Un invierno hace siete años, aún no sé cómo…, llegué con mi destartalada furgoneta y la compañía de mi gran amigo canino Fausto desde el pirineo oriental al corazón de Anatolia, Capadocia o Kapadokya, en Turquía.

Poseída por este emblemático lugar, sabía que regresaría de nuevo para reencontrar el sueño azul que quedó vagando entre las damas estelares de este escultórico paisaje onírico en donde todavía hoy, desde el silencio de estas cuevas, se puede sentir la energía que hace miles de años dejaron los primeros místicos y cristianos ascetas cuando huyendo de las persecuciones, encontraron este umbral idílico donde iniciarse en su búsqueda de la conexión directa con lo supremo.

Recuerdo el frío tenaz de la noche en donde, a pesar de una pequeña estufa turca de gas, el agua de Fausto dentro de la furgoneta quedaba como un bloque de hielo. Durante el invierno, con la excepción de alguna gente local, las pequeñas poblaciones como Göreme, ürshup, Uçhisar estaban vacías, apenas había gente y caminando en este universo aparte, entre los silenciosos pasadizos y habitáculos de las cuevas, solamente se oía el viento pasar. Me dejaba lidiar por la silueta negra de Fausto que, con su singular porte de perruno extranjero y su pelaje negro, contrastaba bellamente con el paisaje nevado donde la mística almacenada de tantos siglos se respiraba en cada poro de las rocas del lugar.

Aquella vez no pude quedarme demasiado tiempo para explorar profundamente los distintos pueblos, ni los recónditos y vastos valles del paisaje de Capadocia; pero tomaría meses y años para descubrir la anatomía de los infinitos rostros expresivos de antiguas leyendas sobre castigadas hadas que por enamorarse de un mortal, eran convertidas en rocas. A ellas me refiero como a las grandes damas, pues se me presentan como figuras de mujer, pertenecientes a un mismo lugar que conectadas con la luna se dirigen hacia una misma dirección.

Aunque mi primer viaje a Capadocia fue breve, permanecí allí el suficiente tiempo para quedarme enteramente prendada del lugar donde una realidad tan asombrosamente bella y extraña invitaba al mundo imaginario a desplegar sus alas.., a recorrer senderos de susurros largos que, sin oírlos, penetran inundando los sentidos en un asombro que no satisfacen las respuestas científicas sobre vientos, lluvias y cambios de temperaturas esculpiendo con tanta habilidad, detalle y sutilidad estas magistrales siluetas de formaciones geológicas tan enigmáticas que, más que agujas y pináculos de roca, parecen seres galácticos que toman vida en la invisibilidad de las cosas…

Siete años después estoy de nuevo aquí y es verano. Durante el día, el calor es intenso y tan seco que de la piel a las ideas, todo se agrieta; pero si madrugas muy temprano, a las cinco de la mañana, cuando comienzan a verse las primeras luces del alba, se pueden observar los globos que comienzan a elevarse para emprender sus sinuosas rutas entre las chimeneas de las hadas, acariciando el éter.

El día es duro y el calor apelmaza el cuerpo, pero durante el atardecer suele levantarse una brisa que sopla un aire fresco y al caer la noche hace falta incluso abrigarse porque, aunque Capadocia tenga valles frondosos, contiene también un clima de contraste como el desierto.

Salir a caminar en la madrugada o en la tarde es cada día un viaje fantástico donde el arte de la naturaleza ofrece auténticas obras maestras. Me impresionó una grada que en medio del paisaje desnudo, sus peldaños, eran una escalera emblemática que parecía conectar dos mundos. También una tarde de lluvia que fue como un regalo del cielo y la cantidad de cepas antiguas que en la tierra más árida crecen verdes y exuberantes, como las parras que crean sombra en las azoteas y el manzano bondadoso y solitario que un día, habiendo olvidado el agua y sedienta, encontré caminando y sacié mi sed con sus más jugosas manzanas.

Cuando llegué en un autobús de noche desde Antalya, en el Mediterráneo, hasta Göreme, Capadocia, era la hora en la que se respira el frescor de la madrugada. Llegaba con mi mochila y tenía que encontrar el taller de una pareja de artesanos con quien iba a hacer un intercambio ayudándolos a preparar lámparas de calabazas que vacían adornando con diseños y cristales de colores, por un habitáculo en su casa troglodita.

Nada más llegar, en la cafetería donde aterricé con mi mochila me topé con quien suele sucederme; la persona local a la que todo el mundo conoce y de la cual la mayoría son amigos o primos… A pesar de su escaso inglés y mi escaso turco, no era difícil congeniar con la gentilidad de su persona y, a través de él, he podido conocer a gente local que, viviendo del turismo, se lamentan de este pésimo año en el que la temporada terminó antes de que comenzara y en la que más de un 30% de la población ha perdido su trabajo debido a las reducidas visitas de extranjeros que temen, dado los lamentables acontecimientos que acaecen en el mundo, viajar a Turquía.

También he conocido artesanos y artistas que, creando su propia pintura, trabajan murales y creaciones pictóricas con técnicas que aparentan frescos antiguos como los tantos que hay en las muchas iglesias trogloditas.

Mi primer paseo fantástico en este lugar fue la noche de luna llena. Caminando por el valle de las palomas, que conecta el pueblo de Göreme con el de Uçhisar; la luna, sobre los rostros y faldas de las grandes damas estelares, resplandecía inundándolas de su argentada luz.

Con la sensación de caminar en un lugar esculpido por seres de otro planeta, sentía la energía del lugar circular por mi sangre haciéndome vibrar en una alta frecuencia donde la percepción, como si se tratara de un viaje alucinógeno, intensamente se avivaba captando la esencia del insondable misterio de un paisaje que pertenece al sueño que proviene de quién sabe dónde, pero del cual sigo su rastro perdiéndome en los valles entre vigilia y sueño.

Capadocia fue durante miles de años habitada por civilizaciones distintas, desde las más antiguas como la hitita - que ni Heródoto 400 años después menciona por haber sido enteramente arrasada por quienes los expertos creen fueron los frigios -, a persas, lidios, romanos, selyúcidas, griegos y el imperio bizantino y árabe que convivieron antes de que comenzara el conflicto en el siglo VI D.C., permitiendo a los cristianos durante la época de tolerancia con los selyúcidas excavar iglesias y decorarlas con frescos en lugares como Göreme y el valle de Ihlara.

Los hititas fueron los primeros en usar estas formaciones en forma de cono y toba calcárea fácilmente modelable por dentro, para hacer sus habitáculos, sobre todo en la ciudad subterránea de Derinkuyu que visité hace dos días. Impresionante metrópoli subterránea que los primeros cristianos ascetas elaboraron más profundamente para refugiarse, primero de las persecuciones romanas y luego de las árabes. Esta intrínseca ciudad subterránea con múltiples plantas de pasadizos estrechos, están por dentro esculpidas con habitáculos que servían como dormitorios, despensas, establos, iglesia y hasta una escuela.

Para oxigenar la ciudad subterránea de unos 60 metros de profundidad que podía albergar hasta 20.000 personas y en la que llegaron a vivir unas 10.000, existen varios canales cilíndricos que sirven de conducto entre las zonas más profundas hasta el exterior. En cada nivel de la ciudad subterránea aún se pueden ver rocas cilíndricas gigantescas que, en caso de que accediesen los invasores, servían como puertas para cerrar el acceso. Derinkuyu y Kaymakli son las más famosas por su complejidad, pero llegó a haber un centenar de ciudades subterráneas conectadas por túneles de las cuales 37 han sido descubiertas.

Perdiéndome entre los senderos que circundan los cónicos y sinuosos riscos de este mágico lugar, entre las labradas iglesias y ermitas rupestres, a los ocultos recónditos interiores de las cavidades pétreas donde el frescor de la roca resguarda del calor; la invitación a un viaje a la contemplación se respira en la energía mística que trasciende los tiempos de florecimiento de un cristianismo asceta, a persecuciones crueles de anacoretas que encontrando un humilde y singular refugio troglodita, miles de personas llegaron buscando alabanza al Maestro, para vivir rechazando los placeres del mundo y conectarse con el divino dios