Antes de ir como acreditado al festival AlRumbo en Chipiona, Cádiz, pensaba escribir sólo una crónica sobre las instalaciones y los grupos, como cualquier periodista que no sea hater de los festivales en cualquier publicación especializada en música. Pero yo no soy periodista y escribir en esos términos, aparte de ser intrusismo, lo consideraría pretencioso. Así que entré al recinto desde el primer momento con otros ojos. En lugar de observar la organización del festival o la calidad de las actuaciones, ambas a un nivel muy alto, me dediqué a observar a las personas, a cómo actuaban, cómo se relacionaban y llegaban a ser una marea conjunta de consciencias.

Quizás mi visión del humano está muy condicionada por una presencia constante de la historia misma de los homínidos, y puede que haya llegado un punto en que no pueda mirar a un grupo de personas sentadas en círculo sobre la hierba esperando un concierto sin ver el comportamiento ancestral que hay detrás de un acto tan simple. Hay mucha gente que cuando piensa en un festival, bajo una perspectiva simplista, puede decir que la intención primera de la gente que asiste es emborracharse o ver como fan al grupo que le gusta, directamente a drogarse, o que van a conocer mujeres u hombres. Pero eso se puede hacer en cualquier otro lugar. Entonces, ¿qué intención subyacente hay en una reunión así de tantas miles de personas? En un primer acercamiento a mi conclusión, pensé que los humanos iban a estos festivales para realmente sentirse humanos. Pero no me convencía del todo, no era preciso.

El concepto de comunidad está enrarecido en estas sociedades modernas que predican la globalización, el sentimiento de comunidad global, pero consigue que los individuos que forman parte cada vez estén más aislados unos de otros. Eso ocurre porque ya las comunidades no tienen finalidades conjuntas, una meta común. El ser vecino de una persona ahora es algo más que circunstancial, es directamente aleatorio. En poblaciones cada vez más grandes, con más movilidad externa de personas, ya no se vive cerca de una persona por afinidad, por amistad o consanguineidad, ni siquiera en pueblos pequeños. Ideologías distintas, distintas creencias, distintas sensibilidades ante la empatía que hacen que la comunidad no tenga función en sí misma. Pero que no se entienda que achaco esto a la diversidad, de hecho la organización de la gente en las poblaciones está condicionada exclusivamente por factores económicos. La importancia que tenía el grupo en el pasado nómada del ser humano ya no forma parte de la realidad, pero eso no significa que no perviva esa intención, como unas consecuencias genéticas que no pueden ser satisfechas porque la realidad cultural del ser humano ha sobrepasado su realidad biológica.

El ser humano no se pudo desarrollar culturalmente con sofisticación hasta que no consiguió controlar sus miedos primarios, y eso se consiguió a través del dominio del fuego y el consecuente surgimiento de la música. El fuego no sólo consiguió ahorrar recursos energéticos al cocinar la comida, sino que también se convirtió en defensa, pero más importante aún, le permitió contraatacar su principal miedo, la oscuridad; ya que el fuego significaba controlar también la luz. La primera expresión cultural que surgiría después estaría relacionada con la expresión de la cohesión grupal, por supuesto, y no podría ser más que la música, que los unía como un sólo ente y les permitía la instrospección personal al mismo tiempo. Se podría decir que los dos elementos que hacen de manera natural que el ser humano se relaje, se tranquilice y salga de sí mismo, son el fuego y la música.

La música se practicaba de noche, en rituales grupales de conexión con la creciente sofisticación simbólica, alrededor del fuego. El baile era una forma de expresión del ritmo cardiaco muy básica, sin estructura estática o reglada, que llevaba a muchos individuos al trance, una forma de consciencia alejado del Yo personal y conectado con el entorno. Estando en el festival pensé en algo. Bailaba solo, pero en grupo, bajo las estrellas, sin pensar en mis movimientos; de noche se sentía la música de manera más coherente, aunque lo que diga parece no tener esa coherencia a priori, pero para mi era una verdad revelada. La música fue creada en la noche, para la noche y acompañó al ser humano durante decenas y quizás cientos de milenios antes de que el ser humano supiera que era un ser humano. Un concierto se puede ver y disfrutar de día, pero cuando escuchas y bailas un concierto de noche se siente más natural, se siente más en su naturaleza primera. Mientras mis pies rebotaban levantando el polvo que había quedado expuesto tras el cesped, me sentí más humano, más conectado conmigo y con los demás, de una forma tan lúcida que sabía que no había otro elemento cultural, religioso de ningún tipo, que consiguiera juntar a tanta gente sin un propósito más que sentirse vivo y en comunidad. Porque la música nos recuerda lo que somos, con la música en vivo dejamos atrás nuestras prendas aislacionistas de sociedad moderna y, literalmente, latimos todos bajo un mismo ritmo. Las luces se encendieron para acompañar una de las canciones del grupo que actuaba, y varias columnas de fuego surgieron del escenario y, de repente, pude ver a las miles de personas iluminadas, como una revelación de la coherencia simbólica de todo aquello, y me sentí en un documental de Ron Fricke. Al ver tantas cabezas moviéndose como una sola pensé en los hormigueros, en las avispas, y en como sus comunidades forman realmente un solo organismo, un macroorganismo solidario donde un insecto no tiene más o menos importancia que otro porque tenga un cometido distinto. Un festival bien organizado funciona así, como un macroorganismo donde todas sus piezas importan, e importan también por la inevitable proyección social que tienen los actos multitudinarios y la crítica que va asociada, justificadamente por otra parte cuando viene del lado de la despreocupación por el entorno natural en que se desarrolle, porque un hormiguero interacciona con el entorno, no lo supedita.

Aun así, más que en un hormiguero, todo en mi cabeza se inclinó más tarde hacia una tribu, una tribu urbana donde los rituales iniciáticos se repetían como una reminiscencia antropológica. Y, en parte, así es. O así al menos lo veo yo. Los asistentes, gran mayoría al menos, eran jóvenes, y no sólo en edad. En muchas comunidades tribales existían y aún existen rituales relacionados con el paso a la edad adulta, donde sus miembros tienen que escalar una montaña, cazar un animal, cumplir un objetivo para que el resto del grupo les considere adultos y, por tanto, miembros respetables. Son hazañas difíciles de completar, que entrañan peligros y lo pasan mal, pero sabiendo que después todo tiene una recompensa social. En la actualidad es al contrario, usamos precisamente estos actos musicales multitudinarios como nuestros propios rituales de paso a la edad adulta, pero la realidad es distinta. Nuestro acto es de despedida, y no es una aventura peligrosa, sino que todo está pensado para pasarlo bien, para disfrutar, porque después la edad adulta no tendrá demasiadas recompensas. Para ser considerado adulto tienes que tener un trabajo que defina tu vida y alguna deuda para pagar el coche, la casa... no importa la edad que tengas, no serás adulto hasta entonces. No sabes cuándo esa vida te puede arroyar y no muchas veces se puede escapar. La música vivida así es esa escapatoria, es esa sala de espera donde los jóvenes intentan sentirse humanos antes de empezar a sentirse adultos.

Nunca madures, es una trampa.