«Dadle todo cuanto desee, así crecerá convencido de que el mundo entero le debe todo».

Les propongo un ejercicio de imaginación que apenas les va a ocupar unos segundos. Gracias.

Imagínese a un niño o una niña de entre 11 y 17 de edad, a veces más pequeños, que levanta la voz constantemente, a diario y con tono amenazador. Trate de ver a esa personita arrojándole improperios a la cara, escupiendo insultos en un mar de saliva e imponiendo normas en su casa y a todos los que habitan en ella. Imagine, también, como alguien tan pequeño roba, miente, agrede física y psicológicamente. Figúrese cómo este ser manipulador, arrogante, caprichoso y terco, a pesar de su corta edad, tiene en vilo y muerta de miedo a toda la familia. ¿Se lo puede imaginar? Bien. Ahora, por un momento apenas, piense que ese pequeño monstruo es su hijo o hija y usted su víctima preferida.

Sin duda una situación de por sí sobrecogedora, ya con solo imaginarla.

En la actualidad, el maltrato y la violencia filio-parental intencional (de hijos a padres) ha crecido a un ritmo rápido, su incremento, exponencialmente, en relación a otras épocas es dramático. Probablemente porque se denuncian más casos. Pero lo cierto es que, como han venido demostrando diversas investigaciones en las últimas tres décadas, las conductas de violencia como las que tipifican el conocido como síndrome del emperador, del que aquí les vengo a hablar, nos producen enorme asombro por ser más frecuentes de lo que solemos creer. Se trata de un fenómeno que, a diferencia de esa idea generalizada y poco acertada que vincula la violencia familiar con la marginalidad, no solo ocurre en familias desestructuradas, o sin apego social, sino que viene asolando mayormente a núcleos familiares de nivel social medio – alto. Y es que los niños con poca conciencia de lo que significa pasar estrecheces, en un contexto permisivo y con manifiesta carencia de límites, tienden a «entronizarse», aprenden rápido como hacer que los demás satisfagan imperativamente sus necesidades. Y la tiranía se aprende.

El microsistema familiar es el contexto de socialización más importante para los niños y su influencia en el desarrollo emocional de éstos es indiscutible. Cuando en estos entornos, en los que se forja la personalidad a través de las interacciones afectivas y educativas, los niños o adolescentes se sienten más poderosos que protegidos, se están generando las condiciones necesarias para que pueda aparecer violencia filio-parental en alguna de sus diferentes manifestaciones, como el síndrome del emperador.

El síndrome del emperador subyace a la ejecución de conductas maltratantes de carácter interpersonal, a través de la agresión física directa y/o indirecta y abuso psicológico en forma de descalificaciones, domino o desaprobación. Se trata de una forma de actuar intencional y consciente, con deseo de provocar sufrimiento. No estamos ante una rareza, ni es asunto nuevo porque, aunque tradicionalmente se le ha venido vinculando a patología psiquiátrica o extrema maldad; a día de hoy sabemos que, en el síndrome del emperador, los hijos violentos no suelen presentar psicopatología previa asociada, ni muestran conductas disociadas en otro contexto distinto al familiar. Lo que nos encontramos son niños y jóvenes que desarrollan relaciones extremadamente exigentes e imponen su ley en casa. Muchos pequeños tiranos presentan un comportamiento intachable en la escuela y en otros entornos de interacción social. Su conducta agradable, pero falsa, es incapaz sin embargo, de manifestar empatía, amor o compasión. El niño violento es inclemente con su madre, su víctima preferida, en mayor medida si la familia es monoparental. Las madres tienden a perdonar a su tirano favorito hasta el filo de lo inverosímil. La violencia filo-parental sobre el padre es desproporcionadamente menor con respecto a ellas. También es habitual la aparición del síndrome en familias con progenitores mayores. En cualquier caso, el exagerado sentido de la propiedad hace del pequeño tirano un ser implacable.

Esta violencia contra los padres y la familia echa sus raíces en los modelos educativos parentales autoritarios y en los permisivos – negligentes. La emergencia pública de este problema – en forma de denuncias judiciales – proviene tanto de uno como del otro lado. Así, la rigidez de un arquetipo dominante y absorbente destapa comportamientos tiránicos en adolescentes, mientras que la permisividad fabrica déspotas a edades más tempranas. El fracaso en los ajustes familiares y sociales y la cronificación de un estilo de vida antisocial en estos niños y adolescentes conjuga un porvenir abarrotado de tendencia a la frustración repentina, poca o nula tolerancia, exigencia exagerada hacia los demás y conductas de maltrato. Aunque no existe evidencia de que el comportamiento físico y verbal agresivo, desafiante y provocador en el síndrome del emperador sea una constante de personalidad, sino predominantemente un proceder selectivo en el entorno familiar, suele provocar en la juventud tardía o primera adultez la aparición de trastorno antisocial de la personalidad o psicopatía, que se caracteriza por un patrón general de desprecio y violación de los derechos de los demás; existen pruebas de que la violencia en el síndrome del emperador puede producir un trastorno disocial antes de los 15 años de edad.

En relación al género, se estima que el número de niñas afectadas por síndrome del emperador es tres veces menor que en los varones. Si bien esto no supone diferencia alguna en cuanto a las características de insensibilidad emocional, poca o inexistente responsabilidad sobre sus actos, dificultad para desarrollar sentimientos de culpa y falta de apego a padres y adultos; ni que los afectados y afectadas por el síndrome del emperador dejen de ser personas muy centradas en ellas, tristes, de vehemente ansiedad y permanentemente enfadadas sin motivo aparente, la predominancia absoluta de varones. La correlación entre edad y fuerza física y la creencia de superioridad de la educación machista establecen esta diferencia de un tercio en relación a las niñas y adolescentes. Por otro lado, en esta patología, como en cualquier otra manifestación de la violencia filio-parental, la mayoría de los casos que se registran ocurren en las grandes ciudades, en otros núcleos de población urbana y en mucha menor medida en las zonas rurales.

Llama poderosamente la atención que en el síndrome del emperador no existen «malos padres», es decir, la disposición psicológica que singulariza al hijo que maltrata a sus padres no se sustenta, generalmente, en una conducta impropia o agresiva de éstos. ¿Qué es lo que lleva, entonces, a un niño pequeño o a un adolescentes a maltratar y pegar a sus madres y padres sin que estos «lo tengan merecido»? O, lo que es lo mismo, sin que el castigador haya sido, a su vez, objeto de maltrato, violencia, abuso sexual o se le haya insuflado odio desde la cuna. Un diagnóstico acertado establece la correlación entre la dificultad para establecer lazos emocionales significativos, comportamientos impulsivos y una capacidad para la transgresión que raya la psicopatía. Los padres, si de algo son «culpables», será haber desarrollado un modelo educativo propicio a los desajustes de personalidad, que a ellos mismos les ha sido dado; de no saber cómo educar la conciencia, de estar, como casi todos, consumidos por el consumo y de deambular en un sinvivir de estrés para obtenerlo todo pronto.

Coincidirás conmigo lo impactante que resulta ver como aquél en quien hemos desparramado nuestros mejores sentimientos durante sus primeros años de vida, nos abusa y nos hostiga, nos manipula y hasta nos da miedo. Llevado por el principio de primero yo y después de yo, yo, nuestro pequeño tirano favorito pone en jaque a «papás obedientes» y amenaza con la desintegración familiar. Y es que el síndrome del emperador es una verdadera patología social.

Las posibilidades de abordar este trastorno de manera eficaz son muchas. Las esperanzas de las familias que la padecen están justificadas. En las edades más tempranas lo más importante es que impere el sentido común, las orientaciones recalcan la necesidad de establecer claramente los límites en las conductas y las exigencias del cumplimiento de las obligaciones propias del menor. Por su parte, inducir a la resolución de conflictos y al pensamiento alternativo, resulta muy adecuado para las situaciones de crisis características de la adolescencia en la que el síndrome, de no ser puesto a buen recaudo, comienza a enquistarse. En la juventud, con el problema ya enraizado, suele hacerse inevitable, en demasiadas ocasiones, que el síndrome del emperador esté sujeto a la actuación sancionadora de la fiscalía de menores; la reestructuración cognitiva y conductual es la intervención psicológica necesaria con estos muchachos. La sensibilización de los afectados y el establecimiento de los límites de lo inadmisible y de lo innegociable es la mejor manera de destronar a un tirano, por pequeño que parezca.