La pintora costarricense Gioconda Rojas Howell construye obras estimulantes que guían a su audiencia por la vía del sueño a recuperar inconscientemente etapas perdidas de la infancia. Como ilustraciones del pensamiento su obra minimalista se ocupa de la memoria y la sensibilidad cotidiana en espacios dominados por los blancos del sueño, y la caligrafía torpe y sincera de los niños y los adultos que nunca dejan de ser niños.

Pintar como un niño

Uno de los ataques tradicionales a la pintura moderna y posmoderna ha provenido de comentaristas académicos que la han tildado de primitiva e infantil. La frase cajonera y peyorativa ha sido «eso lo puede pintar hasta un niño».

En su obra Los elementos del dibujo (1857), el crítico John Ruskin animaba a los artistas a tratar de recuperar lo que el llamó «la inocencia de la mirada», para que pudieran representar la naturaleza con la frescura y vitalidad de un infante, o de una persona ciega que súbitamente recobró la vista.

En una vena similar, el también crítico Charles Baudelaire afirmó que «el genio es ni mas ni menos que la niñez recobrada voluntariamente» en su obra El pintor de la vida moderna (1863).

Muchos artistas, desde entonces, han roto con la tradición académica embarcándose en una regresión experimental al estado de la niñez con su gracia visual.

A manera de ejemplo, Monet y Cézanne, entre los impresionistas, buscaron intencionalmente recrear el «episodio de Damasco» (en alusión a la explosiva experiencia visual del apóstol Pablo como se relata en el libro de los Hechos del Nuevo Testamento) para expresar en la pintura la idea de una explosión sensorial a primera vista. Por ello, no debe extrañar que Cézanne declarara en 1904 que «quisiera ser como un niño».

En las primeras dos décadas del siglo XX el interés en la creatividad infantil encontró eco en los artistas que buscaron purificar la decadencia del arte del siglo precedente mediante el estudio de las culturas primitivas que se consideraban por entonces retrogradas en el mundo civilizado occidental.

De hecho, las culturas y sus artefactos primitivos eran considerados como crudas expresiones de la «infancia humana» y a sus creadores se los tildaba de «salvajes».

Expresionistas, cubistas, futuristas y miembros de la vanguardia rusa exhibieron con frecuencia sus obras junto al arte infantil. Los ejemplos abundan: la obra de Oskar Kokoschka fue presentada por primera vez en 1908 junto con garabatos hechos por niños. Alfred Stieglitz organizó cuatro exhibiciones, entre 1912 y 1916, dedicadas al arte de los niños en su legendaria galería 291 en Nueva York; y la exhibición Dada en Colonia, Alemania, incluyo garabatos infantiles al lado de los trabajos de Max Ernst y sus colegas.

Los artistas, sin embargo, no fueron influenciados solamente por la naturaleza «primitiva» de las creaciones infantiles sino también por los modelos educativos progresivos introducidos en el sistema escolar que algunos de ellos experimentaron como niños.

De hecho, la apreciación de patrones y formas geométricas con base en bloques o cubos introducida por los juguetes educativos creados por Friedrich Froebel fueron fundamentales para el desarrollo del modernismo como han reconocido Braque, Mondrian, Kandinsky, Klee, Le Corbusier y Frank Lloyd Wright.

Algunos artistas fueron más allá como Lionel Feininger, Piet Mondrian, Joaquín Torres-García, Alexander Calder, Andy Warhol y Jean-Michel Basquiat confeccionando juguetes para niños que incluían en sus exhibiciones o permitiendo a los niños hacer garabatos sobre sus obras como parte del proceso creativo.

El principio aquí es claro: lo real se hace más vivo, fresco y conmovedor cuando revivimos nuestra infancia. No obstante, tanto poetas como artistas han mimado al niño como la gran fuente imaginativa y al arte llamado «primitivo» como el más vital e imaginativo.

Este preámbulo es indispensable para acercarse y experimentar integralmente la obra pictórica que Gioconda Rojas Howell ha desarrollado en las últimas tres décadas.

Como los artistas que la han precedido ha buscado consistentemente estar en contacto con el niño, o para los efectos la niña, que mora en su interior, a menudo utilizando los elementos primitivos (caligrafía, garabatos, grafitis, figuras, objetos) como una piedra en la que afila su lenguaje para desafiar al mundo social adulto, el cual demanda que cada uno desempeñe un papel predefinido y se identifique completamente con ese papel.

Inocencia en la mirada

Para cuando entré en contacto con su obra en 1991, ya Rojas Howell había realizado cuatro exposiciones individuales apartándose casi desde el inicio de las propuestas académicas y las modas imperantes. Su formación en ingeniería química y como restauradora en el Teatro Nacional la hicieron nadar contra corriente consolidando en poco tiempo un testimonio visual propio e inalienable.

A partir de 1987 empezó con obras, mayormente no tituladas, casi monocromas donde tejía una narrativa visual a partir de sus vivencias de infancia y sueños. Ya para inicios de la década del noventa se han convertido en crónicas mínimas que comunican su verdad.

Autodefinida como «cronista de pequeñas realidades», su pintura principalmente en acrílico sobre tela evoca el principio borgiano de El Aleph donde un punto contiene los demás puntos, un equivalente plástico del paradigma del quantum donde no hay vacío que llenar en su cada vez más vastos espacios.

Como indicaba en 1992 en mi obra Magia y Realismo: arte centroamericano contemporáneo, en su obra de los noventa «lo que no vemos en el espacio sigue existiendo a pesar de nuestra ceguera perceptiva habituada a reconocer sólo lo que puede ver en la pantalla de lo aprendido, repetido, fosilizado» (p.223).

La conquista, a lo largo de tres décadas de carrera, de los espacios blancos, de atmósfera apastelada, explaya su propia percepción de lo que realmente importa: recuperar la inocencia en la mirada.

Como creadora ha seguido el camino del niño que descubre el todo a partir de detalles que holográficamente contienen y reproducen ese todo. No está ajena por supuesto a lo lúdico que puede experimentar tanto el niño como el adulto. Sus obras tridimensionales atestiguan el juego como un componente indispensable de su inocencia ocular.

Los textos insertados en la mayoría de sus telas son otro componente recurrente en sus composiciones como elementos plásticos más que literales. Por ello son fragmentarios, poéticos y a menudo indescifrables, contribuyendo al mismo objetivo de recuperar la inocencia, pero no como un discurso que se puede analizar, sino como un elemento plástico más en la composición. En otras palabras, la temática y el título evocador de cada una de sus obras no es relevante para comprender su obra o experimentar su vigor.

Cándida técnica

En términos de proceso artístico – de tres décadas - ha venido enfatizando la tonalidad monocroma, la gama de colores limitada, y el uso de componentes y formas mínimas. Sigue siendo una artista figurativa como punto de partida, pero más por la ruta de evocación o la referencia que por la intencionalidad.

Aunque se la puede asociar con el minimalismo, por su producción de los últimos cinco años, se nutre más de la experiencia modernista europea que de la estadounidense.

Formalmente se esfuerza por reducir sus componentes plásticos a lo esencial, despojando al cuadro de elementos sobrantes, evidenciando que ha adoptado el reduccionismo propuesto originalmente por el vanguardista ruso Kazimir Malevich, los constructivistas rusos y el movimiento artístico De Stijl.

El uso creciente de los colores puros, las formas geométricas simples, los tejidos (bordados) la acercan al minimalismo, pero el hecho de que sus obras no están destinadas a ser objetos efímeros, descartables, que dependen del espectador y el contexto sociopolítico para completar o transformar su significado la separan claramente del conceptualismo. Hay continuidad e integridad en su proceso, aunque a veces experimente con los ready-made a lo Marcel Duchamp o construya obras tridimensionales cargadas de ironía motivadas por la necesidad de dar respuesta a un hecho coetáneo de carácter social como ocurre en mucho del arte conceptual.

Rojas Howell construye obras estimulantes para conducir a sus espectadores por la vía del sueño a recuperar inconscientemente etapas perdidas de la infancia. Como ilustraciones del pensamiento su obra se ocupa de la memoria y la sensibilidad cotidiana en espacios dominados por los blancos del sueño, y la caligrafía torpe y sincera de los niños y los adultos que nunca dejan de ser niños.

Pero además agrega un valor en términos de conducta artística que sustenta la integridad de su concepto y práctica pictórica, a saber, un estilo de vida acorde con su expresión artística.

Cuando Rojas Howell incorpora la disciplina del silencio, y la práctica de estar totalmente presente (mindfulness) enriquece su proceso creativo. No es una moda pasajera para ella ya que no hay encubrimiento, sino consecuencia de su proceso: lo que vemos y percibimos es lo que es. No cae en la tentación de la producción en serie, ni se rinde ante las oportunidades y peligros de ser integrada como un recurso más de la decoración y el diseño interior. Nada sobra, nada falta. Ha logrado mantenerse fiel a la inocencia de la mirada.