante escena del camarógrafo australiano, caminando agazapado detrás de varios hombres armados, cuando sufre el impacto de bala que lo hace perder el equilibrio; la cámara pierde el foco, producto del impacto que tumbó al camarógrafo al suelo. En una especie de cámara lenta, la hierba y el pasto seco cubren el objetivo de la cámara, hasta que esta rebota en la tierra levantando polvo, el cual funcionó como cortina de humo, poniendo fin a tan cruda escena. Instantáneamente, me vino un flashback de la escena del camarógrafo sueco/argentino que filmaba el Tanquetazo, en junio de 1973, en Santiago de Chile. El cineasta Leonardo Henrichsen estaba filmando el intento de golpe de estado, muy cerca de La Moneda, cuando, desde un jeep militar, le dispararon provocando su muerte.

Amelia Esperança, quien se va a casar, conoce muy bien la triste realidad que vive su país. Ella sabe que cientos de niños mueren día a día por causa de enfermedades y víctimas de la guerra. Amelia Esperança, vive esa realidad, su casa colinda con el cementerio de Lhanguene, que ya no tiene muros que lo separen de las humildes viviendas que lo rodean. Amelia ve todos los días cómo los chicos de su barrio juegan futbol entre esos niños víctimas que yacen en improvisadas tumbas de barro pintadas de blanco, que no tienen cruz, sino solo números. Amelia Esperança sabe que debe tener cinco hijos para que, al menos, le sobreviva uno.