El jeep desliza sus ruedas por el manto blanco al tiempo que el amanecer está a punto de reventar. El cielo oscuro sabe de su fin y recibe al sol, tan necesario para su existencia como él mismo. El vehículo, robusto para asentarse sobre el inestable suelo, emite únicamente el sonido del motor. En el interior todos duermen, excepto el acostumbrado conductor quien conduce con la única orientación de la posición de las montañas que rodean la enorme laguna blanca. El sol se levanta: ha llegado el momento para este frío trozo del planeta. Un día más, los rayos alumbran ese blanco que ya se intuía. Con las legañas aún pegadas a mis párpados, pienso en qué habría pasado si Napoleón hubiera observado esa blancura interminable en las paredes de la enemiga Inglaterra. La Pérfida Albión hubiera sido poco para tanto.

«Bienvenidos al Salar de Uyuni; el salar más grande del mundo»

recita con solemnidad el guía y conductor boliviano que nos ha adentrado al paisaje. La frase expositiva y escueta asume la incapacidad de las palabras para alcanzar la magnitud de lo que nos rodea. 10.582 kilómetros cuadrados, más extenso que el territorio total de países como Líbano, Gambia o Chipre; el tercio de Bélgica, o la cuarta parte de Dinamarca. Una enormidad blanca donde el horizonte de la vista humana no alcanza para ver otro elemento que no sea un bloque de sal que sostiene a los visitantes.

No es casualidad que lleguemos al Salar de Uyuni justo cuando amanece el día. La primera parada que las empresas turísticas ofrecen a los turistas es la presencia del inicio de la jornada desde una de las zonas encharcada del Salar. Sin embargo, este fenómeno no ocurre durante todo el año. Únicamente cuando llueve en el seco altiplano boliviano se construye mágicamente un espejo sobre el suelo, que refleja el albor del primer sol y hace desaparecer la perspectiva, fundiendo el cielo en la tierra hasta el punto de romper el horizonte. Este fenómeno dura en su máximo esplendor solo unos minutos, hasta que el astro rey alcanza su posición dominante. Durante ese tiempo, el Salar de Uyuni luce como un fotomatón gigante en el que los turistas buscan la fotografía exacta para rellenar sus redes sociales. La caza del momento se comprende por lo efímero de su duración. Pero, este paisaje esconde muchos más regalos para sus visitantes.

Cuando el sol ya reina sobre su territorio, es momento de volver al vehículo. La naturaleza tiene la capacidad de despertar las mayores sorpresas y las frases de una extraña admiración a la naturaleza se cruzan en el interior del automóvil. Extrañamente, en ocasiones aquello que es perenne se enfrenta a nuestra capacidad de asimilar lo vivido, como si fuera una especie de aparición mágica que no se puede entender a través de las tragaderas habituales del conocimiento. Lo cierto es que es fácil imaginar a los pueblos indígenas venerando algo aparentemente tan imposible y con, digamos, tintes divinos. La ciencia, con su alma de aguafiestas, logra siempre dar explicación a lo aparentemente inexplicable. El Salar de Uyuni se forma tras la evaporación del extinto lago Tauca, hace unos 12.000 años. La consecuencia de esa extinción a causa de un periodo de ausencia de lluvias fueron 10.000 millones de toneladas de sal que, en la actualidad, son visitadas anualmente por 60.000 personas. No obstante, el pueblo Aymara, originario de América y que habita en los aledaños del salar a base del turismo y la recolección de quinua, continúa habitando como siempre lo hizo en este lugar. La fiesta del sol o Willka Kuti, celebrada cada 21 de junio en el epicentro del salar para saludar un nuevo año y el inicio de las nuevas cosechas, es una de las tradiciones más importantes para este pueblo que, según la constitución, posee la soberanía de ejercer la soberanía sobre sus territorios ancestrales. Algo muy importante para el futuro del salar.

Los vehículos que transitan por el Salar de Uyuni no pueden ser particulares. Para entrar en este monumento natural es necesario contratar el servicio a través de las agencias que se apostan en diferentes ciudades de Bolivia o en San Pedro de Atacama, última ciudad de Chile antes de llegar a territorio boliviano. Las causas de estas restricciones son varias, pero todas tienen relación con el necesario control. La acumulación de turistas sin preparación para conducir por el difícil asfalto del salar provoca daños en el medioambiente y ocasiona accidentes de tráfico. En los últimos años, se han producido varios accidentes mortales. Incluso, la famosa carrera del Dakar pasó por este desierto de sal, aunque tuvo que renunciar tras dos años de competición por las dificultades que pasaban los corredores a la hora de orientar sus brújulas a causa de la cantidad de magnesio existente en el suelo.

Tras desayunar sobre un océano de sal, la siguiente parada se realiza en la isla de Incahuasi, una nueva burla de la naturaleza a la capacidad de entendimiento. Esta isla, que parece una valija abandonada por el agua del lago que se secó, ofrece una perspectiva todavía más salvaje al salar. La isla de Incahuasi, una de las ocho que existen en todo el territorio infinito de sal, son formaciones volcánicas sobre las que se asientan cientos de cactus gigantes que pueden superar los 10 metros de altura. Caminar por sus escarpadas laderas permite observar cómo el océano de sal se acuesta sobre la orilla de la isla, transformando el paisaje en una bahía blanca.

El final del viaje por el salar transcurre por un océano níveo que despide al visitante transformándose paulatinamente en agua, barro y, finalmente, tierra rojiza. Existen únicamente 8 puertas de entrada y salida al salar y solo un conductor experimentado es capaz de encontrar la forma de escaparse del desierto salino. La noche en esta explanada inmensa es altamente difícil con temperaturas muy bajas en un territorio en el que no existe ninguna construcción humana además de un hostal construido con sal que ya no está en uso por su impacto medioambiental.

Al llegar a Colchane, un pueblo instalado a escasos kilómetros del salar, la quinua ya inunda el paisaje. Esa quinua que soporta la economía de los aymaras, población mayoritaria en esta zona y dolor de cabeza para las grandes empresas automovilísticas del mundo. La causa es que, además de sal, Uyuni posee la mitad de las reservas de litio de todo el mundo. Un gigantesco suministrador de este elemento químico utilizado para fabricar las baterías de los automóviles. Desde hace años, las grandes empresas automovilísticas del mundo han pedido al gobierno boliviano, presidido en la actualidad por Evo Morales, que les otorguen la concesión de la explotación de litio en este paraíso salino, designado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La respuesta del gobierno boliviano no es la puerta cerrada a cal y canto, pero sí el control de esa explotación. Para ello, Bolivia busca inversores que ayuden al país a crear y aprender a usar la tecnología necesaria para la extracción de litio. De esa forma, los beneficios de la extracción serán mayores para Bolivia y el Estado tendrá la capacidad de reducir el impacto medioambiental de esta explotación al Salar de Uyuni. Por otro lado, el pueblo Aymara se niega a destruir este desierto salino que ha sido epicentro de sus tradiciones a lo largo de la historia. Y la constitución boliviana los ampara. Por ahora, la única explotación importante que se hace en el salar es la de la propia sal, de la que se extraen 25.000 toneladas al año.

Los problemas de este océano único van desapareciendo de la mente del turista a medida que se encuentra con las tierras rojizas y mineras del resto de Bolivia. Es entonces cuando el blanco vuelve a ser un color y deja de ser el todo y lo único.