Relativamente desconocida, la escultura policroma del siglo XIX es una de las facetas clave de la historia de esta disciplina. Hasta comienzos del siglo, los únicos colores admitidos para las esculturas eran el blanco del mármol o las pátinas monocromas de los bronces. Pero el descubrimiento de la policromía en la arquitectura y las esculturas antiguas, a pesar de los debates generados, promueve una evolución del género.

La cuestión de la aplicación del color en la escultura contemporánea se sucede a los debates arqueológicos. A partir de la década de 1850, escultores pioneros como Charles Cordier se especializaron en este campo. Una vez concluidas las polémicas, el color se afirma con la llegada del segundo Imperio gracias a su carácter decorativo, para triunfar a partir de 1880 bajo la influencia del simbolismo y del Art Nouveau.

La diversidad de los materiales utilizados demuestra el refinamiento de las búsquedas artísticas, que alcanzan por momentos resultados estéticos sorprendentes. Ceras y mármoles pintados, mármoles de color ensamblados, bronces dorados y plateados, pasta de vidrio, y el gres porcelánico se convierten en el nuevo lenguaje de toda una escuela de la escultura francesa, demostrando el interés por la experimentación de los artistas de fin de siglo. El ilusionismo de la representación constituye un desafío mayor del color aplicado a la escultura, como lo demuestra el escándalo generado por la Pequeña bailarina de catorce años de Degas. De esta forma, la escultura en colores se convierte en el médium preferido de Henry Cros, Jean-Léon Gérôme, Louis-Ernest Barrias, Jean-Désiré Ringel d'Illzach, Jean Carriès y Paul Gauguin.

La exposición presenta, en torno a un conjunto de cincuenta obras de las colecciones del museo de Orsay, un panorama selectivo de este aspecto tan particular del arte del siglo XIX.