El cuerpo es la evidencia del exilio, de una naturaleza que quedó atrás, un animal nómada que busca su nido quemado por el sol.

Existen muchas aproximaciones sobre la impropiedad del cuerpo que parece pertenecer a tantas cosas excepto a uno mismo. Atravesados por la época, el territorio, el género, el volumen, el color, el nombre, el mundo. La identidad parece una suma matemática que ya resuelta queda expuesta a las latitudes de la interpretación.

Este proceso de identidad es subjetivo, místico y espiritual, sin embargo, inherente a su materialidad. Es por esto por lo que el cuerpo no solo se encuentra en el mapa, sino que se convierte en uno. La cartografía corporal funciona como un microscopio del territorio que se desplaza con nosotros, un entendimiento multidimensional de lo que cincela nuestra historia.

En este contexto, el cuerpo es entendido como un espacio. Una tierra por explorar, descubrir, mapear. Con la cartografía se observa la complejidad de la identidad, la cultura, la memoria y su entorno.

Pero, ¿qué sucede cuando en medio de este proceso el cuerpo continúa en movimiento? La observación se modifica con su alrededor, y entonces exploramos un mundo que a su vez explora otro mundo. Es decir, cargamos nuestra historia con nosotros. Ríos, montañas, valles, ecosistemas enteros que migran, ¿perecen o se adaptan a un nuevo hogar?

En el mundo material las respuestas a esa pregunta son diferentes en cada caso. Desde migrantes ahogados en las fronteras, hasta el maltrato por la lengua que pareciera amenazar nuevos climas. La única constante en todos los casos son los cuerpos marcados por aquel, impreciso, otro-lugar.

Ana Mendieta, uno de estos tantos cuerpos itinerantes hendidos por el territorio ajeno, materializó su experiencia en múltiples piezas artísticas. En el marco de lo performático sus obras la incluyen como un elemento borboteante en la demostración de un universo afectado por su presencia.

La artista involucra la cartografía corporal inicialmente en lo que ella nombra su colección de esculturas rupestres. Cuerpos creados en elementos de la naturaleza que rinden homenaje, o quizás únicamente nostalgia, al cosmos cultural y espiritual de sus territorios nativos: Cuba y su madre. La segunda de manera casi metafórica en la representación de cuerpos femeninos, fértiles y los títulos que enuncian la sensibilidad o la protección maternal.

Posteriormente en su trabajo, llega su colección Siluetas, tal vez la más representativa y trascendental de su obra. Quisiera reconocer lo entrañablemente conmovedor de estas piezas desde mi voz personal. Habrá que hablar de lo críptico que es lo que se observa, corporalidades casi cadavéricas absorbidas por los sedimentos de la naturaleza. Mendieta entrega su carne a la inevitable voracidad de la bestia planetaria que no la reconoce, y sin embargo la devora.

A lo largo de su vida artística Ana nos hizo espectadores de los fenómenos de su hábitat, los obstáculos y las dolencias de recorrerse y ser recorrida. Las violencias que viajaban en sus irregularidades geográficas. La sangre de sus cascadas, las sequías de su destierro, las lluvias de la desigualdad y el florecimiento que llegó con su transformación en el arte. Ella es todo esto, desde el camino hasta la siembra. Aunque siempre vulnerable ante esta exposición.

Esta artista ha sido interpretada de maneras tan distintas como solo la multiplicidad de contextos podría hacerlo. Una persona cubana, como ella, podría identificar minuciosamente los detalles de la historia que tuvieron en común. Por otro lado, la cultura americana que la recibió admira su arte con cierta extrañeza, presintiendo una distancia que tal vez no comprenderán del todo, se ha hablado de los reclamos que quizás Ana hizo a este territorio que nunca le permitió pertenecer íntegramente y de la única continuidad que amortiguó su existencia en todo espacio: la tierra.

Su muerte, tan extranjera como la vida que nos compartió, se ha intentado enterrar en el silencio que solo los cuerpos alienados conocen, junto a los mitos contados por voces que sin familiaridad pretenden configurar una verdad. Por suerte, los territorios han unido sus historias a través del tiempo para desmentir el final de nuestra artista, y nombrar a aquellos que también viven o mueren en estos lugares callados y lejanos.

Se nos invita con cierto decoro a caminar el paisaje que Ana Mendieta tiende frente a nosotros, estando atentos a los senderos que delimita para ser reconocidos como su verdad que no ha de ser puesta en duda, así como la de ningún otro mapa humano. Recomiendo tener un paso suave, los ojos abiertos, y la atención necesaria para encontrar lugares comunes en nuestros orígenes y cauces.