Decía el gran Miguel de Cervantes a través de un viajero universal como es Don Quijote que «quien lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho». Hoy vemos los viajes como auténticas experiencias que nos abstraen de nuestra realidad cotidiana, bien sea por un fin de semana con amigos o un viaje a conocer destinos apartados de nuestra vida urbanita y acomodaticia. El problema es que en nuestro mundo globalizado quedan cada vez menos lugares por descubrir y cada vez más lugares prefabricados para un turismo de parque temático de vacaciones.

Un viaje es sin duda una experiencia transformadora, que nos hace ponernos en la piel de aquellas nuevas culturas que vamos conociendo para darnos cuenta de lo extraordinario de la diversidad y de que, en el fondo, tampoco somos tan diferentes. Abrir nuestra mente a idiomas, religiones, arte y gastronomía diferentes nos hace valorar si cabe aún más lo conocido enriquecido con todo el aporte de lo que hemos experimentado in situ.

Pero conocer y explorar esos nuevos lugares no es nunca sencillo. Requiere empatía para ponerse en la piel del otro, fortaleza para sortear los obstáculos del camino, una inteligencia despierta para aprender y estar alerta de todo lo nuevo que nos rodea y capacidad de adaptación para dejarse llevar aún si el miedo a lo desconocido nos acecha.

Cuando pensamos en grandes viajeros nos vienen a la mente nombres como Edmund Hillary con su escalada al Everest, Ernest Shackleton con su descubrimiento de la Antártida, o Lawrence de Arabia y sus magníficas descripciones del desierto de Wadi Rum. Pocas mujeres entrarían en esta categoría y, sin embargo, ha habido siempre y seguirá habiendo grandes viajeras. Mujeres inteligentes, cultas, sensibles que decidieron un buen día dejarlo todo por ir a conocer parajes muy alejados de su país y cultura. Muchas de ellas incluso quedándose a vivir en esos paraísos perdidos.

Entre algunas de ellas, cabe destacar a la aristócrata Lady Mary Wortley Montagu, quien en el siglo XVIII se decidió a dejar las comodidades de la vida en la alta sociedad inglesa – en la que era respetada y apreciada por su inteligencia y personalidad – para poner en práctica su educación autodidacta y aprender nuevos idiomas y una nueva cultura acompañando a su marido como embajador en el Imperio otomano (hoy Turquía). En todo el trayecto hacia su destino describe no sólo el paisanaje de países como Holanda, Alemania, Serbia o Austria, en cartas que escribe a su hermana y a sus amigos en Londres. Más allá, ella quiere dejar constancia de una visión personal de todos los países en los que vive, describiendo cómo se divierten, cómo viven sus gentes. Gracias a ella poseemos la primera descripción completa de un hamman o baño turco, que ella describe en una carta a su hermana desde Sofía, capital de Bulgaria, o la novedad de una vacuna contra la viruela practicada a su propio hijo en Turquía. Todo un avance para la medicina de la época.

Es cierto que, siendo un personaje relevante, puede reprochársele que en su composición sólo tenga cabida el punto de vista de la alta sociedad – se relaciona con personas de alto rango y educación cosmopolita que reciben a su marido – y toca poco en la realidad del pueblo llano. Pero da un paso más, como ella misma confirma, que los escritores que habían podido viajar a estos mismos lugares aportando el valor del punto de vista femenino, dando voz a las mujeres que conoce – por ejemplo, una joven sultana viuda- que expresan en libertad sus costumbres y visión de la vida, más allá de clichés. Hace honor a ese crisol de religiones, lenguas, países y paisajes que fue el Imperio de la Sublime Puerta.

El exotismo, la belleza y precisión de las descripciones, el sarcasmo y la lucidez en sus puntos de vista convierten a Cartas desde Estambul en un tesoro para la literatura de viajes y en un testimonio único de una mujer singular y pionera.

Gracias a tantas como ella – Agatha Christie o la politóloga, arqueóloga y espía británica Gertrude Bell, entre otras – por habernos dejado en herencia su visión cosmopolita y abierta de Oriente. Gracias, en definitiva, por habernos abierto camino con sus testimonios para ser hoy mujeres más libres, más sabias, más fuertes.