Cada época suele decretar el fin de la pintura, cuyo cataclismo se ha vuelto extensible a la prédica del fin del arte y de la historia. E. M. Cioran advirtió nuestra inveterada costumbre “a colocar el apocalipsis por encima de la cosmogonía, a idolatrar el estallido y el fin, a confiar hasta el ridículo en la revolución o en el Juicio Final”. El siglo XX y sus vanguardias, muchas de ellas brutales enemigas de la representación, atacaron ferozmente a la pintura y abolieron cualquier elemento narrativo en ella como una dogmática anticipación de su inminente muerte. En este sentido, la pintura abstracta podría ser entendida en este nuevo milenio dominado por la tecnología, como otra letanía moderna que ha resucitado. De esta manera y ante la disolución del lenguaje manual, aparece el eterno retorno de la pintura como una contrapartida reformista en un ciclo de indeterminación perenne.

Gabriel de la Mora (México, 1968) ha recurrido al azar de la intemperie para producir borraduras en una abultada serie de pinturas ready-made de diferentes tamaños, adquiridas éstas de diferentes artistas-aficionados, unas firmadas y otras sin autoría aparente. Dichas pinturas representan montañas y han sido sometidas a la implacable acción de la naturaleza. Tras exponerlas en una azotea, algunas por más de un año y otras durante meses, tanto los pigmentos del óleo o del acrílico como las formas pictóricas van cediendo su integridad. Más aún, este método de plein air sustractivo muestra los efectos de la erosión como un calmo regreso al caos y a la disolución, esta vez sin la arrogancia profética de quien anuncia el fin de la pintura o del arte en términos absolutos. A propósito de la elección de un tema tan vulnerable como ligado a grandes nombres de la pintura, Gabriel de la Mora advierte que su gesto poético intenta sobreponer los límites del medio a los de la propia naturaleza. Y este regreso a la disolución constituye un dilema moderno que se dirime en la oposición entre lo artesanal y la producción en masa. Pero, en este caso, dicho antagonismo supone una inusitada búsqueda de lo primordial. Tal vez el artista nos conmine a un regreso al origen de la representación, visible en las abstracciones que quedan de la devastación de la pintura, comparable a los procesos que ocurren tras la violenta génesis de las piedras y los minerales transformados en “álgebra, vértigo y orden” que tanto interesaron a Roger Caillois.

Las esculturas de Sofie Muller (Ghent, 1974) realizadas con piedras erosionadas de alabastro y piedra de la India se presentan, en cambio, como una intervención quirúrgica sobre objetos dilapidados. Sus figuras antropomórficas corresponden a partes del cuerpo: fundamentalmente rostros y manos maltrechos, agujereados, rotos o incompletos. Muller los coloca sin pedestales junto a instrumentos de trabajo escultórico y utensilios de la práctica médica. Su repertorio de obras también abarca dibujos hechos con su propia sangre sobre alabastro donde enfatiza el decaimiento y la enfermedad de la condición humana. Pero ¿de cuál mal existencial dan cuenta estos dibujos? La artista opta por definir una suerte de “ingeniería humana”, un tipo de padecimiento que recuerda a las tribulaciones del moderno Prometeo de Mary Shelley. Por otra parte, alude al dispositivo del taller del escultor, uno de los grandes temas de la arqueología y de la historia del arte antiguos, quizás equivalente a la representación pictórica de una montaña para el arte moderno. Pero el contexto para entender a cabalidad esta referencia es autobiográfico, pues Muller, hija de marchands de antigüedades en Bélgica, creció con objetos antiguos, cuyas reminiscencias hoy forman parte de su investigación. Podría establecerse una rápida filiación morfológica entre estas piezas de piedra erosionada y partes del cuerpo y la escultura de Louise Bourgeois, cuya apropiación feminista del imaginario surrealista, sin embargo, opera en una línea abyecta radicalmente diferente a la de Muller. A juzgar por la declaración de intención de la artista, las obras tridimensionales que presenta junto a dibujos de sangre son síntomas del límite de lo humano.

Curiosamente Gabriel de la Mora y Sofie Muller escogieron el título Pentimento para designar su exposición en la galería Proyectos Monclova. La palabra, de origen italiano, es un término en uso de la historiografía del arte que distingue aquella pintura oculta que yace detrás de varias capas pictóricas. Dicho nombre confiere a la muestra la posibilidad de hacer generosamente visible un acto de creación privada que fuera o bien descartado, reprimido o (auto)censurado.