El compromiso de todo creativo es dar respuestas de acuerdo con el espíritu de su tiempo. Y, siempre ha sido así, lo ha sido cuando ha explorado caminos para conducirnos al futuro y cuando ha tomado de referente el pasado conocido. Naturalmente, me refiero a los grandes rasgos de aquel espíritu que determinan el estilo de la época y no a las peculiaridades individuales, por remarcables que sean. La homologación respecto a las características de la época hace que una obra sea considerada moderna o no.

Históricamente, el trabajo moderno se ajustaba a los “modos” propios de la tendencia dominante y así es como obtenía la consideración de reciente, al margen de su valor intrínseco. Representa la mesura, el equilibrio, la moderación, y no presupone ningún avance. Pero, a mediados del siglo diecinueve, el concepto moderno da un paso adelante y busca una innovación romántica, subjetiva, que se basa en la imaginación y se manifiesta contraria al progreso técnico y burgués. Después a principios del siglo veinte, la creciente industrialización favorece el surgimiento de la vanguardia, defensora de una modernidad incesante. Fascinada por la técnica, aporta, objetivamente, mejoras reales de las condiciones de vida durante un periodo de desenfreno creativo. El Movimiento Moderno, que aún nos influye, fue una autentica revolución experimental en el campo de la cultura material.

¿Y hoy, qué es moderno? Superabundancia, consumismo, globalización, atrofia crítica, pensamiento débil y falta de esfuerzo, en general, son los inductores de una parte de nuestra conducta. Con estos ingredientes no se consiguen grandes objetivos. Por esto, muchas veces, el término moderno se reduce a un barniz superficial que da brillo y se hace admirar hasta que se apaga, pero que ignora la importancia del peso, “de ser metal aunque no brille”. Olvidando que es más importante el sistema constructivo que el material, el espacio que el objeto y el lenguaje que la forma, algunos irreflexivos, en nombre de una modernidad mal entendida, prescriben de manera arbitraria materiales nuevos interpretados deficientemente, maltratan la atmósfera del lugar con un culto acrítico a los objetos de última generación y ofenden la personalidad del usuario con frívolas artificiosidades de nulo contenido cultural. Parece como si solo hubiese una estética posible que dicta lo que hay que hacer y priva de lo que sería adecuado.

Por suerte, al lado de la retórica banal que solo sabe captar el aspecto externo más anecdótico de la modernidad, hay la creencia de que el buen proyecto ha de buscar más allá de los contenidos epidérmicos, porque diseñar no es una simple cuestión de forma. Y tener bien presente que la acertada relación entre forma y uso depende de circunstancias a menudo diferentes ya que cada usuario, entorno y código cultural, merecen una atención del proyectista que determina resultados formales ajustados a cada caso.

El escultor moderno Jorge Oteiza dice: “No busco lo que tenemos sino lo que nos falta”. La frase sintetiza el sentido profundo de la actitud moderna. Nada debe darse, sino que debe explorarse. El proyecto, elaborado con voluntad vanguardista, anticipa constantemente. Conviene encontrar resultados pertinentes, rechazando los patrones habituales de seducción. El proyecto se legitima buscando en la realidad presente, abriéndose al futuro y aceptando las conquistas del pasado.

Así, de manera natural, añadimos progresos sucesivos sin perder la continuidad y somos modernos.