El teatro es un dispositivo óptico. Desde la platea hasta el escenario, se instala una mecánica. Esta bloquea los cuerpos, dirige la mirada, estabiliza su trayectoria. Pero el teatro también es un sistema de creencias, sin el cual tal configuración física no podría sostenerse. Los términos del contrato son simples: hay que tener fe en la ficción.
Para la exposición que inaugura en la galería Jocelyn Wolff, Diego Bianchi asume el rol de dramaturgo. De una sala a otra, estructura el espacio mediante una sucesión de escenas heterogéneas — en una caja o sobre una estantería se disponen una mandarina, un huevo, el picaporte de una puerta, una hoja seca, un dedo... Cada una de estas cápsulas conforma un teatro en miniatura donde el tiempo se dilata. Congelado en el instante de un frame, el curso de la escena se interrumpe, la narración se atasca. En esta suspensión, nuestra mirada se adapta, y elementos hasta entonces insospechados se revelan. Son necesarios estos gestos mínimos para hacer oscilar el mundo, ralentizar su movimiento, hacerlo tambalear entre realidad y ficción.
Esta vibración de lo real despliega otra temporalidad. La de un presente exaltado, donde desechos en potencia, herramientas inútiles, objetos olvidados... toda la escoria de la materia recupera su dignidad. Sumergido en esta atmósfera, el observador se convierte en observado y este vuelco nos desorienta.
La incomodidad nos mantiene alerta, una intuición nos invade: la escena continúa fuera de campo. No estaba destinada a nosotros. Este error abre una grieta, acoge lo imprevisto, el control se nos escapa. Habrá que reconciliarse con la pérdida. Se libera espacio, se habilita un lugar donde los tabúes, la intimidad, el erotismo son los residentes.