A principios de 1982, época en la que el mundo del arte me atraía poderosamente, acudí a la Casa del Buen Retiro de Madrid, para ver el Guernica, el famoso cuadro de Pablo Ruiz Picasso. Apenas hacía unos meses que la tela había llegado a España procedente del prestigioso MoMa de Nueva York, donde permanecía en depósito, por voluntad del artista desde 1939. El enorme óleo policromo sobre lienzo apenas había sido expuesto una docena de veces por Europa, como cartel para la solidaridad y recaudación de ayuda económica para la República española, destrozada por la Guerra Civil de 1936 a 1939, antes de emigrar a los Estados Unidos.

Guernica o retrato obsesivo de familia

El cuadro me impresionó, por su enormidad como obra de arte y por su simbolismo. Por aquellos días aun andaba a flor de piel los miedos al involucionismo de los nostálgicos del régimen franquista. Por aquellos años la familia todavía no acababa de sacudirse el silencio de los desaparecidos y represaliados. Quizá les suene raro, pero como alguien comentó alguna vez, el regreso del Guernica era como estar delante de la vuelta a casa de un exiliado.

Pero en este artículo no voy a hablar del Guernica, ni como obra de arte — la calidad del enorme lienzo policromo es incuestionable — ni como símbolo de la lucha contra la barbarie humana, aunque durante los siguientes dos o tres párrafos estará muy presente en mis palabras. Escribiré, eso sí, sobre Picasso, sobre el hombre y su personalidad, sobre el hombre que resultó ser mejor artista que persona según casi todos los que le conocieron y han estudiado, aquí citaremos a algunos de ellos. Sí, Picasso, el pintor español por antonomasia, el genio, el artista más importante del siglo XX, y un ejemplo que ni pintado para hablar sobre el Trastorno Narcisista de la Personalidad (TNP).

Me veo en la obligación de exponer antes de continuar que, en mi opinión, cualquiera que añada un libro, un ensayo o un simple artículo como este que estoy escribiendo sobre el genial artista, debe a sus lectores una explicación de por qué lo hace. Se trata de una de esas figuras históricas enormes, cargadas de mitos, que a veces se utilizan para velar la mediocridad. Espero que al final no tengas esa impresión de mi trabajo. En mi caso, ya lo he apuntado hace uno segundos, me interesó su personalidad, marcada por serios indicios y evidencias de psicopatología narcisista.

Cuando planteé a mi editor abordar el Trastorno Narcisista de la Personalidad en mi colaboración mensual para esta publicación en que me leen, y hacerlo a través de una figura histórica, llegué rápido a Picasso, aunque en el mundo del arte (en su amplia acepción), como en el de la política o los negocios, encontramos muchos otros ejemplos que nos servirían igualmente y que entre todos ellos comparten la cara vista de la arrogancia, la soberbia y la sobreestimación de sí mismos, y la cara oculta de la inseguridad y la precaria autoestima. Llegué, decía, a Picasso, a través del ensayo de la psicóloga Paula Izquierdo, Picasso y las mujeres, y de una polémica biografía de Arianna Stassinopoulos, Picasso, creador y destructor, que dormía el sueño de los justos en una estantería de mi biblioteca personal desde 1988. Ambos trabajos me animaron a transcurrir por la senda que ando transitando en estos precisos momentos.

Si el Guernica es un manifiesto antibelicista, como parece que aún creemos la mayoría (personalmente prefiero seguir creyéndolo así) o trampantojo retrato de familia que esconde los conflictos y contradicciones permanentes del pintor consigo mismo y con casi todos los que formaban parte de su círculo más próximo, le amasen éstos, le odiasen, o una cosa y después la otra, o le adulasen cual incondicionales aplaudidores de famosos, queda a criterio de quien se interese por este tema. No obstante y a propósito de lo que asegura el catedrático de Historia, José María Juarranz de la Fuente, en un ensayo de 2018, conocido como Guernica, la obra maestra desconocida, Picasso era un tipo egoísta, apolítico y oportunista que aprovechó los sucesos de la villa vizcaína bombardeada y los 200.000 francos franceses de la época que le pagó la República española, para pintar un mural autobiográfico, que incluye su propio retrato, el de sus amantes y algunos familiares y amigos, con bocetos de una obra taurina (toro, caballo picador, torero muerto), de 1934, realizados tras la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejía, un mecenas de la Generación del 27, a quien el Llanto de Federico García Lorca volvió inmortal.

De lo que está repleto el afamado mural, propositivamente monocromo, es de las fobias, traumas infantiles y miedos, especialmente a la muerte, del artista universal, se afirma en ese ensayo de Juarranz, de catorce años de investigación. De la lectura de este ensayo, como de la mayoría de las obras consultadas que contienen algún tipo de análisis de personalidad del genio cubista, se desprende no solo lo difícil de congeniar con alguien que siempre cree estar en posesión de la razón, sino, ante un perfil de personalidad al borde de lo psicopático, la controvertidas vinculaciones «reales» con los demás de alguien promiscuamente orbitando en torno a su placer.

Pintando las emociones y las actitudes

«Yo pinto como otros escriben su autobiografía», confesó el artista a su marchante y luego amigo y biógrafo Daniel-Henry Kanhweiler. Son muchos los que coinciden en que Picasso tenía una obsesión casi compulsiva de afirmarse en la historia. Robert Rosemblum en un ensayo de 1975, Picasso and History, afirma que «cuando Picasso hablaba de historia, con su carácter bifronte, siempre estaba hablando de sí mismo». Las historias de Picasso eran las realidades cambiantes de sus emociones. Por eso no aceptaba encargos (con alguna excepción). La riqueza del universo creativo de Pablo Picasso surge al poner la pintura al servicio de la emoción, convirtió la pincelada en un método para construir un gesto, una expresión, un sentimiento. El arte de Picasso, y después de él, se volvió amigdaliano. Las emociones brotan con movimiento e impulso desde la energía de nuestra mente más interna y primitiva. El arte es un vehículo emocional y las emociones son variopintas e impredecibles.

La lista de emociones que podemos experimentar cada uno de nosotros es interminable y cambiante. Por eso, y para comprender de lo que hablamos aquí, hemos de detenernos un momento para entender que las emociones no son buenas o malas, sino que expresan las circunstancias en las que aparecen y se manejan alrededor de nuestra capacidad de adaptación. Todos tenemos, en más de una ocasión, dificultades para regular nuestras emociones. En el caso de los narcisistas, las emociones fluctúan más que en cualquier otra persona en función de los contratiempos vividos, las críticas recibidas, aunque sea en tono constructivo y la rápida frustración de las expectativas. El control emocional de las personas que padecen TNP oscila más que el péndulo de Foucault, sin embargo, siempre tendremos con ellos la impresión de encontrarnos ante quien habla y actúa como si estuviera en posesión de una verdad que le sitúa en la élite más importante del planeta. No todos actúan así. Unos pocos lo hacen a través de un perfil del carácter más bajo, más discreto, sería más exacto decir, con la intención de ocultar ese sentimiento de grandiosidad propio del trastorno. Sea así o sea asá, existe en el narcisista un conflicto directamente relacionado con lo que en psicología conocemos como disonancia cognitiva, o para que quede claro para cualquiera, con el autoengaño.

En el arte del autoengaño fácilmente uno acaba convenciéndose de que su realidad, la que se construye, es la realidad correcta. En el ensayo del profesor Juarranz sobre el Guernica, uno se queda con la impresión de que primero fue la pintura, basada en bocetos y obras precedentes, luego se le fue añadiendo todo lo demás, hasta que finalmente el artista quedó convencido y convenció de que aquello era lo que a día de hoy, insisto, es o creemos querer creer que es.

Hay estudiosos que aseguran que las complejidades emocionales de Picasso las expresó mejor que en cualquier otra parte de su prolífica obra en su monocromatismo de líneas y signos. No tengo opinión de fundamento para tal aseveración. Como cualquiera un poco documentado, lo que no es difícil de intuir, como profesional de la psicología sería más apropiado decir, se puede inferir, en la evolución de su pintura un verdadero diario íntimo, repleto de elementos autobiográficos, de particularidades de personalidad y carácter, muchas de ellas al servicio de una moralidad egoísta, esa que hay quien llama extravagancia.

Picasso se sentía (tómelo, todo lo metafóricamente que le parezca oportuno) minotauro, arlequín, toro, guerrero héroe caído, paloma y búho, amante irresistible, semental, un tipo de éxito admirable, niño y joven y viejo en una constante reivindicación del yo, «del yo mismo y después de mí, yo». Sin duda el estatus deseable para cualquier narcisista que se precie.

El arte de experimentar con los objetos y con las personas

El Trastorno Narcisista de la Personalidad debe entenderse como una vicisitud posible en el proceso psicológico de diferenciación en el que el yo se constituye como sujeto y el otro como objeto. En este proceso de diferenciación el sujeto se conoce a sí mismo a través de la imagen que proyecta de sí en el espejo de los otros, o en la que los otros le devuelven de él.

El espejo en el que mejor se veía reflejado Picasso y el que le devolvía mayores impulsos de genuina creatividad fueron sus mujeres amantes. Todas le amaron y él las amó a todas, al menos por un tiempo. A cada una de ellas las pintó y mucho, alguna de esas pinturas le encumbraron en vida y le catapultaron a la eternidad del arte que tanto anhelaba, que disfrutó en vida y se volvió mito después de muerto. Este es el caso, sin duda de Le Revê (El sueño), un retrato de 1932, de una de sus amante por entonces. Revê en francés no describe el sueño neurológico, sino que evoca el sueño mientras se duerme, el sueño erótico de Marie-Théreè Walter, una mujer joven que desarrolló una dependencia emocional del pintor hasta el mismo día en que se quitó la vida. Picasso sueña sus pinturas, las pasa por el tamiz de sus necesidades, muchas veces torturadamente ególatras y luego pinta sus sueños

La búsqueda de amantes es una manifestación de la personalidad narcisista. Esta conducta, motivada por el placer de ser admirado, se suele desplegar en forma de ser encantador y artilugios de gran seductor, tras la que se parapeta la necesidad poco reflexiva de colmar expectativas y ejercer control sobre los demás. No siempre esto es así. El narcisista es también un hábil hacedor de reproches y represalias. Los narcisistas, predominantemente hombres. Perdón, un momento. No sé si había comentado esta particularidad de género en el TNP. A ver. Pues no, no lo había comentado hasta ahora y eso que se trata de un punto muy definitorio de esta patología. Los narcisistas, iba a comentar, suelen presentar una conducta de misoginia y abuso en relación con las mujeres. En la cultura narcisista, los demás y especialmente la mujer, ocupan el lugar de un objeto de quita y pon. Misóginos, como Henry Miller o Picasso, lo hacían, las convertían, a ellas, en objetos, artísticos, por amor o por desprecio. Utilizar a los demás a conveniencia o por intereses convergentes en beneficio propio (económico, político, sexual, artístico) forma parte de la metodología convencional del trastorno narcisista. No es inhabitual, precisamente, encontrar entre éstos fijación psicológica en el abuso de mujeres. El narcisista es un defensor numantino de sus privilegios de hombre.

Un Picasso despechado se empecinó en hacerle la vida imposible, personal y laboralmente a Françoise Gilot, amante suya durante diez años y madre de dos de sus hijos, cuando, harta de él, de sus líos de faldas y cohorte de aduladores, le plantó y abandonó. Gilot, en su libro Vida con Picasso, de 1964, narra una relación de amor y tormento con el artista plástico. «Nadie abandona a un hombre como yo» – comenta que Pablo le espetó a la cara, con soberbia y rencor, convencido de su atracción magnética, ante su deseo de romper con la relación. El artista nunca olvidaría aquella «afrenta», ni tampoco, quizá, que su amante considerase siempre a Matisse mejor pintor, que no sabemos que afectaría más a su vanidad manifiesta y su obsesión por figurar por encima de los mejores artístas. Ya lo he comentado, la volubilidad narcisista contiene conductas de grandiosidad. Los sentimientos de abandono, amenaza, humillación, avergonzamiento, falta de respeto y consideración (admiración, más bien) son poderosos en estas personas y generan en ellas pensamientos obsesivos, cercanamente paranoicos. Los narcisistas tienen memoria de elefante para las «ofensas» y reacciones de venganza contra quienes «les ofenden».

Las dos pasiones de Picasso fueron la pintura y las mujeres. Ambas llegaron a confundirse en numerosas ocasiones a lo largo de la vida del pintor andaluz. Françoise Gilot, en su libro Vida con Picasso y en las entrevistas concedidas a partir de 1984 a Arianna Stassinopoulos, autora de la biografía Picasso creador y destructor, primer documento que consulté para escribir este artículo, supongo porque lo tenía al alcance de la mano en mi biblioteca, atribuye al artista el siguiente comentario:

«Todas esas mujeres no están posando como una simple modelo aburrida. Están atrapadas en la trampa de esos sillones como pájaros encerrados en una jaula. Yo mismo las he aprisionado en esta ausencia de gesto».

Un comentario mesiánico y al filo, si me lo permiten, de lo paranoico, propio de quien se siente infalible y perfecto, propio de un trastorno individual y cultural como es el TNP. A su amante Dora Maar la pintó sentada, de fastuosos negros y rojos y le tenía miedo por sus rarezas y delirios. «Después de Picasso, sólo dios», cuentan que decía la fotógrafa aplastada por el peso de la fama y el prestigio del andaluz. A petición de Picasso, Dora Maar, fue internada y atendida por su médico particular, al que siempre acudía para resolver todos sus problemas de salud, el psiquiatra y psicoanalista Jaques Lacan, conocido, ya por entonces, por sus teorías sobre la psicosis paranoica y sus terapias a base de electroshocks. Picasso pagó la clínica y el tratamiento, despreocupándose de ella en todo lo demás, sacándola de su vida como a todo aquello por lo que perdía interés. En sus testimonios, Gilot llega a afirmar que «no fue tanto sus episodios de locura lo que destruyó a Dora, sino su tratamiento de electrochoques».

El TNP es una enfermedad psicológica de la que podemos ser víctimas indirectas y muy sufridas en lo individual y en lo colectivo cualquiera de nosotros. Hemos tomado como hilo conductor la relación de Picasso con sus mujeres amantes, porque más allá de la genialidad artística que ellas despertaron en el pintor, sus conductas reflejan algunas de las características más significativas del trastorno narcisista; particularmente destaca aquella en la que el individuo se sitúa en el ansiado lugar donde se sabe protagonista, donde su enorme ego necesita de la complacencia y la admiración, donde sus sentimientos, aunque puedan ser auténticos, suelen carecer de empatía por la imperiosidad de sus intereses personales. En psicoterapia pensamos que, al narcisista, siempre le cabe como recurso para afrontar su trastorno la opción de un profundo examen de conciencia, pero en la realidad, por desgracia, esto resulta harto difícil y poco probable.

Naturalmente, esta es una opinión, la mía, o si lo prefieren, una de las múltiples interpretaciones que sobre la personalidad del mito del arte se han hecho, se pueden hacer o se harán, sin duda.