Han pasado unas semanas desde que la temporada 4 de Stranger Things terminara, pero no por ello se ha dejado de hablar de ella. Cada vez que estoy en línea, sigo viendo artículos, tweets, fanfiction y hasta camisetas por todas partes, por lo que sigue siendo relevante. De hecho, cada vez que salgo de casa me encuentro a algún adolescente del barrio luciendo una camiseta con el emblema de Hellfire, característico de esta última temporada. La serie es un auténtico fenómeno y no voy a fingir que no lo considero totalmente merecido. Pero, como suele pasar, cuando el fervor empieza a decaer y los espectadores han tenido tiempo para hacer la digestión, el brillo inicial empieza a apagarse y nuestros cerebros empiezan a percibir las grietas en el guion. Hace poco leí un tuit de alguien que señalaba que los guionistas de Stranger Things tienen un claro talón de Aquiles: son incapaces de matar a ninguno de sus personajes principales; para evitarlo, introducen en cada temporada un adorable personaje del que podernos encariñar lo suficiente como para que su muerte nos conmueva, pero no lo suficiente como para que el éxito de la serie (y su continuidad) corra peligro. Tras meditarlo un poco, me doy cuenta de que es cierto, pero soy incapaz de percibirlo como un defecto en la trama.

Veréis, hasta hace poco, el espectador se quejaba cuando mataban a su personaje favorito y no al revés, pero en 2011 irrumpió en escena Juego de tronos, que cambió para bien y para mal la forma en la que hacemos televisión hoy en día. Desde los episodios de mínimo una hora hasta las muertes inesperadas (y muchas veces sin sentido), el espectador moderno ha sido entrenado para reaccionar con desdén ante cualquier giro de argumento que salve a los protagonistas. Buscamos el plot twist, más que la satisfacción de un arco argumental bien llevado y cerrado, sin recordar o sin entender que precisamente la muerte de Ned Stark no es tanto un plot twist, sino más bien algo inevitable.

Si cogemos Juego de tronos como ejemplo, como sin duda hace la mayoría, incluida la actriz Millie Bobby Brown que da vida a Eleven, debemos recordar que la historia se centra, en un principio, en el punto de vista de ocho personajes, entre ellos Ned Stark, su mujer y cuatro de sus seis hijos. Para que la trama avance, para que la mayoría de estos personajes evolucionen, Ned, el supuesto protagonista, debe morir. Olvidamos que una de las mayores convenciones del género fantástico es la muerte del padre, que catapulta el periplo del héroe, precisamente porque, en un giro inesperado de los acontecimientos, George R. R. Martin nos ofrece el punto de vista del padre, lo convierte en protagonista y detective, pero los verdaderos héroes no pueden vivir su aventura mientras permanezcan bajo el ala protectora de Ned Stark. George R. R. Martin (y las primeras temporadas de la serie, las que siguen más fielmente los libros) entiende ese pacto entre lector, convención e historia, lo honra a lo largo de todo el libro, nos señala dónde termina la subversión y empieza la convención y nos entrega el resultado en bandeja de plata para que quedemos satisfechos, sorprendidos y horrorizados al final de la novela. Nos hemos dejado engañar por el mismo que debería ser nuestro aliado, hemos olvidado las reglas del género, pero eso es culpa nuestra, no de la historia ni del autor.

Ahora, sin embargo, no nos basta con la satisfacción de una historia bien contada, queremos la adrenalina y el shock de no saber cuál de nuestros personajes está a salvo. Esa es la fama que se labró Juego de tronos a medida que iba ganando adeptos e iba perdiendo el rumbo. Los productores explotaron esa fama a más no poder, orgullosos de formar parte de algo que no dejaba a nadie indiferente y ahora, en 2022, una década después, Millie Bobby Brown bromea en una entrevista alegando que Stranger Things debería tomar el mismo rumbo que Juego de tronos y matar a alguno de sus protagonistas, mientras en Twitter la gente empieza a preocuparse porque no es realista que los personajes sobrevivan una y otra vez a todos esos encontronazos con monstruos, rusos comunistas y apocalipsis. El argumento principal, desde luego, es que cuando el espectador sabe que los protagonistas están a salvo, se pierde la tensión; me pregunto, entonces, si estas personas al ir a ver Hamlet o Edipo Rey al teatro no sienten la tensión sofocante de estas obras a pesar de saber ya lo que ocurre, si son incapaces de disfrutar de una tragedia clásica sin la asistencia del tan querido plot twist. ¿Necesitamos realmente estar sobreestimulados, con un giro de guion tras otro, para sentir que una obra nos entretiene?

La mayoría sabemos, antes incluso de pisar el teatro o abrir el libro, que al final de la obra Edipo descubre que ha matado a su padre y se ha casado con su madre y que, loco de culpa, se arrancará los ojos, pero no por ello dejamos de asistir a la obra. Lo importante, a veces, no es tanto el final sino el viaje de principio a fin, la purga que se da en el espectador durante la obra, la catarsis, como lo bautizaron los griegos. Juzgar Stranger Things con los baremos que usamos para juzgar Juego de tronos (cuantas más muertes inesperadas, más realista) es injusto, porque Stranger Things nunca ha prometido cumplir con las expectativas de un universo que no sea el suyo propio.

Pedir realismo a la ficción es fútil; pedir verosimilitud, un poco más sensato; pero si pecamos de sensatos, nos quedamos sin serie; ¿qué adolescente sería capaz de sobrevivir al ataque de un monstruo de dos metros con una boca llena de dientes de tiburón? Muertos todos los personajes, se acaba la serie. Tal vez eso sería más realista o verosímil, pero yo siempre he encontrado más satisfactorio ver cómo los personajes en los que he invertido mi tiempo y mis emociones encuentran la manera de superar las dificultades.