Recientemente el papa Francisco decidió reformar uno de los pilares de la moral cristiana más enquistados: el de la clasificación de los pecados capitales, decayendo de la lista a la pereza. No es una cuestión baladí ésta. Este mismo pontífice, al hablar del milagro del paralítico de Bestada, comentó:

«Este hombre estaba enfermo de parálisis, pero también de pereza, que es peor que tener el corazón tibio, peor todavía».

Sea cual sea la opinión que el inquilino de San Pedro tiene finalmente sobre la pereza, ha resultado un hecho sin precedentes desatribuirle a la pereza la cualidad de pecado capital. Como saben, el término capital no hace referencia a la magnitud del pecado, sino su condición de origen de otros vicios, en términos de moral cristiana.

Y ya van dos. En el siglo VI, Gregorio Magno, sexagésimo cuarto papa de la Iglesia católica, consideró que la tristeza, sí, como lo leen, la tristeza, no podía seguir siendo uno de esos vicios capaces de generar toda suerte de infortunios, transgresiones y corrupciones. Así que lo borró de la temible lista. Paradójicamente la tristeza, como la pereza, estaban catalogados como vicios irascibles, es decir, su manifestación era debida no a los deseos humanos, a las conductas concupiscibles, como ocurre con la gula, la avaricia o la lujuria, sino que resultaban el fenómeno visible de la frustración, privaciones y carencias. Pero no crean que el tal Gregorio tenía una idea sobre la tristeza cercana a lo que es, una emoción, un sentimiento anímico, un estado de ánimo. No, sencillamente consideró que la tristeza era una forma de pereza.

Menos mal. Siendo la tristeza una emoción tan básica, seguir considerándola un pecado mortal, habría supuesto la negación de alcanzar el reino de los cielos hasta para los más convencidos creyentes. La tristeza es de las emociones habituales en los humanos y de las que más le duran. De tristeza hasta se puede morir uno. La pena mata. Fíjense bien, aunque la tristeza no es depresión, sino un estado mental relativamente pasajero, cuando llega demasiado lejos, cuando se prolonga en el tiempo, puede conducir a un trastorno psicológico de depresión. La depresión, cada vez son más las personas que lo saben y tienen claro, es una enfermedad difícil que, según la Organización Mundial de la Salud, es de las mayores causas de mortalidad en el mundo.

Pero no se crean, no solo la iglesia ha tenido problemas con el concepto de tristeza, y por lo que se ve, por la actitud del actual papa, con la pereza, sino que las ciencias, especialmente la medicina y la psicopsiquiatría, tampoco han sabido que hacer con la tristeza. Confundir tristeza y soledad con depresión es uno de los errores ambulatorios más clamoroso de décadas recientes y actuales de las ciencias de la salud en general, y de las de la mente en particular.

El peso que se les ha quitado de encima a muchos creyentes católicos, al desvincular la pereza, in saecula saeculorum, del vicio y la negligencia, es enorme. La pereza, no obstante, sigue siendo considerada una forma de debilidad humana, como si se tratase de un defecto de personalidad. Como les he comentado a propósito de la tristeza, a la pereza también se la ve y juzga como una debilidad de carácter cercana a la depresión. La base científica de esta creencia es ninguna. Pero la pereza no se libra de su mala fama allá donde va.

Sin embargo, la pereza, es una conducta habitual de personas impulsivas. Tal afirmación, tal vez, le haga saltar de su asiento. Si conoce otras afirmaciones mías, quizá hasta me considere un «majadero»; pero a los orígenes de esta afirmación hay que seguirle el rastro, en esa galaxia con más sobras que luces que es nuestra mente humana. En la pereza, nuestro cerebro, está implicado a través de procesos de aprendizaje y construcción del conocimiento. No se trata, por tanto, de un rasgo de personalidad, sino de un hábito adquirido. Y esto da sentido a lo que sostenemos: que las personas más impulsivas presentan gran tendencia a la pereza, incluso a episodios frecuentes de holgazanería.

La pereza es el hábito de descansar antes de estar cansado, decía Jules Renald, un escritor que destaca, en toda su obra, por ser un agudo observador de las costumbres y el carácter de los seres humanos. Y no le falta razón. Más allá de las influencias biológicas o psicológicas implicadas en las conductas perezosas, y que no son básicamente determinantes, la pereza está mediada por la influencia del estado emocional, especialmente en todo lo referente a la toma de decisiones, y por los estilos educativos en los que nos desarrollamos. Los estilos educativos basados en la sobreprotección suelen desarrollar hábitos de pereza en los hijos. Aunque la pereza es un «pecado» accesible a todos, los hábitos y modelos de cultura y conducta dominante, establece el comportamiento del perezoso y la perezosa. Por otro lado, la motivación de la pereza es extrínseca, tiene mucho que ver con el refuerzo social, es decir, se fundamenta en la convicción de que, desde afuera, siempre es el resultado, no el proceso, lo que importa. Esta idea hace de la toma de decisiones, en estos individuos, un acto emocionalmente impulsivo. El impulso en el pensamiento perezoso tiene que ver también, y mucho, con el aburrimiento.

Cabe advertir que un estilo de vida sedentario en perezosos inteligentes suele tener un impacto negativo sobre su salud; éstos más que otros necesitan propiciar niveles de actividad física apropiados para evitar las consecuencias de una manera de vivir que, a menudo, deja algunas necesidades básicas sin cubrir.

Dejar para mañana lo que se puede hacer hoy es un tópico aplicable a la pereza, sin duda. Con frecuencia, la pereza de pensamiento se confunde con firmes convicciones, o lo que es lo mismo, una actitud para evitar la reflexión, para evitar la búsqueda, para ahuyentar críticas y autocríticas, para instalarse en la comodidad, para presumir de convicciones inquebrantables. Sí, la pereza camina de la mano de la procrastinación, o comportamiento conforme al cual se difieren, se aplazan o se relegan las tareas que se han de realizar por otras que resultan más placenteras. Pereza y procrastinación son caras de una misma moneda. Aun siendo así, procrastinar equivale a deshacernos por un rato, por un tiempo, de la responsabilidad y tiene que ver, principalmente, con una forma inadecuada de organizarnos.

La pereza no es la imagen de alguien tumbado a la bartola consumiendo, y consumiéndose. La pereza es tedio, una sensación de pesadumbre que nos hace estar valorando constantemente, aunque muchas veces de manera poco reflexiva, qué vale o qué no vale la pena hacer. Su carácter anticipatorio es uno de sus principales riesgos de adaptación a la realidad y su capacidad para minar la autoestima, especialmente cuando saltamos impulsivamente de la flojera, vagancia, holgazanería, para satisfacer un placer inmediato.

Es importante no acabar este artículo sin comentar que la pereza tiene un sentido evolutivo, tiene una razón de ser, la naturaleza la ha utilizado para ahorrar energía. Para cualquier ser vivo animado, guardar energías es un beneficio de supervivencia. No obstante, y conforme a o que hemos desarrollado, la pereza ya no es un pecado de viciosos, ni una imperfección de la personalidad, así que, estando tranquilos de no acabar con nuestros huesos en los infiernos, cabe reaccionar ante esta costumbre primitiva. Para ello, bastan, generalmente, pequeños cambios en la forma de pensar y en los hábitos cotidianos.