La artista danesa Line Finderup retoma un ícono familiar de los años noventa —el Tamagotchi— para cuestionar qué significa vivir, sentir y cuidar dentro de entornos controlados.

Para muchos, los Tamagotchis fueron más que juguetes: fueron nuestra primera experiencia de cuidar una vida digital. Estas criaturas pixeladas exigían sus necesidades a través de pitidos y parpadeos. Representaron un avance en la evolución humana al inspirar, por primera vez, empatía y devoción hacia una vida no orgánica. Requerían atención, consuelo, juego, comida… aunque sus mundos estaban rígidamente guionados, confinados a reglas estrictas y rutinas programadas. Eran, al mismo tiempo, vulnerables y totalmente controlados —una contradicción que, sugiere Finderup, refleja algo fundamental sobre nuestras propias vidas.

“Veo a los Tamagotchis como pequeños espejos de la sociedad”, explica. “Desdibujan la línea entre el cuidado y el control. En la superficie, parecen hablar de afecto, pero en el fondo revelan hasta qué punto nuestra existencia está moldeada por estructuras invisibles”. La idea se agudizó con su experiencia de vivir en Copenhague, donde los vecinos habitan en apartamentos pequeños y las mascotas suelen carecer de espacio exterior. “Aquí los animales dependen por completo de sus dueños para tener libertad, y se les entrena para permanecer en silencio por el bien de la vida urbana. Esa domesticación de lo ‘salvaje’ me recordó al Tamagotchi: un recordatorio de que la vida —sea orgánica o digital— se ajusta constantemente para encajar en sistemas”.A través de pinturas, esculturas y video, Finderup traduce estas ideas en figuras atrapadas entre el movimiento y la restricción, la actividad y la repetición. Lo que comienza como una nostalgia por un juguete de bolsillo se convierte en una reflexión más profunda sobre cómo estamos moldeados por marcos que rara vez cuestionamos.

El Tamagotchi, recuerda, es más que una reliquia de los noventa. Es una metáfora viva que susurra una pregunta mayor e inquietante: ¿Para qué fui creado?