Conocimiento, aceleración y metafísica marcan la vida y obra del artista gráfico centroamericano, Miguel Hernández Bastos (Costa Rica, n. 1961), a través de representaciones ordenadas en secuencias de espacio y tiempo indeterminados —con rostros indescifrables que se funden en atmósferas donde transitan sus frágiles existencias tratando de romper cierta oscuridad existencial para alcanzar lo que no se ve, a veces de manera confusa y hasta gratuita— que confirman una consistente disciplina e indagatoria visual a lo largo de más de 40 años de carrera. En el presente artículo, el crítico de arte Juan Carlos Flores Zúñiga, explica retrospectivamente cómo la indagatoria ha llevado a Hernández Bastos a extremos en aras de encontrar un balance entre vida y obra plástica.

Una de las ambiciones que como crítico he tenido a lo largo de mi carrera ha sido conectar distintos momentos históricos en la vida y obra de artistas sobre los que he escrito para examinar con claridad su proceso artístico en retrospectiva.

En 1985, escribí una crítica sobre la segunda exposición individual del artista gráfico Miguel Hernández Bastos, entonces una promesa en la escena local, en la que señalé entre otras cosas su eclecticismo en materia de influencias —futurismo, el comic, la televisión y el pop— mediante una solución irregular en sus dibujos centrada en la representación de «la anatomía humana en un rítmico movimiento, con musculaturas» y rostros indefinidos «que salen al paso tratando de romper metas imaginarias… mezclando la angustia, el dolor, la confusión, pero también, la resolución y el progreso».

He seguido desde entonces su carrera, sin detenerme mucho a escribir sobre ella, esperando ver los frutos de su indagatoria y madurez en términos de oficio técnico y concepto plástico. Con más de cuatro décadas de carrera, este artista gráfico se encuentra en un momento crítico como investigador y creativo para sopesar sus contribuciones a las artes visuales y su potencial legado.

Hernández Bastos se formó en la academia —fue el primer egresado con grado de licenciatura de Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Heredia— y, con tan solo 21, años ganó en 1982 el premio del salón de dibujo Tomás Povedano por su tríptico Transitoriedad del hombre, elaborado con base en tinta y lápiz con carboncillo sobre papel.

La obra representa una secuencia que revela tempranamente una indagatoria centrada en la dramática fugacidad de la existencia. En esta entropía gráfica, el ojo se desplaza contraintuitivamente de derecha a izquierda cruzando distintos planos donde el trazo humano se extingue vertiginosamente a partir de la caída de la figura inicial. El artista sostiene haberse inspirado en el Salmo 90. El tercer verso del pasaje bíblico declara: «Haces que el hombre vuelva a ser polvo».

Con base en la analogía bíblica, el dibujante sustenta un movimiento donde la figura de la derecha compuesta orgánicamente con base en elementos que emulan tallos de trigo se desintegra de un plano al otro hasta desaparecer en la oscuridad.

Solo un año más tarde es distinguido nuevamente, esta vez con el premio de dibujo Aquileo J. Echeverría por el conjunto de la producción gráfica expuesta en su primera individual en la desaparecida sala Enrique Echandi. Si bien los premios se otorgan para estimular un proceso en un momento específico, también ponen un enorme peso sobre creadores nóveles como Miguel en un medio donde el dibujo desde entonces se seguía viendo con desdén en términos de práctica profesional o solo como un medio para hacer pintura y escultura y no un fin en sí mismo.

La liberación, un dibujo a lápiz de 1983, caracteriza la producción de dicha muestra que distancia a su autor de su primera producción. Estamos ante el mismo tratamiento de la figura humana, pero en un movimiento que la libera de su gravidez y la encamina dinámicamente hacia una definición de la línea como materia y tema a la vez.

Su segunda muestra individual en la Plaza de la Cultura en 1985 confirmó su propuesta sobre el movimiento físico humano basado en una fuerza interior que marca una suerte de rumbo existencial, como es evidente en obras como Transitoriedad de la vida, un dibujo realizado con carboncillo sobre papel. El joven dibujante, sin embargo, presentó una muestra irregular tal vez por la presión de llenar el espacio sin una curaduría previa, pero también porque algunas presentaban errores en el escorzo de los brazos y hasta conflictos manieristas.

A pesar de la falta de armonía conceptual y de oficio, las obras exhibidas en su segunda individual tenían un origen claramente reconocible al haber sido realizadas en carbón y tintas teniendo al ser humano como tema central y participando tácitamente de lo que llamé entonces «deformación ecléctica».

Me refiero a la conducta promovida por artistas modernos que recogen lo mejor del conocimiento acumulado, particularmente del arte medieval, del Renacimiento y las expresiones culturales primitivas para articularlo mediante el estudio y la copia en soluciones disociadas de su propósito original y convenir nuevos significados más cercanos al espíritu de la época.

En el caso de Hernández Bastos, se afirmarán a lo largo de su carrera las influencias tributarias de artistas flamencos del siglo XVI como Brueghel el Viejo, El Bosco y el manierista italiano Arcimboldo, principalmente. De cada uno estudia y deforma, respectivamente, la oscuridad del mundo humano, la imaginería fantástica que combina la religión y el paganismo y las imágenes múltiples anamórficas que provocan la pareidolia.

Conocimiento, aceleración y metafísica marcan su proceso a través de representaciones dominadas por la anatomía humana, transformadas como la naturaleza a un ritmo vertiginoso que acorta la distancia entre la voluntad de crear y lo creado.

La finitud humana dominará su exploración durante su primera década como artista profesional, pasando gradualmente de la desintegración en los ochenta a la transformación metamórfica en los noventa.

Ausencia e intermitencia

Como artista gráfico se desafía a sí mismo continuamente pasando por un período de silencio expositivo y un autoexamen a mediados de los ochenta que es interrumpido en 1987, por su primera estancia en Nueva York, merced a una beca que le permite estudiar en el Instituto Pratt de Brooklyn. Allí absorbe con la curiosidad insaciable de un niño en una confitería la oferta visual moderna y contemporánea de museos y galerías e intenta sin éxito transformarse en un pintor abstracto. Sus instructores mayormente pintores no figurativos no eran afectos al dibujo puro, ni a las obras con oficio técnico.

Además, un factor que no se puede ignorar es su militancia a partir de 1988 en el grupo costarricense Bocaracá fundado por el pintor y gestor Luis Chacón, con el que expone en muestras colectivas dentro y fuera del país, y cuya filosofía disruptiva influye en su transición de dibujante figurativo a pintor no figurativo.

Bajo tales influencias produce una serie de acrílicos sobre tela y carboncillos y tiza pastel sobre papel que expone local e internacionalmente en los que representa en planos de gran formato composiciones de gran verticalidad con base en pinceladas de colores «sucios» y técnicas matéricas y neoexpresionistas para exponer el lado oscuro y sombrío de la metrópoli urbana. Ejemplo patente de ello es la obra sin título de 1988 realizada con acrílico sobre tela que muestra un conjunto arquitectónico decadente o las figuras dolientes de otro acrílico sin título del año siguiente.

Cada obra de esta fase testimonia un relativo acento psicológico al abordar paisajes urbanos desolados donde domina el anonimato y la muerte dibujada en las calles y aceras de barrios urbano-marginales. Pero, cada vez que parece encontrar un nuevo sendero que lo aleja del dibujo, crea disonancias cognitivas con construcciones mixtas como Today’s special de 1990, un acrílico y carboncillo sobre cartón que parece proyectar una sátira sobre su propio apetito visual y la sobreabundante oferta de la metrópoli.

Hay un tácito reconocimiento en el dibujante metido a pintor de que la objetividad en la representación del mundo real es lo que queda cuando algo se acaba. Por ello, no debe extrañar que produzca también en el contexto citado obras que señalan a modo de contrapunto el pronto retorno a sus orígenes eminentemente gráficos como ocurre en su Paisaje infinito, un óleo con carboncillo sobre tela de 1996.

Esta obra en particular diluye en medio de su gama de ocres, verdes y naranjas formas humanas que se funden para formar un paisaje orgánico y fantástico. No es obra para vender, sino para investigar, como muchas que encontramos a lo largo de su carrera, tanto que las conserva en su colección particular.

Una vena divergente que explora paralelamente es la ilustración de denuncia bajo la cual navega entre el realismo social y el expresionismo, produciendo pinturas sociológicas en las que critica la prostitución y el narcotráfico con base en experiencias que plasmó vívidamente en Turistas, una tiza sobre pastel de 1993 y que retomó, como muchas de sus líneas de exploración visual, una década más tarde en su emblemática obra Night Club de 2004, también tiza pastel sobre papel.

Esta disonante colección de pinturas sociológicas comunica con crudeza y a veces burdamente el abuso de los más vulnerables y la corrupción de los poderosos.

Las obras de denuncia continuarán de manera intermitente como divertimentos visuales y oportunidades de exteriorizar su crítica al entorno, pero la abstracción culminará como fase con la participación del artista en la Bienal de Venecia en 1997 con obras como Círculo creada con lápiz, sanguina y témpera sobre tela.

A su regreso al país vuelve a explorar su producción gráfica anterior y la obra de maestros neoclásicos como Watteau, e Ingres. Pero, esta vez pone el dibujo al servicio de composiciones que operan como mosaicos gráficos que llama «viscerales», por centrarse en los órganos vinculados a los sentidos como el placer y el deseo temporales. Ejemplo de ello es óleo con carboncillo y látex sobre tela de 1994 que no lleva título e Impresiones eróticas en el jardín, una obra en acrílico y carboncillo de 1998.

Esta última obra afirma otra línea de investigación que nunca abandona; me refiero al tema del deseo erótico que alcanzará su máxima expresión en el 2017 con su serie de óleo sobre tela Abrazos.

Tras un agotamiento de esa vena descriptiva a mediados del noventa, se vuelca a los recursos del trópico a partir de las series de metamorfosis en un ciclo de casi cinco años durante los cuales sus sujetos cambian de plantas que se transforman en insectos y viceversa, como su dibujo con sanguina de 1998 donde borra gradualmente lo vegetal en favor de entomológico con un ligero giro hacia órganos que parecen humanos.

Continua luego la metamorfosis de las armas en el 2000 que alinea con el concepto de «apropiación» del posmodernismo de moda en el que había incursionado desde 1996.

Las ficciones posmodernistas de Pistolas arcimbóldicas en tiza pastel sobre papel dominan su producción de 1999 al 2001 como excusas para ridiculizar la violencia, así como el falso poder de los instrumentos que la fomentan.

Hombre escondido y torsos de 1996 es un reflejo claro de la adopción de dicha corriente que combina la explotación de la dualidad que caracteriza a la mayoría de los seres humanos para hacer el bien y el mal, moviéndose peligrosamente en el espectro entre ángeles y demonios. Esto se extiende temáticamente a sus series de «pistolas posmodernas» que realiza mayormente en tiza pastel sobre papel inspirado en la obra del pintor italiano Arcimboldo.

No podemos ignorar, que durante esta nueva exploración explota, conscientemente o no, los estudios de entomología de autores locales como el pintor y dibujante Alex Bierig y los de anatomía de artistas como Leonardo Da Vinci que estuvieron muy presentes en su formación y cuya comprensión afinó mirando los originales en museos locales y estadounidenses, respectivamente.

Aunque son obras de un oficio decente, carecen de alma en términos expresivos. Son claramente estudios antes que arte, que encuentran un nicho en el mercado externo durante la segunda estancia de Hernández Bastos en la urbe estadounidense de 1996 al 2001.

El poder de las emociones

Hacia el final de su segunda residencia en los Estados Unidos la figura humana vuelve a ganar protagonismo en su obra como se nota en su serie Sobrevivientes de 1999, donde conjuntos de seres anónimos comunican con dramatismo en las composiciones soledad, angustia y desesperanza por las circunstancias en que coexisten.

Este viraje emocional refleja lo que parece una situación de inestabilidad en el artista que vuelca su producción ahora hacia preocupaciones existencialistas como la libertad y la responsabilidad, el principio de soledad y relación, y la búsqueda de la autenticidad.

El dibujo que ha sido la base, hasta este momento, de la indagatoria de Hernández Bastos nos acerca por primera vez en mucho tiempo a sus pensamientos y sentimientos como artista y nos permite tocar una intimidad que parece, robando el término a la crítica estadounidense Roberta Smith, «metabólica», porque provoca respuestas espontáneas que nos muestran nuevos aspectos de nosotros mismos como espectadores de sus angustiantes creaciones.

Necesitamos recordar como espectadores que, debido a que la facultad de la vista es continua o, como explica el crítico John Berger: «debido a que las categorías visuales (rojo, amarillo, oscuro, fino, grueso) son siempre constantes y debido a que son muchas las cosas que parecen permanecer en su lugar, uno tiende a olvidar que lo visual es siempre el resultado de un encuentro irrepetible, momentáneo».

En otras palabras, lo que había desarrollado Hernández hasta este momento de su indagatoria es irrepetible y necesario, sin importar su calidad, ha surgido de los derechos de todo lo que ha aparecido con anterioridad, lo que ha precedido su quehacer sin importar cuan lejano parezca del dibujo. Parafraseando, la frase a Cezanne: «está pasando un minuto en la vida del mundo. Píntalo (dibújalo) como es».

El artista despierta y vuelve a lo básico. Recupera la memoria. Es lo que ocurre con sus obras conforme avanza el nuevo milenio. En su serie Paisajes del olvido del 2005, la combinación del carboncillo y el óleo sirve para contrastar la dimensión sombría de la existencia de sus figuras en un entorno sobrenatural que nos coloca en un espacio atemporal e indeterminado.

Cuando el humo aclara

La crisis se transforma en oportunidad cuando descubre en el 2008 la técnica surrealista de pintar con humo o fumage que permite mediante el fuego de una vela o una lampara de kerosene crear imágenes sobre tela o una pieza de papel.

La técnica inventada y popularizada por el artista austriaco-mexicano, Wolgang Paalen fue presentada por primera vez en 1936 en la Exhibición Internacional Surrealista en Londres con su obra Dictada por una candela, siguiendo el principio de que, al no ser el humo totalmente controlable, se emparenta con el automatismo psíquico. Ese mismo año Paalen pintó su primer óleo basado en el fumage titulado Tierra Prohibida.

Otros pintores surrealistas como Salvador Dalí la emplearon en óleos sobre tela como Canibalismo otoñal, realizada en 1936, que invita a la reflexión sobre el horror y la destrucción de la guerra que amenazaba en España. Los críticos afirman que la pintura también muestra la naturaleza consumidora de las relaciones sexuales.

La técnica fue llevada a extremos a finales de la década del sesenta por Joseph Beuys, que usaba hasta un lanzallamas para pintar con humo en sus disparatadas puestas en escena que eran tanto arte como espectáculo.

Lo que es cierto, es que el fumage se ha convertido para Hernández en un medio para explorar y llevar su dibujo a variaciones exponenciales, donde los límites entre pintura y dibujo prácticamente desaparecen. Pero si fuera solo humo estaríamos ante un artificio que, a fuerza de repetirse, se reduciría a un recurso comercial atractivo para una nueva generación de consumidores sin memoria y ávidos solo de lo nuevo.

Al año siguiente de empezar a trabajar con dicha técnica, Hernández incursionó en una serie de carboncillos con óleo sobre tela a veces abstractos, a veces figurativos, que levantan el velo a la suma de las experiencias, viajes y estudios iniciados en 1982.

Emergen entonces con celeridad sus series casi lúdicas de figuras en movimiento, interacción circular o jugando al balón o la continua exploración de la metamorfosis del amor y los arquetipos dualistas. En obras como Cópula tropical del 2013, elaborada con carboncillo, humo y acrílico sobre tela, retoma el flujo continuo de lo sensorial y existencial en un círculo del cual no hay escapatoria, solo repetición. El caos ha sido encapsulado en la estabilidad de los límites del círculo.

Este concepto muestra su resiliencia con el paso de los años como prueba el humo sobre lienzo El círculo o vórtice, realizado en el 2020. Las figuras se funden en las ondas del sueño que se originan desde un hipnótico vórtice o se transforman simbióticamente en sus cíborgs de la serie Trashumamos del 2018, donde las figuras buscan ser circulares mediante movimientos desdoblados que crean trayectorias a base de manchas que evocan alas unas veces y vertiginosa velocidad otras.

Hay un esfuerzo consciente de recuperación del pasado por parte del artista, a partir de al menos tres elementos compositivos y estilísticos propios y recurrentes, que se fusionan y alternan de manera intermitente como la figura desdoblada, el paisaje fantasmagórico y la existencia en las sombras. Un ejemplo patente de ello son sus paisajes imaginarios con base en humo y tinta desarrollados en el 2014.

Aun cuando provee una clave geográfica para su lectura, el paisaje sigue siendo un registro ficticio de algo que solo existe en el plano como en su obra Tortuguero en humo, óleo y carboncillo completado en el 2015. O la versión monocroma precedente del mismo título realizada solo en humo y tinta sobre tela. Hay evidentemente una dualidad intencional que sirve al artista para obligarse a salir de su zona de comodidad, el dibujo.

Círculo cerrado

Para Hernández Bastos dibujar es descubrir. En su proceso ha sido afirmado unas veces y refutado muchas otras por su producción gráfica en su intento de progresar hacia nuevas formas de expresión. Pero, al final, los contornos que ha dibujado ya no marcan el límite de lo que ha visto, sino el límite de aquello en que se ha convertido parafraseando al crítico John Berger.

No importa ya si se trata de una recuperación de los maestros que ha estudiado y admira como Arcimboldo en el desdoblamiento de su óleo y humo sobre tela Naturaleza: Crisis y esperanza, o simplemente un tributo impresionista al amarillo explotado por Pierre Bonnard como ocurre en Tempus Fugit, un humo y óleo sobre tela de este año.

Su producción de los últimos años está ordenada en secuencias de espacio y tiempo indeterminados —con rostros indescifrables que se funden en atmósferas donde transitan sus frágiles existencias tratando de romper cierta oscuridad para alcanzar lo que no se ve, a veces de manera confusa y hasta gratuita— que confirman una consistente disciplina e indagatoria visual por parte del costarricense, quien no cree haber alcanzado aún su obra definitiva de madurez. Tal vez necesita mirar autocríticamente de nuevo. Hay dibujos que estudian y cuestionan lo visible, otros que muestran y comunican ideas y, por último, aquellos que se hacen de memoria.

Todo esto puede sonar metafísico, pero la realidad es que Hernández Bastos nunca ha dejado de dibujar, incluso cuando pretendía pintar abstracto. Cada serie que ha desarrollado es una marca hecha en el papel o la tela que equivale a una piedra fina que salta a la siguiente hasta cruzar el tema dibujado como si se tratara de un río, hasta dejar aparentemente todo atrás.

A diferencia del pintor o el escultor, el dibujante no termina su obra con el lienzo o la estatua esculpida. Puede empezar con una idea final o un plan en mente, pero si tiene el oficio y el concepto desarrollados nunca terminará donde pensaba porque se vuelve más interesante lo que va a descubrir que el dibujo mismo. En retrospectiva, el artista costarricense se ha movido entre la ambición y la desilusión simultáneamente.

Puede que Miguel Hernández Bastos no lo haya comprendido aún, pero al final, las líneas en el papel o la tela, en el dibujo puro, con humo, carboncillo o mezclado con el óleo y el acrílico, son las huellas que ha dejado tras de sí como una migración óptica en la que su mirada se ha vuelto una con el objeto que ha venido dibujando con redundancia creativa. Solo el dibujo logrado, se quedará allí para siempre. El círculo de la memoria se ha cerrado, el registro de lo ausente se ha vuelto presente.