Suenan guitarras y flautas nostálgicas en un pub con olor a Guiness y madera húmeda. Hombres bonachones y simpáticos alzan sus pintas rebosantes mientras la lluvia insiste fuera, en las grises calles empedradas de Temple Bar. Esta podría ser una de las estampas típicas de Irlanda, la isla donde más tonalidades de verde se puede encontrar por metro cuadrado. Con justicia se conoce por el nombre de la isla esmeralda, ya que en una tarde de parques y sol, el colorido del césped y de los árboles puede llegar a embriagar más que un par de pintas.

Cuando pasamos un fin de semana en un destino turístico, pocas veces tenemos la oportunidad de experimentar lo que es en realidad un país. Nos quedamos en sus monumentos, sus paisajes más famosos, algún museo...Pero la esencia de la gente, sus rutinas de entre semana, tan reveladoras, y todo aquello que al final conforma el carácter de un lugar, en raras ocasiones se percibe en tan poco tiempo.

Conocer Irlanda es haberla visto de día y de noche, pasada por agua y bajo la luz del sol de primavera, que calienta poco pero alienta mucho en un clima tan áspero. Su paisaje podría considerarse algo monótono, aunque siempre hay que tener en mente que su superficie no llega a los 70.300 km² (9.000 menos que Castilla la Mancha). Sin embargo, las diferencias entre el norte, el sur y las costas este y oeste lo desmienten.

El Atlántico fue desgarrando poco a poco el litoral oriental, hasta convertirlo en “anillos” como los de Dingle o Kerry, En esta zona, la costa es más abrupta y dramática, con un paisaje más árido, de hierba endurecida y amarillenta. Un recorrido norte sur significa respirar lo más tradicional y alejado, una Irlanda que siempre encuentra refugio al final del día en cualquier B&B.

Los pueblos en esta zona son demasiado tranquilos, rozando por momentos lo perturbador. La vida aquí parece haber esquivado el siglo XXI, con pequeñas poblaciones donde un pub y un supermercado sirven de excusa a los locales para encontrarse y salir de la soledad de sus casas.

Con un coche y poca prisa, un recorrido de norte a sur por este lado de la isla sorprende por su belleza natural. Desde lugares donde surfear, como las playas de Sligo, a cabos como el de Malin o los acantilados de Slieve League, en el condado de Donegal. En dirección al sur encontramos abadías de la magia de Kylemore, en Connemara, custodiada por un lago del mismo nombre y perfecta para perderse en un retiro espiritual.

A pocos kilómetros nos topamos con el pueblo de El hombre tranquilo. Cong fue el lugar donde se rodaron algunas de las escenas de la famosa película de John Ford y se enorgullece no sólo de este hecho, sino de tener bosques de cuento y lugares señoriales como el medieval Ashford Castle, hoy convertido en hotel.

Si seguimos la ruta hacia el sur tropezamos con Galway, una pequeña ciudad, entrañable y alegre, muy seguramente abarrotada de turistas que es lo más parecido a una urbe en muchos kilómetros. A una media hora en coche se encuentran los Cliffs de Moher, en el condado de Clare. Este lugar es uno de los puntos más visitados del país debido a sus imponentes acantilados, reclamo de turistas y suicidas que ven en este paisaje el escenario perfecto para acabar con sus pesares.

Lo descrito hasta ahora nada tiene que ver con la frondosidad del sur de la isla. La Irlanda del condado de Wicklow es generoso en boscosidad. Es aquí donde empieza la fiesta visual del verde por la que se ha bautizado al país como Isla Esmeralda. Hay ciudades como Wexford o Kilkenny, pero es en lugares como las montañas de Wicklow o los lagos que bañan Glendalough Monastic Site donde encontramos la esencia de esa Irlanda silvestre y generosa donde descansan los mitos y leyendas celtas.

Pero no todo es paisaje y naturaleza en Irlanda. Las ciudades han tenido un papel muy relevante en la historia y la independencia del país y en cada esquina aflora la contradicción entre el pasado colonial inglés y su orgullo rebelde nacionalista.

Los irlandeses nunca se sintieron ingleses, aunque a vistas del turista puedan parecerse mucho más de lo que ellos quisieran. A pesar de muchos siglos de opresión y de anulación cultural (consiguieron la independencia finalmente en 1922), los irlandeses cultivaron una desobediencia que les permitió preservar su individualidad y su carácter, a pesar de los yugos.

La presencia británica marcó para siempre el país. Lejos de anularlo culturalmente, sirvió para que se desarrollara un sentimiento de unidad nacional y de conciencia del oprimido donde la propia cultura y la tradición funcionaron como elementos de orgullo y confraternidad. Esa diferenciación cultural y religiosa permitió que nunca llegaran a aceptar el poder británico y que encontraran la manera de mantenerse unidos en la lucha por su libertad. Hoy, lo irlandés es una garantía de calidad para ellos; la carne es buena porque es de vacas o corderos irlandeses, la leche es la mejor porque es de Irlanda, lo mismo ocurre con la cerveza y los deportes, donde el hurling (un deporte de origen gaélico que se juega con un palo de madera) o el fútbol gaélico compiten con los deportes de masas más famosos y al más alto nivel.

2016 es un buen año para visitar Dublín y conocer de primera mano el Alzamiento de Pascua. Con motivo de su centenario, las muestras y actos relacionados con aquella apasionante época de la historia del país están por todos lados.

Pero a pesar de sus apacibles paisajes, las urbes reflejan los pecados del pasado y de una cultura todavía muy unida a un catolicismo desfasado que lastra la modernización del país. Aunque poco a poco el peso de la agricultura fue cediendo terreno a la industria y a pesar de que a día de hoy sus exportaciones en este sentido ya representan el 80% del PIB, Irlanda sigue evidenciando una contradicción muy grande entre su posición como centro financiero y de negocios y una cultura desconcertantemente tradicional. En la capital este poso se refleja en grupos sociales desfavorecidos que no están integrados en la sociedad de manera plena, con unos índices de natalidad muy altos y con incomprensibles tasas de desempleo de larga duración.

Las diferencias sociales en ciudades como Dublín son palpables en detalles tan visibles como la limpieza. Ciertas calles, donde estos grupos sociales están más presentes, están abandonadas por el gobierno local, con cierto aroma a lugar “fuera de la ley” que en nada se corresponde al despunte económico del que el gobierno irlandés alardea constantemente. Los problemas de alcohol y droga también son indiscutibles, con una cultura que es muy permisiva con el consumo de alcohol y que hace la vista gorda con la heroína, perceptible en cuanto paseas dos tardes por las principales ciudades.

Aún con esto, Irlanda es un país joven y enérgico, gracias en parte a su alta natalidad y a la llegada constante de emigrantes, estudiantes y turistas. Los irlandeses son amigables y acogedores, muy cercanos en primera instancia aunque difíciles de conquistar en distancias más cortas.

Irlanda es única por muchos motivos y perderse en cualquiera de sus pueblos, donde la paz es una obligación, es una experiencia al alcance de la mano que uno no debería perderse.